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El filósofo Jorge Freire, durante la entrevista en El Debate

El filósofo Jorge Freire, durante la entrevista en El DebatePaula Argüelles

Entrevista ensayista

Jorge Freire: «No hay convivencia posible sin un mínimo respeto a la verdad»

«Nos ahogamos en un mar de palabras que casi nunca son significativas; yo propongo que nos tomemos en serio nuestro lenguaje», explica Jorge Freire tras recibir el II Premio de Ensayo Sapientia Cordis, de CEU Ediciones. Y añade: «Cuando se abusa de las muletillas, no habla la persona, sino la muchedumbre»

Jorge Freire ha sido el galardonado en la segunda edición del Premio de Ensayo Sapientia Cordis, que organiza CEU Ediciones.

La obra que presentó Freire a este certamen se titula Palabra de honor, y, profundizando en lo que suele comentar en sus publicaciones habituales y libros recientes, defiende la vinculación del carácter con el manejo sólido del lenguaje. El señorío de lo que se dice.

En esta ocasión, el Premio de Ensayo de CEU Ediciones ha incluido sendos accésits al profesor Carlos Marín-Blázquez y al médico Esteban Fernández Hinojosa. Freire asegura que ha participado en este certamen porque el Sapientia Cordis «es un gran premio y el anterior ganador, Ejecutoria, de García-Máiquez, me gustó muchísimo».

— ¿De qué nos habla en este ensayo?

— De la posibilidad de construir una palabra honrosa. El animal humano tiene logos. Y la razón enmudece cuando no toma la palabra. Salvarla es salvar el honor. Este ensayo es, ante todo, una reivindicación de la palabra en un tiempo en que se ha depauperado notablemente.

¿Por qué hemos descuidado algo tan esencial como la palabra? Como decía el llorado profesor Alejandro Llano en La nueva sensibilidad, no es menos real un contrato de arrendamiento que un magnolio, aunque este sea natural, y aquel, artificial.

— ¿De verdad es tan importante cuidar las palabras?

— Sin duda lo es, aunque no lo parezca. Julián Marías se sorprendía en su Tratado sobre la convivencia de que tanta gente despachara las cuestiones de palabras creyendo que carecen de importancia, cuando son las más graves y peligrosas.

Si la palabra es una cuestión muy seria es porque, entre otros motivos, hay pocos honores más elevados que ser una persona de palabra. Y para ser una persona de palabra, hay que aprender a sostenerla.

Sobra decir que esto de sostener la palabra evoca la imagen de un cruzado blandiendo la tizona. ¿Y no es, en puridad, una tentativa heroica? Mi lema es el que animaba a Unamuno: veritas prius pace [«la verdad antes que a paz»]. Elegir la verdad antes que la paz implica reconocer que la primera es condición de posibilidad de la segunda. No hay convivencia posible sin un mínimo respeto a la verdad.

— ¿Las palabras significan lo que nosotros queramos, o es que nos da pereza conocer mejor el diccionario?

— Ojalá fuera así. McLuhan y Baudrillard creían que el lenguaje construye la realidad. Es la vieja noción griega del logos spermatikós, el verbo que crea e infunde vida. Es como pensar que se puede acabar con la discriminación, el racismo o el machismo eliminando del diccionario palabras denigratorias.

Luego están los puristas, que sueñan con sortear la confusio linguarium babélica accediendo a un idioma incontaminado, como el semidiós que, sentado en la piedra filosofal, hablaba a Cyrano de Bergerac en la lengua de los pájaros.

Mejor sería recuperar el sentido común. El lenguaje, como la propia realidad, está en perpetuo devenir. Los puristas proponen cuidar la gramática con el escrúpulo de los coleccionistas de mariposas, que las prefieren atravesadas por un alfiler y en perfecto estado de revista. Pero la lengua, qué le vamos a hacer, está más viva que ellos.

— ¿Usamos las palabras como si fuesen fórmulas mágicas? ¿Hay mucho de pensamiento mágico en nuestra cultura, en nuestras instituciones?

