
El Debate de las Ideas
Higinio Marín o la desautomatización del pensamiento
A fin de ilustrar sus ideas, uno de aquellos teóricos del formalismo esgrimía un ejemplo esclarecedor: nuestra relación con el lenguaje se parece bastante a lo que sucede la primera vez que nos acercamos a la orilla del mar
Libro tras libro, desde hace más de trienta años, el filósofo Higinio Marín se halla comprometido en la tarea de erigir un edificio intelectual sobre los pilares de un pensamiento riguroso y de una exigencia formal visible en cada una de las páginas que entrega a la imprenta. En el centro de sus indagaciones no se encuentra la pretensión de articular un sistema que abarque en categorías abstractas la totalidad de la experiencia humana. Su labor, por el contrario, se sustancia en un magno intento de comprender nuestro mundo y nuestro tiempo a la luz del sujeto real que se sitúa en el núcleo de sus preocupaciones: el hombre.
Así pues, el hombre, criatura problemática, compleja, fascinante, imprevisible, contradictoria, es la que llena de contenido la obra de un pensador que, no en vano, ejerce como profesor de Antropología Filosófica. Pero el hombre de la modernidad, sobre el que Higinio Marín posa de ordinario una mirada tan incisiva como abarcadora, es un individuo marcado por una feroz pulsión antigenealógica. La negación del pasado y, de manera consecuente, la búsqueda compulsiva de un nuevo comienzo definen la particularidad de un arquetipo para el que probablemente no exista en la historia ningún precedente equiparable. Ello significa que estamos ante la exploración de un fenómeno inédito, lo que confiere al conjunto de la obra de Higinio Marín el valor adicional de una primicia. De una iluminadora primicia.
Por otra parte, Higinio Marín no es el único pensador que se ha enfrentado a la evidencia de una civilización inmersa en una crisis profunda y quién sabe si irreversible, como resulta ser la nuestra. Hay otros ensayistas, dentro y fuera de nuestro ámbito cultural, que asumen un propósito parecido, y su lectura ayuda a fijar una imagen equilibrada y coherente de la naturaleza de un fenómeno, la modernidad, plagado de paradojas y aparentes sinsentidos. Sin embargo, siempre que me he acercado a la obra de nuestro autor he experimentado hacia ella una afinidad particularmente intensa. Se trata de uno de esos hechos que se dan en la vida y al que no se le suele buscar una razón concreta. Pero hace unas semanas, Higinio tuvo la deferencia de invitarme a que le acompañara en la presentación de su último libro, el estupendo Filosofía breve de la vida, y a mí se me ocurrió que aquélla era una ocasión idónea para reflexionar en voz alta acerca de mi experiencia como lector de su obra. Así lo hice, y lo que sigue es un extracto de los motivos que aduje a modo de respuesta a mis propios interrogantes.
Empecé mi intervención informando de que soy filólogo. Acto seguido, me remonté a mis años de alumno en la Facultad de Letras para destacar la influencia que había tenido sobre mí el estudio de una asignatura en particular, Crítica Literaria. De la mano de un gran profesor, José María Pozuelo Yvancos, estudié las distintas escuelas de pensamiento que, desde Platón y Aristóleles hasta las corrientes contemporáneas de la deconstrucción, integran el conjunto de los estudios literarios en el marco de la cultura occidental. Entre aquellas escuelas hubo una en concreto que se propuso acometer el estudió de la literatura en los términos específicos de una disciplina científica. Se trata de los formalistas rusos. En las dos primeras décadas del siglo XX y en el más que convulso escenario de la Rusia revolucionaria, estos estudiosos se impusieron una tarea titánica: discernir qué rasgos concretos hacen que un texto pueda ser catalogado como un texto literario.Semejante cuestión, en apariencia tan simple, es en realidad muy difícil de dilucidar. Para hacerlo, los formalistas rusos partieron de una premisa irrefutable: nuestras palabras están desgastadas por el hábito de su uso en la práctica cotidiana. Lo que hacemos cuando nos comunicamos es automatizar el lenguaje, de manera que al hacer uso del mismo actuamos en razón de fórmulas fijas que se encuentran ancladas en lo más profundo de nuestra mente. Algo hasta cierto punto lógico, por lo demás, considerando la naturaleza fundamentalmente pragmática de la mayor parte de nuestros actos comunicativos.
A fin de ilustrar sus ideas, uno de aquellos teóricos del formalismo esgrimía un ejemplo esclarecedor: nuestra relación con el lenguaje se parece bastante a lo que sucede la primera vez que nos acercamos a la orilla del mar. Al principio, distinguimos el sonido de las olas con absoluta claridad, es un rumor que capta nuestra atención porque se trata de un fenómeno novedoso; pero pasado un rato dejamos de percibir ese sonido. Sucede que nos hemos habituado a él: lo hemos automatizado.
