
El Debate de las Ideas
El genio femenino
En mi artículo El genio masculino indagué en lo que podría constituir la naturaleza del hombre (homo) qua varón (vir) y el don que es para el mundo
Se dice que cada época se enfrenta inevitablemente a una cuestión en particular, un tema candente que le pertenece especialmente a ella. Nuestra época no es diferente. Es difícil negar que la cuestión más acuciante a la que nos enfrentamos ahora, a principios del siglo XXI, es la de la naturaleza -o incluso la existencia- del hombre y de la mujer. Es evidente que estamos ante categorías muy discutidas en el debate contemporáneo. Tal vez incluso podríamos decir que se encuentran en la encrucijada de la confusión que caracteriza nuestro tiempo. Seguramente estaremos de acuerdo en que hoy en día necesitamos más que nunca una explicación sólida y rotunda de la naturaleza del hombre y de la mujer, tanto en sí mismos (in se) como en relación a los demás (inter se).
Ahora bien, está claro que tanto el hombre como la mujer son igualmente humanos; ambos son encarnaciones de la misma alma humana. Pero igual de clara es la realidad de que no son lo mismo; su igualdad no es el equivalente de una fórmula matemática, como dos más dos es igual a cuatro. Hombre y mujer no son intercambiables. Como enseña el Papa San Juan Pablo II, expresan dos maneras de ser humano en el mundo. Por tanto, nuestra tarea inicial debe ser comprender lo que eso significa. ¿Cuáles son esas «dos maneras de ser» a las que aludía el Santo Padre? ¿Pueden comprenderse como realidades definitivas?
En mi artículo El genio masculino indagué en lo que podría constituir la naturaleza del hombre (homo) qua varón (vir) y el don que es para el mundo. Allí argumenté que los hombres poseen algo a lo que nos podríamos referir con razón como al «genio masculino» -un corolario de la bien conocida existencia de un «genio femenino»- aunque sea ésta una realidad en general pasada por alto en nuestros esfuerzos, tanto nobles como innobles, por elevar el estatus de las mujeres. El gran genio del hombre, afirmé, surge del lugar que ocupa en el orden de la creación; se desarrolla en Génesis 2:15-20: Dios le asigna una tarea específica, labrar y cuidar el jardín y, además, darle nombre a todo lo que hay en él y, al hacerlo, dominarlo.
Ya conocemos la historia. El autor sagrado nos dice que Dios, reconociendo que el hombre está solo y que eso no es bueno, decide darle una «ayuda adecuada para él». Y es en la búsqueda de esta compañera perfecta que el hombre da nombre a todos los animales. Hasta que, finalmente, hay una pausa y la mujer es «formada» a partir de la costilla del hombre. Todo esto está claro. Pero su significado más profundo puede haber permanecido oculto en el texto. Yo sostengo que estos pasajes iluminan la idea de que es la capacidad del hombre para dar nombre a las cosas, para determinar qué se puede predicar de algo y qué no -y su capacidad para llegar a un modo sistemático de juzgar sobre este asunto- lo que constituye el don primordial que el hombre es para el mundo y el rasgo que engendra la orientación particular que el hombre aporta a las tareas de la vida humana.Al fin y al cabo, es al hombre (y sólo al hombre) a quien, mucho antes de que la Caída lo ponga en contradicción con la creación, se le asigna un trabajo específico. Este es su trabajo, su misión. Cuál sea su fin no está tan claro. Eso es lo que vendrá a continuación en el relato y ya volveremos sobre esta cuestión. Pero es manifiestamente evidente que el hombre crea fuera de sí mismo, que está orientado hacia lo externo, que actúa sobre el mundo. De hecho, está hecho para construir cosas. Y éste su genio ha servido y preservado a las familias y las comunidades desde el principio de la historia.
Pero, por supuesto, esto no lo ha hecho solo. Lo cual nos lleva hasta el genio femenino. En este segundo ensayo examinaremos la naturaleza del homo qua mujer (mulier) y el don que ella es para el mundo. Veremos que, al igual que en el vir, la naturaleza del don que la mujer representa para el mundo se puede discernir en la conocida historia de su creación. De hecho, el significado completo de mulier también ha permanecido oculto en el texto, a la espera de ser desvelado. Quedará claro que sin la mujer, la obra del hombre en el mundo no tiene telos. Sin ella, los dones del hombre no pueden caer en tierra fértil. Sin ella, el hombre no tiene propósito.
