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Portada de «Vida de los césares» de Suetonio

Portada de «Vida de los césares» de SuetonioAlianza Editorial

'Vida de los doce césares': semblanza humana de los hombres que gobernaron Roma

Abundancia de anécdotas de Suetonio, que matizan y dan color a una época y a unas biografías elaboradas a base de amplia investigación y acceso a diversidad de documentos

Decía Ortega y Gasset que Roma ejerce sobre nosotros un peso gravitacional más bien absoluto. Es algo que se puede comprobar en el arte, y en las manifestaciones con que aspiramos a encarnar la excelencia y la majestad. Llamamos «coliseos» a nuestros estadios, y seguimos denominando «Senado» a una cámara de nuestros parlamentos. La imaginería del poder romano se observa tanto en el Capitolio de Washington como en la contundencia de los edificios en los que pretendemos proyectar una sensación de autoridad y rigor. No se nos ocurre nada por encima de Roma. Hay algo de seriedad definitiva, de sobriedad última, de virtud máxima en la resonancia de ese nombre. Roma, caput mundi.

Una parte de esta concepción la debemos a varios de los propios autores latinos, en especial los que clasificamos en las edades que han merecido las etiquetas respectivas de Áurea y Argéntea. O clásica y postclásica, según guste catalogarlas. La primera se corresponde con el final de la república, y a ella se adscribe Cicerón —junto con Salustio, Julio César y varios nombres más—, seguido de los poetas que vivieron bajo el triunfo de los emperadores: Virgilio, Horacio, Ovidio. Por expresarlo de manera muy resumida. En la etapa postclásica abundan los autores provinciales, como los hispanos Séneca, Columela, Quintiliano y Lucano, o los historiadores Tácito y Suetonio.

Portada de «Vida de los césares» de Suetonio

alianza editorial / 712 págs.

Vida de los césares

Gayo Suetonio Tranquilo

El paso de los siglos —y la pérdida de la cobertura cromática de sus estatuas— ha fosilizado la imagen del romano austero y egregio, caracterizado por su temple adusto, la justicia firme pero clemente, y la determinación a la hora de cumplir con los deberes, y en concreto sus deberes hacia la patria, los padres y familia. Por fortuna, la investigación histórica —hallazgos como Pompeya, de manera destacada—, junto con el testimonio completo de la literatura antigua —el Satiricón y los poemas de Marcial y Juvenal, por citar lo más socorrido—, nos permite contar con una perspectiva más amplia. En este sentido, la lectura de Suetonio resulta aconsejable, aunque muchos especialistas desdeñan tanto el contenido de sus obras como su estilo y, sobre todo, su aproximación a las biografías de los doce primeros césares.

Decimos biografías, pero habría que matizar mucho. Porque Vida de los doce césares es una obra que no ofrece las semblanzas de los príncipes de Roma al modo como nosotros esperamos de un historiador actual. En general, los cronistas de la Antigüedad funcionaban con otros parámetros, menos atentos a la precisión y la veracidad, y más preocupados por transmitir una imagen moral, un espejo de vicios y virtudes, un compendio de rasgos de carácter y temperamento. En cualquier caso, Vida de los doce césares contiene, al menos en sus primeros libros, el resultado de una profusa investigación en archivos oficiales, publicaciones próximas al momento de los hechos, cartas, testimonios de diversa procedencia. En consecuencia, refleja una labor de investigación de suficiente entidad. Sin embargo, cada biografía cabría describirse como un conjunto de anécdotas, y no tanto como un plan ordenado y metódico. Suetonio, además de datos sobre nacimiento, infancia, acceso al poder, muerte, no propone un recorrido cabal de los acontecimientos políticos, sino que acumula sucesos llamativos protagonizados por cada emperador.

Se suele criticar a Suetonio por ofrecer un catálogo de chismes, cotilleos y curiosidades, estampas a veces truculentas y morbosas —Vida de los doce césares constituye, en algunos pasajes, un inventario de las depravaciones sexuales y crueldades de los emperadores—, pero, aunque así fuera, ello no le restaría valor. Ni como obra histórica, ni como construcción literaria que se lee con bastante fluidez y sencillez narrativa, sin atisbo alguno de retórica ni de pretensión esteticista.

De hecho, la influencia de esta obra, y del conjunto de la producción de Suetonio, resultó determinante tanto en la propia Antigüedad como en la Edad Media. Parte del mérito ha de achacarse a su aparente imparcialidad —opta más por sugerir las valoraciones, provocando en el lector la sensación de que es él, y no Suetonio, quien enjuicia a cada césar—, y a su tarea casi periodística, por emplear una definición algo anacrónica. Es realista, y esboza en cada capítulo un cuadro de costumbres de la Roma de la segunda mitad del s. I a.C. y de todo el siglo I. En cualquier caso, y aunque sus episodios están bien cuajados de matices —veremos anécdotas denigratorias de Julio César y positivas sobre el nefasto Nerón—, se adivinan sus preferencias hacia tal o cual personaje, y, de manera más honda, su visión política.

Vida de los doce césares se compuso en varias etapas, pero transmite la impresión de evitar las alusiones directas —pululan las indirectas— hacia su generación, hacia el presente en que él vivió, que es la era de los emperadores Ulpio–Elios, los Trajano y Adriano. Por eso, los libros que integran esta obra abarcan desde Julio César hasta Domiciano, con extensiones muy dispares y con un bosquejo colorido que nos ayudará a calibrar mejor a cada uno de los emperadores en tanto que personas. Por otro lado, Suetonio, de forma implícita, añora los tiempos de la república —que no conoció— y postula que los césares, ya que son monarcas, ejerzan su gobierno con moderación.

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