Pues bien, lo que logra el texto literario es desautomatizar el lenguaje. Rompe con el carácter inmediato de la percepción, y ése es el hecho que lo singulariza. Dicha ruptura no se logra a través de procedimientos externos al propio texto, sino mediante una serie de recursos lingüísticos que nos sumen en una impresión de extrañamiento frente a lo ya conocido. Por expresarlo en unos términos comprensibles: al acceder de manera atenta al poema, la novela o la representación dramática, experimentamos una impresión hasta cierto punto análoga a la de un desvelamiento. Es como si el mundo y todo lo que en él se contiene aparecieran ante nuestros ojos por primera vez.
Esto mismo, en el terreno de los conceptos y de las realidades del mundo que tales conceptos designan, es lo que sucede cuando uno lee a Higinio Marín. Las cosas se nos aparecen bajo una luz nueva. Con él, ese rumor de las olas al que aludían los formalistas rusos nunca desaparece. Las ideas dejan de estar desgastadas por el hábito del uso y asoman extraña y felizmente desfamiliarizadas, como revestidas de un brillo inédito. Tiendo a pensar que una parte sustanciosa de esa desfamiliarización se debe a que Higinio Marín no se limita a exponer una serie de conocimientos al hilo de una visión al mismo tiempo crítica y celebratoria del mundo, sino que hace mucho más. Construye, mediante el realce de la forma, una obra marcada por el sello de lo inconfundible.
En definitiva, Higinio Marín es alguien en quien la filosofía adquiere dimensiones estéticas, un escritor-pensador en cuya tarea no es posible disociar el fondo de la forma, pues ambos planos procuran el cauce necesario para la constitución de un pensamiento que se enaltece en virtud del primor estilístico mediante el cual se manifiesta. Cuando leemos sus libros, asomamos a una interpretación esclarecida de cada uno de los temas que aborda, pero también y sobre todo nos alcanza el timbre inconfundible de una voz que logra el raro portento de vencer nuestra apatía, la apatía propia de quien de antemano lo da todo por sabido. Y es ese timbre justamente el que disipa nuestro embotamiento habitual, doblega nuestra pereza y nos invita a asistir a la gestación de un pensar que se va haciendo, se va edificando, a medida que se expresa.
En este sentido, su reciente libro, el mencionado Filosofía breve de la vida, me parece un ejemplo más que logrado de lo que acabo de exponer. Todos sus capítulos aluden a acciones constitutivas del acontecer humano y, sin embargo, no se sale de ninguno de ellos sin la impresión de haber enriquecido nuestra mirada acerca del tema que se trate. A través de un viaje dividido en 52 paradas, cada una de las cuales es en sí misma una sucinta pieza ensayística, Higinio Marín reflexiona sobre lo que hay de distintivo en nuestra especie y de singular en cada uno nosotros. Su escritura nos vuelve a revelar a un agudo intérprete de nuestro tiempo que, partiendo del depósito de sabiduría que proporciona la tradición, hace que, por ejemplo, Sísifo y Narciso comparezcan bajo una forma renovada y nos ilustren acerca de algunas de las taras más visibles que afligen a nuestra época. Además, sus consideraciones en torno al universo de las relaciones humanas dibujan el mapa de nuestras más íntimas experiencias sentimentales y convierten el libro en una inestimable herramienta para la comprensión de nuestra interioridad, hoy día tantas veces confusa, herida y, por momentos, desesperanzada.
En una de las páginas de Filosofía breve de la vida se lee: «La vida no se colma con nada que no sea su propio abundar sin colmo ni final. Lo que el vivo quiere es vivir y su abundancia: crecer y multiplicarse». Le debemos a Higinio Marín que, desde hace años, nos haya hecho vivir en la abundancia de su palabra. Entre sus méritos se cuenta el de habernos ayudado a reflexionar acerca de en qué consiste ser hombre, asunto capital en estos tiempos de borrado de hasta las identidades más básicas. Pero ante todo, sus lectores estamos en deuda con él por todos esos ratos en que sus ensayos y artículos nos han permitido instalarnos en lo que el propio autor ha definido, también en las páginas de este volumen, y refiriéndose concretamente a la alegría, como «la forma tranquila del contento de la vida». Una vida que se nos haría más ardua e incomprensible, más amenazadora también, sin la luminosa compañía que nos proporcionan sus libros.