La guasa sevillana de Cervantes
Su Soneto al túmulo de Felipe II, que alcanzó pronto una enorme popularidad, es una obra maestra de la ironía

Monumento a Cervantes en Madrid
Hace años, algunos eruditos miopes motejaron a Cervantes (1547-1616) de «ingenio lego» y opinaron que su única obra valiosa era El Quijote. (Hasta Unamuno cayó en esa simpleza). Evidentemente, se equivocaban.
Es inverosímil que el genial autor del Quijote escribiera obras mediocres. Ninguna de las suyas está al nivel de la gran novela, que no tiene comparación con ninguna otra de cualquier época. Pero también está claro que en todas las obras cervantinas existen elementos muy valiosos.
Dentro de su género, son extraordinarios sus Entremeses. (Recuerdo, por ejemplo, la admiración que sentía Bertolt Brecht por El retablo de las maravillas). Son magníficas las Novelas ejemplares, que contienen sutilezas que suelen escapar al lector apresurado.
Su teatro fue aplastado por el éxito popular de las comedias de Lope pero merece ser reivindicado, como hizo mi amigo Paco Nieva. Ahora mismo, prepara una nueva versión de la Numancia otro gran autor y amigo, José Luis Alonso de Santos.Lo que más le cuesta hoy apreciar al lector medio son La Galatea y el Persiles, porque siguen las pautas de dos géneros muy alejados de la sensibilidad actual, la novela pastoril y la bizantina, respectivamente, pero las dos tienen aspectos y detalles de gran interés.
¿Y la poesía de Cervantes? Un famoso terceto suyo, incluido en el Viaje del Parnaso, se ha usado muchas veces como arma crítica para descalificar su poesía, como si él mismo estuviera reconociendo su incapacidad:
por parecer que tengo de poeta
las gracias que no quiso darme el cielo…»
Cualquiera que conozca de veras a Cervantes lo interpretará de otro modo: con dolorida ironía, repite lo que decían de él otros escritores, aunque él no lo compartiera.
Ésa es exactamente la misma actitud que expone en el prólogo a sus Ocho comedias y ocho entremeses nuevos:
«En esta sazón, me dijo un librero que él me las comprara (las obras), si un autor de título no le hubiera dicho que, de mi prosa, se podía esperar mucho, pero que, del verso, nada; y, si va a decir la verdad, cierto que me dio pesadumbre el oírlo».
Es cierto que Cervantes, como poeta, no alcanzó, en su época, el mismo éxito que Góngora, Lope o Quevedo. Pero también lo es que él estimaba al máximo la que llama «dulcísima poesía», a la que prodiga tantos elogios: «Es como una doncella tierna, de poca edad, y en todo extremo hermosa, a la que sirven otras muchas doncellas, que son todas las otras ciencias». En el Prólogo a La Galatea proclama «la inclinación a la poesía que siempre he tenido». En el Persiles: «La excelencia de la poesía es como el agua clara, que a todo lo no limpio aprovecha». Y, en la Adjunta al Viaje del Parnaso: «Yo, por la gracia de Apolo, soy poeta, o, a lo menos, deseo serlo».
Poeta se consideraba, ante todo, Cervantes: «Del vientre de su madre, el poeta natural sale poeta. Pero el natural poeta que se ayudare del arte será mucho mejor y se aventajará».
Aunque no lo reconocieran algunos colegas suyos, envidiosos, él sabía que lo era. Por eso, despreciaba a la muchedumbre de malos poetas: «¡Cuerpo de Dios, con tanta poetambre!»
Su poesía posee raíces clásicas, italianas; viene de Garcilaso, Herrera y fray Luis de León. También sabe acercarse a la gracia popular, como en las deliciosas seguidillas, incluidas en el Rinconete y Cortadillo:
tengo socarrado todo el corazón.
Por un morenico de color verde,
¿cuál es la fogosa que no se pierde?
Riñen dos amantes, hácese la paz:
si el enojo es grande, es el gusto más»
Con frecuencia, sus versos, de apariencia ligera, suelen disimular la sabia ironía cervantina. Así sucede en las redondillas de El curioso impertinente:
pero no se ha de probar
si se puede o no quebrar
porque todo podría ser…»
Para valorar con justeza al poeta Cervantes, hay que tener en cuenta, por supuesto, no sólo los poemas sueltos sino también los que están incluidos en sus obras narrativas y teatrales. Así lo han hecho, por ejemplo, un estudioso con tanta sensibilidad como José Manuel Blecua padre y un gran poeta, Luis Cernuda.
Sin duda alguna, el poema de Cervantes que más éxito popular ha alcanzado, desde su época hasta hoy, es el Soneto al túmulo de Felipe II, en Sevilla. Con orgullo lo recuerda él, en su Viaje del Parnaso:
por honra principal de mis escritos:
‘Voto a Dios que me espanta esta grandeza’»
Es bien conocida la circunstancia vital en la que este poema nació. Vivía entonces Cervantes en aquella Sevilla, que era la capital del mundo; disfrutaba con su refinada belleza humanística y también se divertía, asomándose a la picaresca de los patios de Monipodío.