La mujer es lo primero en el orden del amor
Es bien sabido que el Papa Juan Pablo II introdujo por primera vez la expresión «genio femenino» en su Carta Apostólica de 1988, Mulieris Dignitatem (Sobre la dignidad y la vocación de la mujer), invocándola de nuevo en su Carta a las mujeres de 1995. Aunque se trataba en gran medida de un recurso retórico, sus palabras parecían captar la existencia de algo familiar, una cualidad de la feminidad ya conocida por todos nosotros, pero que hasta entonces había permanecido sin nombre.
La mujer, declaró el Santo Padre, encarna una capacidad única de atender a la persona; su genio se fundamenta en esta realidad. Ella ve a la persona en su totalidad. Plenamente expresado en María, la Madre de Dios, el genio femenino refleja el plan de Dios sobre la mujer: a ella le ha confiado Dios toda la humanidad. Esta es la fuente de su innegable fuerza moral, de su fortaleza, de su nobleza. Revela su vocación. La mujer es la primera en el orden del amor.
Ahora bien, es indudable que Juan Pablo II acierta cuando afirma además que la sensibilidad de la mujer hacia la persona se fundamenta en su capacidad de ser madre; es esta misma capacidad, declara, tanto si se realiza en sentido físico como espiritual, la que la orienta hacia el otro, hacia las personas. De hecho, la fuerza de la mujer, su postura fundamental ante el mundo, su vida misma, dan testimonio de ello. Sin duda, esto tiene su origen en un mandato divino.
Pero aquí me gustaría argumentar que hay un punto de partida previo para esta afirmación que no corre el riesgo de reducir a la mujer a su capacidad reproductiva (por muy milagrosa que sea) y -lo que es más significativo- que abre la puerta a un relato más completo del don que la mujer es para el mundo. Como en nuestro relato sobre el hombre, encontramos ese fundamento en el Génesis. Podemos discernir quién es la mujer y para qué sirve en el preciso momento en que aparece en el orden de la creación; sale a la luz cuando emerge del costado de Adán. Nos centraremos ahora en esta posibilidad.
La mujer en el orden de la creación
En primer lugar, reconozcamos que, al menos en la cristiandad, la «cuestión de la mujer» ha estado presente desde el principio. De hecho, podríamos rastrear la naturaleza controvertida de la cuestión hasta sus orígenes en la desafortunada conclusión de Aristóteles de que la mujer es un «varón mutilado». La mujer sufre de una «privación», explica; carece de un atributo esencial para el pleno significado de lo «humano». Ahora bien, podemos perdonar a Aristóteles por este evidente paso en falso. Tiene su origen en algo oculto al escrutinio científico de la época: el misterio que rodea la contribución de la mujer al acto reproductivo.
No obstante, es un hecho histórico que esta noción se introdujo silenciosamente en el sustrato de la tradición intelectual occidental, prestando un apoyo mayoritariamente no reconocido a una interpretación particular de Génesis 2:24: que el texto revela que la mujer fue creada en segundo lugar, después del hombre, y que, por tanto, es de alguna manera de menor estatura que él. Después de todo, ¿no fue creada la mujer para ser su «ayuda»? ¿Seguro que está justificado concluir que la mujer es el «segundo sexo», que su lugar en el esquema de las cosas es el de una sirvienta?
Pero un análisis honesto del texto revela que esta afirmación carece de todo fundamento. En efecto, en el conjunto de la actividad creadora de Dios podemos discernir una pauta: ambos relatos de la creación reflejan el despliegue de una jerarquía particular. El orden en que Dios crea va claramente de las criaturas inferiores a las superiores, una realidad evidente en ambos relatos. En el primer relato, culmina con la creación del hombre per se; en el segundo, culmina con la creación de la mujer en Génesis 2:22. La mujer no es creada en segundo lugar; es creada en último lugar, en un camino ascendente.
De hecho, sólo cuando llegamos a la creación de la mujer vemos el significado final del orden introducido en el primer relato y completado en el segundo. El hombre está hecho de la tierra (adama), mientras que la mujer está hecha del hombre. Aunque siempre ha preocupado a las feministas -y podría decirse que es un punto de partida de la mala interpretación histórica de este pasaje-, el hecho de que la mujer sea creada en segundo lugar no significa que sea un ser subordinado. La mujer no fue creada «en segundo lugar», sino en último lugar. Es, de hecho, la última criatura en aparecer, una criatura hecha, no de la tierra, sino de algo que podría decirse que ya contiene una actualización mayor que la del polvo o la arcilla. Es ciertamente plausible sugerir que está hecha de una «materia más fina». Pero al menos podemos decir que, por el orden que sugiere la lectura conjunta de los relatos, la mujer puede verse como el pináculo de la creación, no como una criatura cuyo lugar en ese orden sea subordinado o de alguna manera de menor nivel que el del hombre.
