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Dibujo para «Química para mosquitos»

Dibujo para «Química para mosquitos»Andrea Reyes

Los insectos entienden el tiempo, porque tienen muy poco

Un misterio diminuto y extraño va saliendo a la luz, mientras una niña crece en una ciudad de la Unión Soviética y aprende a observar la vida humana con ecos de otro tiempo

«Al nacer, tomamos prestados unos átomos. Al morir, los devolvemos. Nuestros átomos quedan libres para crear algo o a alguien distinto. Para contar una historia diferente».

Portada de Química para mosquitos

Galaxia Gutenberg (2024). 152 Páginas

Química para mosquitos

Aleksandra Lun

Aleksandra Lun asombró hace unos años con Los palimpsestos, una novela ácida y muy interesante sobre la migración, la lengua y la identidad –inevitable y afortunada asociación con La analfabeta de Kristof u Otra vida por vivir de Kallifatides– que la editorial Minúscula nos trajo en su colección Micra. Juego simple pero acorde de palabras pues así, pequeña, discreta y muy aguda, es la escritura de Lun. Una escritura que llega y cala como su mirar; gesto silencioso, afinado, infinito. Química para mosquitos no tiene nada que ver con Los palimpsestos (salvo lo más importante; las manos de las que germinaron), pero es probable que su efecto se repita: un libro que aparece entre tantísimos otros con su sugerente título y su presencia ligera, poética y un tanto fantasmal. Un libro de los que generan un pálpito de curiosidad al verlo, una intuición de algo especial, un silencio de los que hablan y te miran a los ojos, una incertidumbre, un misterio que atrae. Un libro que, como su antecesor, se irá recomendando en susurros, en un segundo plano, de forma lenta pero fehaciente, se dirá que es diferente, original, que su voz es fría y bella y que su trampa funcionó porque no puedes dejar de leer, porque en esa voz que te interpela directamente intuyes lo que no ves y que sin embargo ya te han dicho, así que ahora debes corroborar o averiguar de qué se trata, qué hay bajo tan hipnótico lenguaje escueto, un mundo gris de supervivencia y un doblez de realidad que, de repente, te absorben como propios.

«Los primeros meses de tu vida son confusos. Aún no ves ni oyes bien. Todo es borroso. Cuando abres grandes tus ojos de bebé, en vez de los barrotes de la cuna ves la ventana de la nave y, a través de ella, la Tierra».

Es cierto que los insectos comunican y unen la historia, en los insectos se centra de forma sutil y privilegiada la atención, se alude a su naturaleza, su habla, en su diminuta existencia radican muchas metáforas. Y además ocurre de forma preciosa:

«El canto de los insectos es distinto del canto de los pájaros. Los pájaros describen imágenes concretas, escenas recientes, impresiones veloces. Los insectos siguen una narración más compleja. Cuentan historias más largas, sagas y odiseas. Siguen a personajes múltiples, crean arcos narrativos que abarcan centenares de años. Juntan acontecimientos que no parecen tener nada que ver. Entienden consecuencias de los eventos años siglos más tarde».

Una filosofía entera en cuerpos tan pequeños, breves, frágiles. Y tan odiados. Pero, curiosamente, aunque lo fantástico que subyace durante esta travesía humana sea la esencia de la intriga (y también de la magia de una escritura elegante y justa), lo que –para mí– resulta más disfrutable en la lectura, la mayor proeza, está en cómo se va describiendo ese mundo en el que la niña aparece con su primer llanto, su sangre amarilla y su brazo ligeramente más largo. «Te visten con la ropa y los zapatos de otras niñas, hijas de las amigas de la pseudomadre. Todo es demasiado grande o demasiado pequeño».

La niña y los insectos, una población minera de la Unión Soviética. El Estado te alimenta, el Estado te cuida, el Estado te educa, el Estado te protege. Observar y asimilar los modos y normas que ves, lo que te enseñan es lo que existe, hasta que descubres que existen otros modos y otras normas. «Los niños con estuches alemanes tienen gomas de borrar que borran, lápices de colores que pintan, plastilina que se pega y tijeras que cortan. Los demás tenéis gomas de borrar que no borran, lápices de colores que no pintan, plastilina que no se pega y tijeras que no cortan. En la economía planificada, los objetos cotidianos están congelados en su campo de posibilidades. Llegan a la dimensión material a medio hacer, como unas flores recogidas antes de tiempo que ya nunca llegarán a abrirse».

La niña, los insectos, la miopía, la sangre amarilla, la casa de la pseudoabuela Helena en el campo. La importancia de los pocos nombres que aparecen. En los veranos habitar una versión más feroz de ese mundo cuadriculado («el lechero recoge la leche todos los días del año. Los fines de semana y los festivos son inventos de la ciudad, de un ritmo de trabajo que puede interrumpirse»). Y preferirlo. Porque allí todo se puede observar mejor, allí la vida sucede a un ritmo diferente, el frenetismo es salvaje, el sacrificio la única existencia, imprescindible la perfecta eficacia de huertas y animales. Y porque, claro, algo ancestral tira de ti desde lo verde.

El contexto no es más importante que ella y su aparición en el mundo, pero está contado con una hermosura gentil, tan prudente como elocuente. Todo mientras la niña y los insectos se cruzan, el cuerpo crece, la escuela, el sanatorio, el trabajo de la fábrica, el color ámbar surgiendo del fondo de los ojos, relojes que ignoran los números, tiempos que se miden de una forma omnipotente. Alguien que comparte el mismo secreto que tú tienes y desconoces. Todo mientras una voz observadora, estática, limpia, transcribe la vida más reciente que formaron unos átomos, que es esta y es así pero podría haber sido cualquier otra. Un libro estupendo, de un lirismo sencillo, que ofrece un lado de prisma de infinitos días del universo posibles. «Todas las historias empiezan antes de que nazcamos en países extranjeros y en las mentes de otros. Todas acaban de la misma manera: con el sol en el horizonte como un globo de helio perdido». La niña, los insectos y un doblez de realidad.

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