Desde las gradas de la catedral, contemplaría Cervantes aquel mundo variopinto, esa unión de grandeza y de miseria que se da en cualquier sociedad. Había solicitado permiso para pasar a las Indias pero no se lo concedieron: si lo hubiera logrado, quizá se habría enriquecido pero también es probable que no habría escrito El Quijote…Trabajaba entonces como recaudador de impuestos y fue encarcelado, por supuestas irregularidades.
En Sevilla, en la céntrica calle Sierpes, leemos hoy una placa de mármol, con esta inscripción:
«En el recinto de esta casa, antes Cárcel Real, estuvo preso 1597-1602 Miguel de Cervantes Saavedra y aquí se engendró, para asombro y delicia del mundo, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. La Real Academia de Buenas Letras acordó perpetuar este glorioso recuerdo. Año de MCMLXV».
La base de esto es una frase del prólogo del Quijote: afirma allí que el libro «se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación».
Es posible que responda esto a la realidad pero no es seguro. Quizá se trata sólo de una metáfora: el alma, presa en la cárcel del cuerpo…
En aquella Sevilla de grandes señores y de grandes pícaros, Cervantes conoció el túmulo que se erigió a la muerte de Felipe II. Era habitual, entonces, levantar túmulos funerarios para honrar a reyes o a grandes personajes: un ejemplo de arquitectura efímera, típico del arte barroco.
El túmulo de este poema se construyó en 52 días, a fines del año 1598. No era sólo un conjunto de «lienzo, pasta, papelón, madera con dorados, colorines y otras garambainas», como escribió el divertido erudito que firmaba como Doctor Thebussem (el seudónimo de Mariano Pardo de Figueroa) . En realidad, colaboraron en él varios grandes artistas; entre otros el genial Juan Martínez Montañés, que ya había aprobado entonces el examen de escultor y diseñador de retablos, por lo que había sido declarado «hábil y suficiente para ejercer dichos oficios y abrir tienda pública».
A partir de esta realidad histórica, imagina Cervantes una escena dialogada, en la que muestra su extraordinaria ironía. Escuchamos primero el discurso solemne y asombrado de un personaje, sin saber quién está hablando. Luego, averiguamos que se trata de un soldado (lo mismo que había sido Cervantes) el que muestra su hiperbólica admiración por el túmulo.
Aparece después un segundo personaje, un «valentón» (el heredero hispano del «miles gloriosus» de la comedia latina). Escuchamos su réplica, concisa y sentenciosa.
Como señala Blecua, pocos versos le bastan a Cervantes para lograr una escena de entremés. Además de las palabras, indica los gestos de los personajes, como si fueran las acotaciones de una obra de teatro. «Incontinente» significa ‘¡al instante!’; «chapeo» es el ‘sombrero’; «requirió la espada» indica que el valentón la sacó un poco de la vaina, para mostrar que estaba presta para ser usada (un signo claro de que amenazaba con buscar camorra).
Admira Cervantes el túmulo pero se burla del solemne lenguaje barroco que emplea el soldado. No se burla de todo lo que dice: él cree firmemente que aquella Sevilla es «Roma triunfante en ánimo y nobleza» (es decir, el centro de la Cristiandad).
Concluye este soneto con un estrambote: un terceto más, que se añade a los catorce endecasílabos. En él, el valentón va hinchando el globo de la retórica barroca, desmesurada… para deshincharlo bruscamente. Francisco Ayala lo compara con «una gigantesca pompa de jabón, que terminará por desvanecerse en la nada». Este final en anticlímax supone una cumbre del humor cervantino, que queda grabada indeleblemente en la memoria colectiva.
No ha llegado Cervantes a la grotesca caricatura, como suele hacer Quevedo. Además de su habitual ironía, esta vez parece que se le ha contagiado algo de la guasa popular sevillana…
Gracias, sobre todo, a ese extraordinario final, este soneto alcanzó en seguida enorme éxito. Por eso han llegado a nosotros bastantes variantes del poema; también, continuaciones o réplicas que hicieron otros poetas: Villamediana, Lope, Calderón…
Con exageración andaluza, decía el erudito Rodríguez Marín que éste es «el soneto más popular del mundo». Y añadía: «No habrá pueblo donde falte quien lo conozca y recite. Muchos millones de españoles lo saben, como el padrenuestro».
En la España actual, me pregunto si muchos millones siguen sabiendo de memoria este soneto. ¿Y el Padrenuestro?...
Soneto al túmulo del rey Felipe II en Sevilla
y que diera un doblón por describilla!
Porque, ¿a quién no suspende y maravilla
esta máquina insigne, esta riqueza?
Por Jesucristo vivo, cada pieza
vale más de un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla!,
Roma triunfante en ánimo y nobleza.
Apostaré que el ánima del muerto,
por gozar este sitio, hoy ha dejado
la gloria, donde vive eternamente”.
Esto oyó un valentón y dijo: «Es cierto
cuanto dice voacé, señor soldado.
Y el que dijere lo contrario, miente».
Y, luego, incontinente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.
Miguel de Cervantes
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