
'La gran vida', de Christian Bobin
El barbero del rey de Suecia
Una densidad explosiva
Cuando el mundo agobia, cuando se vuelve cansino, cuando la vida se convierte en un litigio permanente, en una maraña de opiniones y contraopiniones imposible de desenredar, hay que tomar distancia
Christian Bobin (1951-2022), escritor y poeta francés, destacó por su estilo contemplativo, capaz de iluminar lo extraordinario de lo cotidiano, sin que deje de ser ambas cosas —cotidiano-extraordinario— a la vez. Hay que agradecerle su libro Autorretrato con radiador (Árdora, 2006), donde abría un sendero muy provechoso al diarismo actual, yendo por dentro, emocionándose con lo pequeño, haciendo del susurro y de la mirada las columnas suficientes del edificio de una vida. Ha influido mucho en Jesús Montiel, discípulo, casi hermano menor y, por tanto, oportunísimo traductor de este libro póstumo, titulado La gran vida (Gallo de Oro, 2025). (También ha influido Bobin en muchos otros, aunque, por desgracia, se nos note menos.)
Más importante que su influencia sobre nuestra literatura es la suya. Leerle. Cristina Brackelmanns resumió inmejorablemente lo que nos ocurre a todos: «Nos pasamos la vida perdiéndonos y hallándonos. Un día te levantas, o te acuestas, y te dices: caramba, y qué será de aquella otra, la que mejor me caía, que hace mucho que no la veo. Con los años, esa es la ventaja, uno se echa antes de menos, cae antes en la cuenta de que está desaparecido. Uno va sabiendo, también, cómo hallarse. Yo sé dos o tres maneras, no es que sean muchas pero no hacen falta más. Una de ellas es coger un libro de Bobin. Leer a Bobin es reencontrarse. Cuando el mundo agobia, cuando se vuelve cansino, cuando la vida se convierte en un litigio permanente, en una maraña de opiniones y contraopiniones imposible de desenredar, hay que tomar distancia. Bobin es la distancia justa».
Así se entiende bien la noticia estupenda que es que se haya publicado en España su libro póstumo, una obra que continúa su legado literario, con especial acierto. En Las ruinas del cielo (Sibirana, 2012) decía: «¿Por qué viajar? Salgo diez metros y ya estoy invadido de visiones […] La vida tiene una densidad explosiva». En estas páginas la densidad sigue explotando, bomba benéfica, pero ya no le hace falta viajar ni diez metros. Es un libro de lecturas. La gran vida es la poesía. Lo constata: «Los libros son gente rara. Llegan, nos cogen de la mano y de golpe estamos en otro mundo. Un aire antiguo pasa entre los dedos». «Me gustaría escribirte algo que sea al mismo tiempo desgarrador y relajante», qué bien ha cogido Christian Bobin la desesperada ilusión del poeta. Y qué bien la cumple. He aquí el corazón del libro: «Ah, no me quites la poesía, es más preciosa para mí que la vida. Es la vida misma, revelada, extraída con dos manos doradas de las aguas de la nada, chorreante de sol».
La gran vida se estructura igual que el resto de sus libros. Una narratividad muy tenue que funciona: «Arrojé mis preocupaciones a la chimenea y me dispuse alegremente a aburrirme». Impera cierto abandono contemplativo, a lo Pablo d’Ors: «No pensar en nada es comenzar a pensar bien. No hacer nada es dar ya un paso hacia Dios». Pero como antes ha dicho que «la palabra que no quiere convencer ni cambiar nada resplandece como el sol» y antes aunque «todo es una prueba de Dios sobre la tierra», se entiende que caben todas las espiritualidades del mundo, como de hecho caben. Y el abandono de Bobin convive con un misticismo fino igual de suyo y de la misma familia que el chestertoniano: «Atravesamos milagros a ciegas, sin darnos cuenta de que el surgimiento de la flor más pequeña está formado por miles de galaxias, que las ramitas de un nido abandonado o las estrellas de un cielo negro hablan de la misma ausencia adorable».Salvo la alegría de encontrarnos con un título más por sorpresa, que el libro sea de publicación póstuma no ha de importarnos en absoluto. Todas sus obras se han escrito con vocación de póstumas, de sobrevivirle: «Cuando apoyo la punta del rotulador sobre el papel deliciosamente frío, mi muerte no sabe cómo me llamo».
Christian Bobin da especialmente bien en el barbero, porque escribe a fogonazos de luz, fáciles de detectar sobre su fondo gris, felices —me parece— de ser seleccionados. Ha sido un moralista francés. Y, ahora lo descubrimos, un poeta.
Los libros actúan incluso si están cerrados.
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El trabajo del poema es hacerlas volver [las voces de los muertos] a nuestro lado.
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…escrito antes de mi nacimiento, después de mi muerte, todo el tiempo y toda la eternidad…
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El alma es el eco, en el cielo, de todas las alegrías que experimentamos.
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El comercio de ramos de lirios del valle es una forma divina de la mendicidad.
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El libro que tengo en mis manos a veces se pone a sonreír.
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Nunca maldigo la lluvia, esa hermanita desheredada por el sol.
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He vislumbrado del paraíso lo suficiente para saber que puede estar en todas partes.
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La mimosa entró en la habitación como un gran perro chorreante de sol que, al sacudirse, enviaba a todas partes sus ondas amarillas.
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Nunca he estado tan cerca de mi difunto padre como cuando leo un poema que me maravilla, sea cual sea el tema.
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Sus ojos todavía arden en mis ojos. No vivo en el tiempo. Nadie vive en el tiempo.
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Ayer, agachándome para cogerte una flor, en el jardín, volví a enterarme de tu muerte, que me susurró al oído: no la necesito, ahora las tengo todas.
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Los camareros, tan ágiles como derviches danzando.
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De pronto; las puertas del tiempo se abren: todas estas personas acaban de nacer. Cada una avanza hacia una vida que imagina mejor, y Dios camina con cada una.
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La floración de los cerezos no dura. Lo esencial se atrapa en un segundo.
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Una de las alegrías efímeras del verano consiste en cruzar un río saltando sobre sus piedras […] Si somos varios los que vivimos esta epopeya, nos reímos del fracaso tanto como del éxito.
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Hölderlin murió mil veces antes de su muerte. Sus poemas, las vendas de un resucitado. […] Su escritura tiene la peligrosa transparencia del vodka.
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Los vivos tienen a veces visiones tan bellas como los muertos.
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Los árboles, ellos, siempre están en un indolente estado de alegría.
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La luz había ascendido a sus ojos como el vino cuando se llena un vaso.
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La extrema sensibilidad es la llave que abre todas las puertas, pero está incandescente y quema la mano que la coge.
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¿Por qué nunca nos dicen que la resurrección comienza en esta vida y que cada palabra ebria es una rosa de sangre?
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El azul de las campanillas me ha dejado K. O.
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El ángel que nos ha expulsado del paraíso ha olvidado cerrar algunas puertas.