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El ministro de Cultura, Ernest Urtasun

El ministro de Cultura, Ernest UrtasunEuropa Press

Así trata de amarrar la izquierda su monopolio sobre la cultura

Premios nacionales, subvenciones, promoción de creadores de izquierda con independencia de sus méritos…, la red tejida por la izquierda para controlar la cultura es intrincada

No es ningún secreto que la izquierda ha logrado, desde esos lejanos tiempos de la transición española a la democracia inaugurada con el inicio del reinado de Juan Carlos I, que la izquierda fue más hábil que la derecha a la hora de monopolizar la cultura.

Quizás ese monopolio de la cultura por parte de la izquierda se debió, en su origen, a la miopía de los sectores políticos y sociales de la derecha que no supieron ver durante los complicados años que precedieron y que sucedieron a la redacción, promulgación y votación en referéndum de la Constitución de 1978, la importancia de asegurarse que una parte de la industria de la producción cultural en la España democrática se identificara abiertamente con la cultura.

También escritores, como el Nobel Camilo José Cela (y no fue el único), estaban identificados con la derecha. Lo mismo en cuanto a pintores, como Dalí.

Sin embargo, la izquierda supo ver algo que la derecha, en su ceguera, no supo ver. Y es que la izquierda se sirvió de la cultura y de sus creadores como muleta ideológica que le sirvió, principalmente al PSOE, para dotarse de una pátina de intelectualismo que la derecha inicialmente desdeñó, y tardaría tiempo en darse cuenta de la equivocación.

El PSOE de Felipe González primero, y de Zapatero después –lo de Pedro Sánchez entra ya en el terreno de la astracanada– se rodearon de cantantes y escritores identificados con el antifranquismo. Eran creadores culturales, pero también eran activistas rodeados de un aura de intelectualidad, más o menos justificadas.

¿Es hoy la cultura española de izquierdas? En gran medida sí, pero ya no tanto.

Son ejemplo de ello cantantes como Víctor Manuel o Ana Belén, que jugaban a ser cantantes muy intelectuales, más una pose que una realidad, pero funcionaba.

La izquierda rescató al principio de la democracia a un desencantado Rafael Alberti, ya muy lejos de los laureles de Marinero en tierra, pero Alberti al fin y al cabo.

Frente a eso, la derecha tenía a un Julio Iglesias más preocupado de lo que sucedía en Miami que en Madrid (pese a su histórico mitin con Aznar en la campaña de 1996), un Raphael que trataba de resituarse en el postfranquismo, y unos Cela y Dalí que eran más leales a sus propios personajes que a unas siglas concretas.

Desde el principio, en definitiva, la izquierda le ganó la mano a la derecha en el sector de la cultura. Y eso se ha perpetuado hasta nuestros días.

El truco de la visibilidad

Ello, por supuesto, con matices. ¿Es hoy la cultura española de izquierdas? En gran medida sí, pero ya no tanto como antes. Por supuesto, ya no tienen el monopolio de la cultura.

Y sin embargo, parece que sí. La izquierda ha sido capaz de generar una percepción, una realidad virtual en la que parece que «el mundo de la cultura» es sinónimo, por el hecho de ser «de la cultura», de izquierdas. Aunque sea evidente que no es así.

La derecha, pese a que ahora goza de un generoso músculo cultural, es incapaz de derribar esa mentira.

¿Cómo logra la izquierda aparentar que sigue monopolizando la cultura a pesar de que ya no la monopoliza? La respuesta es sencilla y compleja.

Se sirve, sobre todo cuando está en el poder, pero también cuando no lo está gracias a sus redes tejidas con paciencia durante los períodos en que controlan las instituciones, de los Premios Nacionales del Ministerio de Cultura; de eventos singulares, como la gala de los Goya, de la subvención a proyectos cinematográficos o editoriales, de las campañas mediáticas en medios de izquierdas.

En definitiva, de un sistema viciado en sus raíces que premia con visibilidad a unos creadores con determinada línea ideológica y esconde a otros (véase los casos de cineastas como Almodóvar o Eduardo Casanova).

Cojamos dos ejemplos: los Premios Nacionales y la Caja de las Letras del Instituto Cervantes.

El Premio Nacional de las Letras cayó para el escritor gallego Manuel Rivas, abiertamente identificado con la izquierda y el gobierno de Sánchez, y que se dejó hasta la dignidad en la vergonzosa campaña contra Alfonso Rueda durante la precampaña de las últimas elecciones gallegas por la cuestión de la crisis de los pellets.

El Premio Nacional de Poesía fue a parar a la también escritora gallega, y militante del independentismo gallego de izquierdas, Chus Pato.

El Premio Nacional de Teatro se le concedió al muy de izquierda combativa y revolucionaria Teatro del Barrio, con una programación donde todo es chapa política tras chapa política y que quienes están detrás son los habituales de los círculos culturales de extrema izquierda Alberto San Juan y Willy Toledo, los del «No a la guerra» en la gala de los Goya de 2003.

Se podría seguir, la mayor parte de los últimos Premios Nacionales ha sido de ese estilo. El otro ejemplo, citado, la Caja de las Letras del Instituto Cervantes.

Desde la llegada de Pedro Sánchez a Moncloa, y del nombramiento como director del Instituto Cervantes del leal sanchista Luis García Montero, la otrora prestigiosa Caja de las Letras, destinada a custodiar el legado de los principales representantes de la cultura y las letras españolas, pasó a ser un cortijo para agradecer los servicios prestados a los fieles partidarios.

Así, desde que Sánchez está en el Gobierno la Caja de las Letras ha admitido los legados de Ana Belén, Víctor Manuel, Marisa Paredes, Miguel Ríos, Manuel Rivas o Iñaki Gabilondo, entre otros.

¿Han hecho estos nombres méritos suficientes para compartir espacio y dignidad intelectual con Antonio y Manuel Machado, Buero Vallejo, Miguel Delibes, Federico García Lorca, Gabriel García Márquez, Miguel de Unamuno, Rubén Darío, Miguel Hernández, Jaime Gil de Biedma o Juan Ramón Jiménez? La respuesta, por obvia, no vale la pena expresarla.

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