— Hay un viejo mito que sigue muy vivo: aquel que dice que lo que no se nombra deja de existir. Muchos de los que alertan del empobrecimiento del lenguaje no hacen sino repetir lo que decía Syme, el responsable del diccionario de neolengua en 1984: ir reduciendo las palabras para que la capacidad de pensamiento sea más exigua. ¡Pero lo que sucede es lo contrario!

Los diccionarios no dejan de incluir nuevos términos, entre los que se cuentan palabras horrísonas como «cliquear, buenismo, antagonizar, guasap o emoji». Es decir, que la depauperización no se da por defecto, sino por exceso. Nos ahogamos en un mar de palabras que casi nunca son significativas. Yo lo que propongo es que nos tomemos en serio nuestro lenguaje.

— ¿Qué palabras usamos demasiado? ¿Qué grado de sofística o charlatanería invade la política, los medios, la universidad, la empresa?

— Muchas… «Relato, responsabilidad histórica, coste político, tablero global». La sofisticación del lenguaje —en el sentido de sofistikés, sofistería— es tal, que hoy no se destaca, «se pone en el radar»; no se suaviza algo, «se ponen paños calientes»; no se cierran etapas, «se pasa página»; no se fomenta el diálogo, «se construyen puentes».

A uno ya no se le pone a prueba, «se lo somete a un test de estrés»; ya no se pasa inadvertido, «se está bajo el radar»; y no hay mirada al pasado, solo «espejo retrovisor».

Tampoco hay acuerdos básicos, sino «consensos de mínimos». Curiosamente, estas chorradas no te las dicen los analfabetos, sino precisamente aquellos que cuentan con un título universitario.

Ya decía Jünger que peor que la persona sin cultura es la persona deformada por la cultura. Yo propongo hacer epojé, que es la vieja suspensión del juicio enunciada por el escéptico Pirrón y recuperada por la fenomenología. Es decir, poner entre paréntesis todos estos topicazos.

Si uno se relaciona con el mundo dejándose llevar por la inercia del contexto, entonces las frases hechas se enseñorean de uno. Recomendaba Orwell mantenerse alerta ante los lugares comunes, porque son tentativas de colonizar nuestro pensamiento, y tenía razón. Cuando se abusa de las muletillas, no habla la persona, sino la muchedumbre. Así que hagamos epojé, que es como barrer toda esa hojarasca de latiguillos y pensar por nuestra cuenta.

— ¿Somos gente con mayor hondura por decir «sostenibilidad» y «resiliencia»?

— ¿Hondura? Más bien nos convertimos en esos hombres huecos de los que hablaba T. S. Eliot en su poema. Todos tenemos un vecino, un familiar o un compañero de oficina que ha estado de vacaciones en Vietnam, en el Altiplano boliviano o en Nueva Caledonia.

No importa lo lejano o exótico que sea el destino que se elija: cuando uno les pregunta por su aventura, rara vez trascienden el monosílabo. «Lugares muy chulos», «toda una experiencia», «te lo recomiendo…».

Yo no sé si a base de vivir corrompidos por la propaganda hemos decidido hablar tan solo a golpe de eslogan publicitario. ¡Respóndame, aunque solo sea con un refrán, señor mío! Bien pensado, quien se toma a sí mismo como un consumidor, normal es que hable como un consumidor.

La sociedad de consumo ha acallado a la persona y ha dado la palabra a la máquina, como cuando los altavoces del aeropuerto llaman a los turistas o cuando la máquina expendedora nos dice: «Su tabaco, gracias».

¿Quién va a dar su palabra si nadie escucha? La persona es persona porque vive en comunidad. No existe el honor del náufrago. Por muy alto que vuele un ave carroñera, desde una cumbre del Pirineo no se divisan amigos, sino objetivos. Conque, ¿quién va a dar testimonio?

Nicolás Gómez Dávila decía que de lo verdaderamente importante no hay pruebas, sino tan solo testimonios. ¿No es una desgracia que nos rodeen personas no testimoniales?

Es muy revelador que cuando una información es fútil digamos que es «meramente testimonial». En realidad, lo trascendente solo se expresa de forma testimonial, a través del testimonio de personas de a pie que ponen la cara y se juegan el honor.

— ¿Qué palabras hemos dejado de usar y aconseja volver a manejarlas a diario?

— Honor. Virtud. Comunidad. Con esas tres ya tenemos para dar y tomar.

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