El Debate de las Ideas
Dalmacio Negro, reacción y realismo de un pensador político
Transmitía la noticia del fallecimiento de nuestro ya añorado Profesor a una querida amiga que, en su vida universitaria, asistió con regularidad a los seminarios de pensamiento político que Dalmacio Negro dirigía con una auctoritas real, pero a primera vista imperceptible, propia de a quien le es reconocida por sus interlocutores una singular ascendencia. Aquella noticia fue recibida con rictus serio, duro; con la mirada fija, ojos grandes, reflejo de una quemazón que duele muy adentro. Me hablaba de cómo el trato cercano con don Dalmacio y su magisterio, en cierta medida, habían salvado su periplo por la facultad. Libros, alguna anécdota y al poco le brotaron lágrimas no de esas que uno ve caer como rodando y se atrevería a secar con pudor, sino de aquellas que parecen inundar la entera mejilla desbordándola.
Sería estulto apelar a un impostado emotivismo cuando tratamos del pensador de lo político más original y más importante de España de los últimos treinta o cuarenta años. Comparto esta anécdota personal —pido disculpas al lector— pues muestra que el Profesor Negro, teólogo-político, último cultivador del ius publicum europaeum y honrado ejemplo de lo que él mismo llamó la tradición de la libertad, constitutiva del ser político europeo, nos ha legado algo más que una escuela de pensamiento: una comunidad.
Días atrás, sus distinguidos discípulos, los profesores Jerónimo Molina y Domingo González rechazaban hasta cierto punto la idea de escuela stricto sensu, pues ésta implica y encierra un sistema; producto de lo que Dalmacio Negro llamaba el modo ideológico de pensar, surgido del racionalismo en comandita entre el dios mortal de Hobbes y la duda metodológica de Descartes, que culmina en los idéologues de la Gran Revolución: Condorcet, Condillac y Destutt de Tracy. Un sistema es un compuesto de ideas que hace de los individuos su instrumento, los posee, empleándolos como herramientas para avanzar, cada vez más lejos, de ahí que la propaganda masiva sea un sistema en acción, el arma de la Revolución. Ideología y sistema, cuasisinónimos, son sustitutivos de la realidad vivida del hombre, la única existente; formas de rechazo del mundo, germen de las ateiologías y del utopismo moderno, la herejía perenne, decía Thomas Molnar.
El Profesor Negro, con lucidez, no cejaba en denunciar cómo la decadencia moral y política de Europa se debe a la pérdida de sentido de la realidad. Realista político, aclara —El hombre político— la distinción entre gobernante, estadista y hombre de Estado, este último, auténtico kybernetikós, «timonel» de la «nave del Estado» que imprime nuevos rumbos metapolíticos, pues su «acción no es meramente política sino también histórica». Necesidad de hombres de Estado para la vieja Europa que nos recuerda al conservador cosmopolita Metternich —apegado a las realidades de la política práctica, pero quien podría haber sido filósofo, según Disraeli— quien dialogando en Bruselas con Donoso Cortés, le señalaba, en otra acepción, la diferencia entre sistema y principios, a saber: «un sistema es como un cañón puesto en el hueco estrecho de un muro, para librarse del cual basta ponerse a un lado y evitar la línea recta; mientras que los principios son como un cañón giratorio puesto al aire libre, el cual vomita fuego contra el error en todas direcciones».
Para Dalmacio Negro, lector del sociólogo Ferdinand Tönnies, el Estado —forma histórica de lo político— y su trasunto, la sociedad, absorben cualquier clase de comunidad. Aquí es donde nuestro Profesor advierte frente a todo artificialismo organizado, pues enerva la espontaneidad del hombre y las instituciones naturales, surgidas desde abajo. Las escuelas de pensamiento, lineales, atornillados de ideas que exigen la sumisión del neófito al jefe, en nada se parecen a la comunidad surgida en torno al magisterio de don Dalmacio. Comunidad que es una complexio de libertad y afectos compartidos, de hombres que se reconocen y en disposición de amplios caminos; no de sentimientos volátiles y querencias caprichosas. Comunidad con un suelo, el universitario. Principios que indagan las verdades políticas con sustento ontológico en las verdades últimas. Comunidad que tiene presente la raíz de tradere, que para los antiguos significaba transmitir un «depósito sagrado». A nuestro Profesor podemos aplicar aquello que escribe el filósofo alemán Josef Pieper: «El verdadero maestro participa una verdad, que primeramente ha comprendido como tal en una mirada puramente receptiva, a otros hombres que igualmente quieren y deben apropiarse de esa verdad». Tal vez podemos traer también a colación al ruso Dostoyevski, pues el Profesor Negro principiaba su teología política con el desmitificador logos joánico, que es amor fraterno y salvífico, ¿no era el profeta moscovita, pensador furibundamente antirracionalista, forjador de la «teoría del amor activo», quien pretendía hacer filosofía de una lágrima? El escritor contramundus, Carlos Marín-Blázquez, dalmaciano ex lectione, en un aforismo que sintetiza en cierta manera lo hasta aquí dicho, ha dejado escrito: «La política moderna comienza con la abolición del sentimiento comunitario». De cualquier sentido de lo comunitario, podemos añadir, pues ha intensificado —repolitizado— a Le Chapelier hasta lo patológico, jibarizando al hombre a vil homúnculo.
