San Juan de la Cruz (1542-1591): la poesía inefable
Tener creencias ayuda, por supuesto, a entender la poesía de San Juan de la Cruz, profundamente religiosa, pero no es imprescindible
Como místico y como poeta, San Juan de la Cruz es un caso realmente extraordinario: ha vivido la experiencia mística del éxtasis, de salir de sí mismo, para unirse con Dios. Además, lo ha expresado en unas obras de singular hondura y belleza.
En este poema, una voz femenina (el alma enamorada) sale de su casa, disfrazada, para unirse con el amado (Dios).
Acompaña sus poemas con comentarios en prosa, en los que aclara la unión del alma con Dios, a través de tres vías: 1/ la purgativa, para despojarse de lo terreno («estando ya mi casa sosegada»). 2/ La iluminativa, al sentir ya la presencia de Dios («oh noche, que juntaste / Amado con amada»). 3/ Y la unitiva, al unirse misteriosamente a Él, en el éxtasis: «amada en el Amado transformada».
El problema básico surge al querer transmitir una experiencia que los lectores no han vivido. ¿Cómo pueden entenderla y sentirla? Para lograrlo, suelen recurrir los místicos a la metáfora de lo único que nos puede dar un atisbo de ese éxtasis feliz: el amor humano.
Al estudiar a San Juan de la Cruz, «desde esta ladera» (la filológica), renunciando humildemente al misterio último, muestra Dámaso Alonso cómo San Juan convierte «a lo divino» la mejor poesía española del renacimiento, de Garcilaso a fray Luis de León. Elige como estrofa la lira: cinco versos de 7 y 11 sílabas, que riman en consonante (aBabB).
No nos da San Juan una alegoría, algo que tiene una traducción exacta, como hacía Gonzalo de Berceo. Nos ofrece símbolos, que no se pueden definir, sino que conducen al lector a un misterio abierto, atractivo. Sea cual sea nuestra experiencia biográfica, a todos nos conmueven «la noche oscura» y la «llama de amor vivo» porque todos hemos vivido algunas situaciones que pueden aproximarse a ésas.
Para expresar el misterio, recurre San Juan a los opósitos, las aparentes contradicciones: la oscuridad es una guía, más cierta que la luz; la noche, más amable que la alborada; la soledad es sonora; la música es callada… (No es extraño que esta última paradoja inspirara a uno de nuestros músicos más profundos, Federico Mompou).
Tener creencias ayuda, por supuesto, a entender la poesía de San Juan de la Cruz, profundamente religiosa, pero no es imprescindible. El lector que no logre alcanzar ese terreno se quedará, en todo caso, con la belleza deslumbrante de estos poemas. Lo afirma Luis Cernuda: «¿En qué poeta hallamos expresiones tan puras, tan reveladoras sobre el amor?».
La ambición máxima de cualquier escritor es asomarse a las fronteras últimas del misterio. San Juan es uno de los más grandes poetas de todos los tiempos porque hace «fable» (expresable) lo «inefable»: lo que, por definición, no se puede expresar. Y, a la vez, nos deslumbra con relámpagos concretos de sorprendente belleza: «el ventalle (‘abanico’) de cedros», «el ciervo herido», «el aire de la almena», «las azucenas»…
Usando los términos de Kant, no nos da San Juan de la Cruz «lo bello» sino «lo sublime»: lo que supera todas las reglas. Más allá de los conceptos, su poesía se acerca a la música: nos eleva a la más alta espiritualidad.
Noche oscura del alma
con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.
A oscuras y segura,
por la secreta escala, disfrazada,
¡oh dichosa ventura!,
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.
En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.
Aquésta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía,
a donde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.
¡Oh noche, que guiaste!
¡Oh noche, amable más que el alborada!
¡Oh noche, que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada!
En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido
y yo le regalaba
y el ventalle de cedros aire daba.
El aire de la almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena,
en mi cuello hería,
y todos mis sentidos suspendía.
Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
- San Juan de la Cruz.
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