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Portada de «El público» de Federico García Lorca

Portada de «El público» de Federico García LorcaCátedra

'El público' de Federico García Lorca. Estética de la sustitución

El drama y el nuevo montaje al cargo de Alfonso Zurro, con la compañía de Teatro Clásico de Sevilla

«Quitar es muy fácil. Lo difícil es poner», afirma el Prestidigitador y «Es mucho más difícil sustituir», replica el Director de El público. Sustituir y enmascarar, sin embargo, actividad básica de los simbolistas franceses, constituye también el trabajo cerebral durante los sueños, cuyo poder y originalidad reivindicó el surrealismo. Influido por ambas corrientes estéticas, Federico García Lorca se sirvió de sus ventajas para expresar sus ideas, vivencias, temores y agonías sin explicitarlos del todo.

Como en un sueño de Federico y armados con la lógica onírica conviene adentrarse en esta obra: desasistidos de las bases que proporcionan solidez y seguridad al mundo real, debemos aceptar una temporalidad inespecífica, transmutaciones y geminaciones de espacios y personajes, rupturas de los principios de identidad, de causalidad o de no contradicción. Si por nuestros propios sueños navegamos sin acabar de entender su sentido o entendiéndolo solo mientras lo experimentamos pero no al despertar, y los vivimos con frecuencia conmovidos, extrañados o asombrados, Lorca se conformaba con lograr lo mismo del espectador menos avezado en teatro y literatura.

Para el más interesado, había construido, después de escribir la primera versión de esta obra en 1929, todo un sistema simbólico de doble fondo, convencional y personal, cuyas claves había diseminado en Bodas de sangre, Yerma y La casa de Bernarda Alba: los colores blanco y negro, el rojo y la ceniza, los caballos, el agua y los peces, los niños, la luna, los metales, los cuchillos y navajas, el valor del número dos y del número tres, la arena, los muros, los arcos y las escaleras, las hojas verdes… sin eludir la tradición áurea, ni la iconografía cristiana. Una vez estrenadas aquellas tres tragedias, críticos y espectadores podrían asomarse al mundo de El público sin desechar la obra por romper las convenciones escénicas, sino intuyendo el porqué de los enigmas aún sin desvelar, gracias a las incógnitas despejadas en las piezas anteriores y de nuevo presentes en esta.

Portada de «El público» de Federico García Lorca

cátedra / 184 págs.

El público

Federico García Lorca

Por eso, en los montajes, despreciar el más pequeño de los detalles puede acarrear deshacer un símbolo esencial, y esto aun teniendo en cuenta que la única versión de El público que ha llegado hasta nosotros no era la definitiva. Quizás por esta razón se admiten mejor las supresiones que las alteraciones. Alfonso Zurro, el director de la Compañía de Teatro Clásico de Sevilla, ha procurado seguir fielmente el texto lorquiano y relativamente las acotaciones. Sin duda lo primero ha merecido el premio de la Academia de las Artes Escénicas de Andalucía, así como el esfuerzo de procurar rescatar y destacar el subtexto, hasta cierto punto, para el amplio elenco de los actores: Luis Alberto Domínguez ha obtenido el premio al mejor intérprete masculino, pero no le van a la zaga sus compañeros, que también ejecutan diversos personajes, si bien muchas veces parecen precisados a ejecutarlos como autómatas, a falta de un sustrato en que apoyar frases similares a las de los sueños, por resultar aceptables solo en el contexto de lo consabido para el autor, pero inconexas y sin lógica al razonar sobre ellas fuera de su universo discursivo.

La riqueza de elementos y las variaciones en la iluminación dificultan al espectador en un solo visionado captar la presencia o la ausencia de algunos de ellos, como ya preveía su autor y motivo por el cual diversificaba, en varios símbolos distintos, un mismo concepto. Aciertos indudables y añadidos originales en esta puesta en escena son muchos, como por ejemplo las falditas tableadas para los estudiantes del reparto, cuyos mantos negros y becas rojas insistían, en las acotaciones lorquianas, en el sentido de estos colores como vida frente a represión.

Entre las modificaciones, se reducen a tres los cuatro caballos blancos que pide el autor en la primera escena y se permuta uno de ellos por una yegua, como desconociendo la raíz significativa del número tres y de los caballos como símbolo de los impulsos incontenibles masculinos de tipo erótico, tan subrayado desde Bodas de sangre. Las radiografías que se suponen ventanas en la obra y que aluden a la interioridad del individuo se sintetizan en una sola proyección en el fondo del escenario, y se elimina la mano impresa en la pared, así como se difumina la tonalidad azul, tan importante en doble alusión a la frustración y la intimidad, y se prescinde del frac del director.

No cabe que el espectador reconozca, en la actriz encargada del papel, al niño de la escena en que avisa de la llegada del emperador a las figuras de Pámpanos y Cascabeles, de modo que queda desleída la directa transposición realizada por Lorca del ello, el yo y el superyó a los personajes del niño, el centurión y el emperador. Este, además, no toma al personaje supuestamente niño en los brazos, ni se pierde con él en unos capiteles representados en uno solo de tamaño mínimo, ni, por tanto, sale después de un grito prolongado limpiándose la frente: el superyó no ataca, ni reprime, ni suprime al ello, de manera que no quedan a la vista los préstamos de Freud, ni adquieren relieve los miedos de Pámpanos y Cascabeles por ser descubiertos en sus relaciones, ni alcanza entonces el paralelismo respecto a lo ocurrido en el escenario con Romeo y la falsa Julieta (muchacho de quince años) contra los que se lanza el público.

Pese a la bibliografía que aumenta a diario, aún faltan más exhaustivos análisis que faciliten a los directores su trabajo de puesta en escena. Pero tanto este montaje como el drama del gran autor del 27 reclaman verse y leerse más de una vez, con la seguridad de encontrar siempre nuevos destellos de genio.

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