La desfundamentación de la realidad, con la consiguiente evaporación del sentido común, que es popular, del pueblo, se presenta como problema político de primera magnitud para Dalmacio Negro. En su particular glossarium, no nos equivocaríamos al afirmar que Carl Schmitt y el extremeño Donoso Cortés, se erigirían como sus invencibles ángeles de la guarda. En un artículo fechado en julio de 1837 en el diario El Porvenir, con el título Semejanza de voces, confusión de ideas, Donoso Cortés advertía como síntoma revolucionario el «cambio absoluto en la significación de las palabras». Con presciencia se adelantaba a la lucha revolucionaria por el sentido común de Gramsci. Para éste, la lucha era cultural; para Donoso Cortés era cultual, y en el fondo, una problemática netamente teológica; teología, ciencia que es el océano que omniabarca todo lo demás. El pensador español desenmascaraba la existencia de «dos diccionarios contrapuestos entre sí, de dos idiomas que, […] en realidad son contradictorios». Uno es el diccionario del pueblo, otro el de los demagogos. El del pueblo toma las palabras por su acepción vulgar, consagrada por todos los hombres, países y siglos. El de los demagogos es distinto, pues posee acepciones no sancionadas por los hombres, dirigidas a introducir «el desorden en el mundo moral» y a rechazar «como absurda la conciencia del género humano», pues como bien advertía Dalmacio Negro, para la kulturkampf revolucionaria —llámese totalitaria, liberal o progresista— la conciencia, la condición humana es mero producto, objeto que puede ser construido, deconstruido o manipulado a voluntad. Donoso Cortés señalaba que cuando el pueblo pide «libertad», esta es sinónima de la palabra «justicia». Cuando la libertad la proclama el demagogo, su significado se transforma, adquiere una significación que solo se halla en el diccionario por él aprendido, «en el idioma de su iniciación». Un idioma gnóstico, «simbólico y sagrado como el de los sacerdotes de la India». Para estos, la palabra libertad «significa solo la omnímoda y, por consiguiente, tiránica dominación de todos los iniciados; significa el triunfo exclusivo de un sistema, que ellos formulan a priori, sobre todos los sistemas históricos y tradicionales; significa el quebrantamiento de todas las leyes, la subversión de todas las instituciones, el allanamiento de todos los obstáculos, la supresión de todas las resistencias». Los demagogos —cabe nominarlos, revolucionarios y nihilistas— ocultan estos significados adormeciendo al pueblo, al que «oprimen, mienten y engañan» bajo un yugo engalanado.
En el pensamiento de Dalmacio Negro, el demagogo es el seductor del pueblo y la demagogia, antesala de la anarquía y la tiranía. En realidad, para el Profesor Negro, los regímenes democráticos existentes en Europa han hecho ciertos los temores del normando Tocqueville, pues los Estados han degenerado «debido a la demagogia, en estatismo omnipresente, destruye y corrompe todo, incluido el sentido común, forma de pensamiento no científica, haciendo estúpidos a los hombres». Una destrucción del sentido común —Demagogia contra sentido común— que hace del «ciudadano» un idiotés al apartarle del sentido de la responsabilidad personal que es siempre para con otro y, por tanto, política, y lo sume en la funesta igualdad de la masa apolítica a la espera de un proveedor de servicios y prebendas: el Estado impolítico, el Estado servil de Belloc que absorbe la vitalidad de las familias, a las que impide la natalidad —dar vida— a base del expolio fiscal —magna latrocinia— y la consunción obscena de los pequeños patrimonios familiares que podrían garantizar la libertad comunal, sometiéndolas a los designios de las minorías partitocráticas —La ley de hierro de las oligarquías— que se han apoderado del Estado para sus espurios fines ideológicos y crematísticos. La pérdida de sentido de la realidad es lo característico de nuestra civilización, escribía nuestro Profesor, desapareciendo así el sentido de lo bello y lo bueno. La realidad sería la ontología y la verdad la gnoseología, sobre lo que hay, lo que es. Jaime Balmes, preciso en los conceptos, escribía: «La verdad es la realidad de las cosas». El subjetivismo moderno conlleva la inexistencia de criterio, todo vale, todo está permitido, cierto modo de abyecta neutralidad. «Pero entonces —escribe Dalmacio Negro— en la vida real, si es la política, el único criterio será el poder, si es la social el dinero. Y en lo que concierne a la realidad el criterio será el nihilismo, respecto a la verdad el agnosticismo, en la estética la propaganda, mientras en la moral prevalece el éxito, sustituyendo la conveniencia a la amistad en las relaciones de trato». Bien parece que este diagnóstico, este estado de cosas, es el imperante gracias a la morralla ideológica de la inteligencia orgánica, con presupuesto público en el bolsillo, que más acá y más allá de nuestras fronteras se pretende perpetuar sobre familias y naciones.
