
Escena de Anora
El Debate de las Ideas
'Anora' y el naufragio de lo woke
El triunfo de la película de Sean Baker es un indicio de que algo está cambiando en Hollywood. Los conflictos de clase retornan para desplazar a las identidades
Anora, como película, es un síntoma. Y el Oscar que le ha concedido la Academia de Hollywood, un mensaje. Más allá de su tono marcadamente alocado, tanto en su argumento como en sus personajes, y de su excesiva duración, la película de Sean Baker puede leerse entre líneas como la constatación del naufragio y agonía de la política woke.
Empecemos por lo obvio: Anora narra la historia de una chica de compañía sexual y lo hace sin juzgar ni moralizar. Lo cual es, en sí mismo, motivo de escándalo en estos tiempos de condena fácil y prejuicios ligeros. La prostitución es aquí un trabajo (de la clase obrera, conviene añadir) y un contexto argumental. Pero es también una forma de entender la sexualidad fundamentalmente como excitación y placer que desdibuja las barreras entre lo ‘afectivo’ y lo ‘profesional’.
El sexo que Ani, la protagonista (Mikey Madison), mantiene con Iván, el joven hijo rico de una familia de oligarcas rusos, es idéntico durante la semana en la que ella está siendo generosamente pagada como escort, y en los días después de la boda, en los que ya se trata de sexo conyugal. Ese es, a fin de cuentas, el gran ‘triunfo’ de la Revolución Sexual: por un lado, destruir toda posibilidad de recato y de contención —mediante el recurso a la burla y la ridiculización de quienes los practican— al tiempo que se tapona cualquier posible dimensión trascendente de la sexualidad humana. El placer y la satisfacción de los instintos se nos presentan como los objetivos vitales más esenciales. De modo que es imposible considerar la prostitución como un problema sin enmarcarlo en uno mayor: el de la rampante trivialización de lo sexual en nuestras sociedades. Es significativo que cuando Ani intenta defender ante los padres de Iván la seriedad de su vínculo esponsal alude a la posibilidad de tener hijos, algo de lo que nunca había hablado con él, pero que, de forma instintiva, aparece en su mente como aquello que marca una verdadera diferencia entre el sexo ocasional y el matrimonio.
Pero no es menos interesante el hecho de que la película de Sean Baker desdeñe las consideraciones de género en favor de las de clase. El problema de Ani con Iván no radica en que sea un varón depredador, o un maltratador, o un machista, sino que resulta ser un niño mimado e irresponsable. Lo suyo no tiene que ver con el ‘patriarcado’, sino con el carácter. Iván es simpático y amable; no causa daño a Ani, ni la trata mal; no encaja en el cliché feminista de los varones tóxicos. Al contrario, la regala una vida de lujos y diversión que ella no se puede permitir. Y, como se lo pasa bien con ella, incluso le ofrece que sea su esposa con total naturalidad y desparpajo.Lo que Sean Baker nos cuenta es que Iván no es de fiar, no por hombre, ni por machirulo, sino por lo contrario, por niño rico pijo acostumbrado a caer siempre de pie. Su regalada existencia le incapacita para afrontar cualquier conflicto (está acostumbrado a que sean otros quienes se los resuelvan) y le descalifica como compañero vital. La clase social marca una diferencia insalvable, pues, aunque Ani es hija de su tiempo y aspira al dinero, al lujo y al placer como la que más, tiene el carácter y la rebeldía de quien está acostumbrada a lidiar con dificultades y el anhelo de quien aspira a una vida distinta y mejor. Incluso podemos intuir en Ani a alguien que está dispuesta a sacrificar su trabajo y aceptar que otro la mantenga para hacer posible su aspiración a una familia.
Es obvia la referencia a ‘Pretty woman’, otra película donde un hombre rico ofrece matrimonio a una prostituta. Pero lo que marca la diferencia no es que la película de Richard Gere y Julia Roberts sea romántica y esta no, sino que en aquella hay un hombre maduro y sólido, con una vida resuelta y dispuesto a comprometerse y a intentar salvar el abismo de clase que le separa de la mujer a la que ama, mientras lo que tenemos en Anora es un ejemplar masculino fofo e insustancial. Sin duda, un niño mimado educado en las políticas de igualdad —no cabe hacerle reproche al respecto— pero sin sustancia. Como contrapunto, la película nos va ofreciendo, de forma sutil, la figura de Igor, un joven de la misma clase social que Anora y, por ello mismo, capaz de valorarla como merece.
Del resumen anterior se deduce ya fácilmente que Anora puede verse como una alegoría del naufragio de lo woke y su pretensión de sustituir los conflictos de clase por los de identidad. Puede que los de arriba sean simpáticos, progres y educados, pero su mundo es distinto al de los de abajo. Ellos juegan siempre con red y, por ello mismo, se pueden permitir ‘ideas lujosas’ que para los demás son fatales. Como por ejemplo aquel disparate que se extendió hace años en EEUU que abogaba por reducir los agentes de policía y sustituirlos por trabajadores sociales como mejor fórmula para afrontar los problemas de violencia y delincuencia. Una ocurrencia sin consecuencias para quien tiene su propia seguridad privada.
En Anora, la familia y el matrimonio son algo muy serio y relevante para la humilde ‘Ani’, mientras que en el mundo de los ricos oligarcas rusos es algo que se puede ‘comprar y vender’, como tantas cosas. Lo que en ese caso supone corregir y borrar un contrato matrimonial legal mediante abogados, dinero y amenazas, si es preciso.
Frente a la idea de que ricos y pobres están en el mismo bando si tienen las mismas convicciones y los mismos discursos, Anora nos enfrenta a la evidencia de que la clase social establece diferencias con consecuencias vitales. Lo que viene a ser una sutil impugnación de la ensoñación woke en la que la izquierda ha vivido instalada demasiado tiempo.