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Bodegón de mesa de escritorio

Bodegón de mesa de escritorio

El Debate de las Ideas

Escritorio. Bodegón

La idea de retomar la vocación poética por abajo también se la debo a las naturalezas muertas de Sánchez Cotán

No sé con exactitud dónde perdí la mirada poética. Puede que se me desprendiera de los ojos, como se cae una lentilla, en algún bache o turbulencia de la juventud. Puede también que la haya nublado el escepticismo, ese que empieza practicándose por salud mental, de un modo casi deportivo, en la ignorancia de las secuelas que deja para siempre en el entendimiento, pues de la droga dicen que se sale, pero del escepticismo no se sale nunca, nunca del todo. O quizá no fuera ni una cosa ni otra, no fuera nada, solo el tiempo, los quehaceres, la creciente mundanidad de un vulgar pequeñoburgués con no menos vulgares aspiraciones.

Como fuere, he decidido ponerle remedio. Vuelvo a investirme poeta. En adelante corretearé a las musas como un sátiro, probaré si es cierto aquello de que «quien la sigue la consigue». Para ello, para recuperar la vista de poeta, ando procurando mirar con más atención, pararme, contemplar, respirar el mundo por medio de los ojos, inspirar con las pupilas hasta quedarme bizco. Y empiezo con lo más pequeño, pues así lo mandan tantos maestros contemporáneos, quienes, entre las ruinas de nuestro arte demolido a base de espasmos innovadores, pasean con la mirada clavada en el suelo, en busca de florecillas primorosas y bichitos líricos. Porque la salvación, si ha de venir, vendrá de la entomología.

La idea de retomar la vocación poética por abajo también se la debo a las naturalezas muertas de Sánchez Cotán, a quien admiro desde aquella lejana mañana resacosa en que, deambulando por el Prado, y empachado de belleza, uno de sus bodegones hizo que me parara en seco. Desde entonces, en esta casa es verdadera devoción lo que hay por Sánchez Cotán. Basta con tener un corazón en el pecho y ojos en la cara para percibir que en ese cardo suyo ―talmente un cartujo de Zurbarán―, en los pajarillos tiesos en la caña, en el repollo colgante o en esas perdices que han perdido la vida, pero no la vocación ascendente, hay una poesía emocionante, palmaria, digamos que objetiva. Lógicamente, sus cuadros con figuras humanas resultan mucho más superficiales; lo suyo son las verduras, lo que no se mueve ni piensa, lo que no tiene doblez. Porque la zanahoria es absolutamente zanahoria, y por eso se presta con tanta facilidad a la mística; por el contrario, ningún hombre es absolutamente humano. Cuando se pinta un cardo, se pinta un cardo; cuando se pinta un hombre, quién sabe lo que se pinta.

Así, con el ejemplo de Sánchez Cotán en la mente y a imitación de los poetas de línea clara y doméstica, he abrigado el propósito de escribir un poemario compuesto enteramente por bodegones, tomándome de la manera más literal y aislada posible aquello de Horacio: Ut pictura poesis. He decidido que uno representará dos o tres litros Cruzcampo y un paquete de El Tío de las Papas, al modo del pintor Pepe Baena, el preludio de un almuerzo sabatino. Otro habrá de detenerse en la mesita de noche, donde reposan los auriculares, la linterna, el móvil y un libro, todo lo que suelo necesitar para arrullarme cuando comienza el asedio de las fatiguitas existenciales. No estaría mal otro sobre el frutero de la cocina: insinúa la mano materna porque nunca faltan manzanas para José, kiwis para Manuel y mandarinas para Matilde y Claudia, que las mondan de maravilla a pesar de sus manos regordetas ―es digno de ver: algo medio quirúrgico, medio instintivo―. Pero el primero de ellos, el bodegón con el que me gustaría abrir la serie, retratará el escritorio, ya que en él debería realizarse, y sin embargo se frustra, mi vocación literaria.

Tal como está, hecho una montonera caótica de objetos, el escritorio no sirve. El bodegón, sobre todo en la tradición española, precisa un número muy limitado de elementos, de modo que cada uno resalte en su singularidad y reciba la atención abrasadora que merece. Hay que elegir por tanto. Una opción bastante adecuada sería el mechero. A pesar de ser un cilindro de plástico duro, resistente a la degradación, a la vez se trata de un objeto volandero como pocos, que va de mano en mano, que nunca vuelve a la casa de la que salió, del que nadie se puede apropiar durante demasiado tiempo, y esto se aviene muy bien con el encanto de lo efímero, con esa sensación de transitoriedad y de corrupción detenida que tanta emoción produce en las naturalezas muertas. El problema del mechero actual, que alguien me prestó ―alguien que ahora mismo no recuerdo―, es que luce la bandera de España y la silueta de un toro engallado, lo cual da una imagen de facherío elemental que no acaba de convencerme.

También podría incluir los pósits en mi bodegón, aunque habría resultado más vistoso hace unos años, cuando las ideas me asaltaban y yo las recogía en papelitos que alfombraban el escritorio y revestían casi por completo la pared de enfrente. Se abarquillaban con el paso de los días y finalmente caían al suelo como hojas secas. No importaba: otras ocurrencias, otras primaveras, venían a reemplazarlas. Pero resulta que, a fuerza de despreciar las ideas ajenas, he terminado por despreciar las mías, de manera que si alguna llega por casualidad hasta el umbral del despacho, echa una ojeada, repara en mi rictus de desdén y se va por donde había venido. Así, lo que antes era una selva de pósits se ha visto reducido a un solo taco que parece no acabarse nunca. Es blanco y rectangular. En su parte inferior figura el logo del BBVA, después una pleca y un sintagma en inglés que asegura, que casi presume: Asset Management. He buscado la traducción (gestión de activos), pero sigo sin saber lo que significa.

Otro elemento que podría añadir, y que además le daría colorido a la composición, son los regalos que mis hijos me trajeron del cole por el día del padre. El mayor me hizo un lapicero arlequinado y, a mis ojos, no exento de mérito. Manuel, el segundo, uno de esos avisos que se cuelgan en los picaportes de las habitaciones de hotel: por un lado, con letras impresas, se proclama que «en esta casa vive el mejor papá del mundo”; por el otro, un pequeño mensaje autógrafo en el cual, con apenas tres faltas de ortografía, me celebra como lector y se compromete a mejorar su comportamiento en adelante. Matilde, la tercera, una carta de una sola oración («te quiero infinito») rodeada por una guirnalda de corazones y margaritas. Claudia, la pequeña, un marcapáginas con manchurrones de color y un dibujo fauvista de san José cogiendo al Niño Jesús; las tradicionales azucenas de la vara del santo están pintadas de un rojo tan vivo que parecen amapolas.

Al hilo de este enternecedor inventario, he recordado a un querido amigo que lleva años a pique de naufragar a cuenta de un turbulento divorcio. Me contaba que en un juicio reciente había utilizado los detallitos de sus hijos para desmentir la imagen de tirano insensible que esgrimía la otra parte. Y me aconsejó curarme en salud, guardando y catalogando los obsequios de este tipo, porque todo está bien hasta que deja de estarlo, porque no hay ningún padre del que no se pueda sacar un retrato terrible, ni ninguno al que sus hijos no le traigan muestras de gratitud y amor el 19 de marzo.

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