Dalmacio Negro es un piadoso y heroico raskolniki, jovial cismático de la modernidad. Atanasio del Estado moderno, el surgido tras la Revolución Francesa, devenido en Estado Totalitario, ya sea terrorista o liberal. El objeto del estatismo es idéntico, manipular la conciencia del hombre hasta hacerse con su absoluta interioridad espiritual; el medio y el grado de intensidad, evidentemente, distinto. Si le entendimos bien, Dalmacio Negro fue reaccionario, o si se quiere, reaccionario a fuer de liberal. Pero todo hay que decirlo, solo fue liberal en el sentido schmittiano, dicho de otro modo, liberal referido a la categoría personal, hombre extraordinariamente libre y generoso, pero no en cuanto a categoría política. El liberalismo dalmaciano entronca con el liberalismo de los antiguos, en tanto que lo político es posibilidad histórica descubierta por los griegos —unos dicen que por Sócrates, otros por Platón y otros, Aristóteles— por la que a través de la razón se puede ordenar la vida colectiva y la acción común, en el equilibrio de libertad y seguridad, que tiene como fin último la vida buena, la comunidad buena. Disentía el Profesor del protoliberalismo contractualista hobbesiano, productor soberano en última instancia del Estado de derecho que sustituye la tradición por la voluntad y el Derecho por la legislación; y del liberalismo contractualista lockeano, también en última instancia, desenraizado e impolítico, que pretende someter al interés y al mercado, la naturaleza polemológica —escindida, también podemos decir— del ser humano producto de su libertad.
El reaccionario, decía Gómez Dávila, al contrario del revolucionario, pretende el debilitamiento del poder del Estado. Aquel pretende ver reflejado un ordo que es superior, no instaurar una organización burocrática. Una percepción que lleva, aunque sea a través de tortuosas sendas, a la ya clásica distinción entre Gobierno y Estado que Dalmacio Negro siempre recordaba. El reaccionario es una actitud, no un activista hacer. El reaccionario reconoce la debilidad del hombre frente al mito del hombre nuevo. No es un pseudoconservador cuyo fondo psicológico es el de la repugnancia hacia la vida, una especie de jacobino a la derecha, escribió Von Kühnelt-Leddinh; sino un conservador que no se ha paralizado y espera contra toda esperanza, que sabe que la belleza es colmada por la mera existencia de lo amado y que reconoce que todo lo temporal es trascendido por lo sobrenatural, de ahí, su excesivo desapego, incluso desprecio, por lo profano. El Profesor Negro tuvo algo o mucho de esto. Para Nicolás Gómez Dávila, la conversación solo quería girar en torno a Dios; para Dalmacio Negro, en torno a la teología, pues mantenía que lo político es proyección de lo sagrado. Y he aquí una idea clave, a nuestro entender, del pensamiento dalmaciano: que la libertad de Europa, de la más amplia Cristiandad, descansa y se fundamenta en la histórica dialéctica entre el Estado y la Iglesia, entre la potestas y la auctoritas, pues solo el cristianismo propone una libertad reconciliada con la Verdad, religio est libertas.
Dalmacio Negro se consideraba mero «transmisor» de lo que había leído o escuchado de sus maestros; podríamos decir, mejor, que fue «mediador». Los Conde, Díez del Corral, Fueyo y otros muchos, pues sus lecturas eran inagotables, todas con un newmaniano sentido de la ilación. Especial interés mostró al final de su vida por el filósofo de la religión, Walter Schubart, pues, como nuestro Profesor, hablaba el mismo lenguaje de la teología-política. Don Dalmacio, verdadero maestro, respetaba y apreciaba a todos aquellos con los que mantenía conversación. Nos quedó pendiente —me insistió en nuestra última reunión en Razón Española— conversar acerca del término «conservatismo», dudaba el Profesor si era el más adecuado en términos etimológicos, si era más latino o anglosajón. Sugirió reunirnos con mi maestro, el Profesor Elio Gallego; no pudo ser. Una desazón que Elio Gallego limaba recordando que la vida de Dalmacio Negro había sido entregada en amistad, con una vis docendi sin descanso, había sido plena. Murió el día de su noventa y tres aniversario y, aunque para sus allegados pueda resultar frío o atrevido decirlo, los tiempos de Dios son perfectos. Gracias, don Dalmacio.