Esta proposición se ve reforzada si tenemos en cuenta que la palabra hebrea que suele traducirse como «ayudante» es «ezer» y, en realidad, no significa siervo o esclavo. Cuando esta palabra se utiliza en otros pasajes de las Escrituras tiene la connotación de ayuda divina. Usada aquí para significar ayudante o compañera, es una palabra que indica a alguien que con toda seguridad NO es un esclavo ni está remotamente subordinado; tiene por el contrario el sentido de un compañero, un socio, una ayuda enviada por Dios. Así, la mujer no ha sido formada para ser un sirviente doméstico -se habría usado una palabra diferente si ésa fuera la intención- sino para ser alguien que ayude al hombre a vivir.
Pero fijémonos en el texto completo: dice «ezer kenegdo». Y kenegdo es una preposición que significa «delante de», «a la vista de», «antes de» (en sentido espacial). Y así reconocemos que, aunque Eva no está «por debajo» de Adán en el orden de la creación, tampoco está por encima de él. Se sitúa frente a él, ante él, encontrándose con su mirada, por así decirlo, y compartiendo la responsabilidad en la preservación de todo lo que les precede. De hecho, sólo en este momento del texto, Génesis 22, el autor sagrado se refiere por primera vez al hombre y a la mujer como sujetos concretos de la existencia, como personas realmente existentes. Sólo ahora son ish e ishshah. Aquí aprendemos que no existe un hombre concreto sin una mujer concreta; el hombre como tal existe en lo concreto solamente como hombre o como mujer.
Y así se revela el significado completo del profundo acto de reconocimiento del hombre en el momento de la aparición de la mujer: «¡Por fin!», exclama, «ésta sí es hueso de mis huesos, y carne de mi carne». El texto revela que no es hasta este momento cuando el hombre sabe realmente quién es él. Porque, reflejado en su mirada, se ve a sí mismo. Y en ese mismo momento, el sentido de su propia existencia y de su trabajo se aclara de repente: él va a ser un acto de servicio a ella. De hecho, el texto ilumina la realidad de que ambos están llamados a hacer de sí mismos un don para el otro. Él es ahora îsh (vir) porque ahora hay una ishshâh (mulier), revelando el hecho asombroso de que, según las Escrituras, no hay hombre concretamente existente hasta que hay una mujer concretamente existente. El hombre qua varón y el hombre qua mujer ocupan el mismo peldaño en el orden de la creación.
Y aquí llegamos a la conclusión más importante sobre la identidad del hombre y de la mujer. Ciertamente, podemos decir que, con la creación de la mujer, aparece por primera vez la comunidad humana y por primera vez entra en la historia de la humanidad. Y de pronto queda claro que, si bien es cierto que sin el hombre, la mujer no tiene un lugar, es igualmente cierto que sin la mujer, el hombre no tiene futuro. Quizá sea por eso que el hombre deja a su madre y a su padre y se une a su mujer: sabe que ella es su futuro.
Así podemos comprender que el hombre y la mujer ocupan cada uno un lugar privilegiado en el orden de la creación: se necesitan mutuamente y están hechos el uno para el otro.
El genio femenino
Y de esta manera, finalmente, estamos en condiciones de discernir cuál es el origen del genio femenino. En contraste con el hombre y cargado de importantes consecuencias, se puede afirmar que, puesto que la mujer viene a la existencia después del hombre, su primer contacto con la realidad es con un horizonte que, desde el principio, incluye al hombre, es decir, incluye a otras personas. Cabe imaginar que Eva, una persona también dotada de razón y libre albedrío, al ver a Adán reconocería en él a otro como ella, un igual, mientras que las demás criaturas y cosas que la rodean aparecen sólo en la periferia de su mirada. Esta comprensión exegética parece proporcionar un punto de partida en las Escrituras para el fenómeno, igualmente bien documentado, de que las mujeres parecen orientarse de modo más natural hacia las personas.
Ahora bien, el Papa San Juan Pablo II tiene razón al sostener que la sensibilidad de la mujer hacia la persona está profundamente enraizada en su capacidad de ser madre. Eva es, en todos los sentidos, ciertamente la madre de toda la humanidad. Pero la cuestión es que, además de su capacidad de concebir y nutrir la vida humana, incluso antes de ella, el lugar de la mujer en el orden de la creación revela ya que -desde el principio- el horizonte de toda la humanidad femenina incluye a personas, incluye al otro. Esto puede explicar por qué las niñas y las mujeres parecen saber -desde el principio- que están destinadas a relacionarse, mientras que los hombres tardan un poco más en levantar la vista y darse cuenta de que están solos, al percatarse de pronto de que les falta algo, y en buscar a quien pueda completarles.
Es aquí donde se encuentra el genio femenino. Mientras que la primera experiencia que tiene el hombre de su propia existencia es de soledad, el horizonte de la mujer es distinto, y es así desde el principio. Desde el primer momento de su propia existencia, la mujer se ve a sí misma en relación con el otro. Su primer encuentro con la realidad es la persona en su totalidad; ese encuentro la marcará para siempre. Y así, el don que la mujer es para al mundo consiste en recordarnos constantemente la verdad innegable de que no podemos olvidar la existencia de personas vivas, ya sea en el seno materno o caminando fuera de él, mientras nos dedicamos frenéticamente a las tareas de la vida humana. La mujer es responsable de recordarnos a todos que toda actividad humana debe ordenarse hacia el auténtico desarrollo humano. Es un recordatorio siempre presente del telos del orden creado, un signo escatológico de lo que está por venir.
Es precisamente esta realidad la que ha sido ignorada y marginada, y con ella, la misión fundamental de la mujer y, por tanto, la propia mujer.
El cardenal Joseph Ratzinger nos advierte de que la mentalidad que caracteriza a la cultura occidental ha llegado a poner un énfasis casi exclusivo en «hacer, en conseguir resultados, en planificar y producir». En otras palabras, añade, vivimos en una época en la que «sólo cuenta el principio masculino». Lo que más valoramos es la autosuficiencia y la autonomía; aborrecemos la idea de depender de alguien, o de que alguien dependa de nosotros. Somos impacientes, tenemos prisa, queremos actuar y no estamos dispuestos a esperar a que las cosas maduren. El hecho es que tanto las mujeres como los hombres han llegado a medir su propio valor en términos de productividad, eficacia y logros externos. Hemos caído en una trampa que nos hemos tendido a nosotros mismos.
Pero resulta obvio que esa capacidad de incluir al otro no es una cualidad menor. No es algo que complique innecesariamente las cosas, desviándonos de nuestros objetivos de consecución de resultados. Tampoco implica un cuestionamiento de la inteligencia, competencia o capacidad de la mujer para hacer cosas; ella puede contribuir y claramente contribuye mucho a la consecución de tales logros. Pero cuando reducimos el valor de la mujer a su capacidad de seguir el ritmo febril de la vida moderna, cuando la convencemos de que sólo importa su capacidad productiva -que lo que ella es, la mujer como tal, es algo irrelevante- la destruimos y, de este modo, destruimos el plan de Dios para la humanidad. Las personas confiadas a su cuidado se quedan sin quien las defienda.
El signo de la mujer
Concluyamos este ensayo con una última consideración que puede arrojar más luz sobre lo que está en juego aquí. Existe una antigua tradición talmúdica que habla de la «Shekinah», la Presencia Divina. Es una presencia femenina, pues se entiende que representa no la imagen del acto creativo de Dios, sino de Su vida interior. Esta concepción de lo femenino encuentra su primera expresión en la Mishná, la primera gran recopilación escrita de la tradición oral judía, y nos permite establecer un paralelismo entre el Arca de la Alianza y el icono de la Mujer, María, la Theotokos, la madre de Dios. En efecto, ambas son morada de la Shekinah y, por tanto, reflejo del sentido más profundo de la dimensión mariana que constituye el corazón de la Iglesia. María sirve como recipiente de la Presencia Divina. Y así trae la Shekinah al mundo.
Pero si aceptamos la afirmación de Juan Pablo II de que María es el «signo de la mujer», el icono de la feminidad y, como expresión más plena del genio femenino, el modelo para todas las mujeres, entonces debemos concluir que es tarea explícita de la mujer llevar la Presencia Divina al mundo. Ella es el canal a través del cual ésta debe llegar a la familia, a la esfera económica, al ámbito político, incluso a la Iglesia, de hecho dondequiera que se encuentre, sin importar las complejidades de la vida moderna. La mujer está llamada a ser un signo escatológico de lo que está por venir. Y si la mujer rechaza esta vocación, si sale de su boca un «no serviré», será la humanidad la que se hundirá, tal vez irremediablemente, en el abismo que el Maligno ha estado preparando para nosotros desde el Jardín del Edén. Porque como revela Génesis 3:15, es la mujer la que está destinada a aplastar la cabeza de la serpiente, una mujer vestida del sol.