Cara a cara con gente real. Valencia y el fracaso del Estado
El patetismo de la forma profesional de hacer política que comenzó al terminar la Transición
El estallido social de Paiporta, el cara a cara de las máximas instituciones del Estado con gente de carne y hueso que de ninguna forma obedecía a una conjura -vaya cuajo sugerirlo- ha puesto de relieve tres cosas que nos urge analizar. El fracaso del Estado autonómico, el único que tenemos a día de hoy. El patetismo de la forma profesional de hacer política que comenzó al terminar la Transición. Y, en fin, la necesidad urgente de una recomposición profunda del Estado, tras un diagnóstico certero de los problemas que dimanan de una ley electoral que carcome el lazo de la representación política y la propia estructura interna de los partidos.
Los tres factores están relacionados. El Estado del 78 ha hecho aguas -nunca mejor, o peor, dicho- por la imperfección del título VIII de la Constitución, a partir de un modelo idealizado, corregido y aumentado que nunca llegó a organizar realmente el Estado: el de la II República. Nuestra Constitución no prevé un Estado federal ni confederal, sino la estructura inestable y esencialmente asimétrica de las «nacionalidades y regiones», donde algunas han salido beneficiadas y otras comunidades, como la valenciana, severamente dañadas. Hay en juego dos aspectos: uno es la confusión entre administraciones llamadas siempre a la cooperación y «cogobernanza», pero que compiten entre ellas por figurar, con el grado de eficacia en la gestión que la riada de Valencia ha radiografiado. Junto a la estructuración autonómica, concesión a las fuerzas nacionalistas de la Transición y homenaje simbólico al Estado fallido del 31, junto a las autonomías, decía, subsistieron las diputaciones provinciales para que los franquistas no se asustaran demasiado. Así, podemos encontrarnos con que sobre una misma materia comparten competencias el ayuntamiento, la provincia, la comunidad autónoma y el Estado central. Según datos que se publicaron cuando la crisis económica de 2008 (la de los brotes verdes), puede que tengamos el Estado más pesado de toda la Unión Europea, donde además, con los gobiernos de Sánchez, el papel económico de las administraciones y de las empresas públicas no ha parado de crecer. El resultado, en términos de gestión eficaz de los asuntos públicos, está a la vista. Ciudadanos, con toda razón, exigió suprimir las diputaciones como condición para coaligarse con el PSOE. Pero al pactar con el PP dejó caer el punto por una razón de peso: Rajoy había presidido una y les tenía aprecio. Ya nunca más se supo del intento.
El otro aspecto del Estado autonómico al que aludía es la asimetría, que tiene mucho que ver con la tragedia de Valencia y provoca por ende un resentimiento territorial que ya es difícil desarraigar. Desde 1982 hasta 2024, algunas comunidades salieron descaradamente beneficiadas: el País Vasco y Navarra, por el cupo y, por qué no decirlo, por el peso de las pistolas; Madrid, por la capitalidad y por concentrar una gran parte de los recursos del Estado central; Andalucía, durante los gobiernos de Felipe González y el clan de la tortilla, porque barrieron para casa en infraestructuras y subsidios. Y Cataluña -sí, Cataluña- porque Convergència i Unió ha tenido en sus manos los presupuestos de los gobiernos del Estado que no disponían de mayoría absoluta propia y además negoció o dio su placet a todos los sistemas de financiación autonómica que han estado vigentes. El último, pactado con Zapatero, perjudica con descaro y menosprecio a algunas comunidades como la valenciana.
Eso todos los partidos lo saben y bien que lo recuerdan cuando llega una campaña electoral porque hay algo que sí les interesa de esta comunidad: el número de sus votos. PSOE y PP lo tienen bien presente… cuando están en la oposición. En cuanto llega su partido al gobierno
central, nuestros representantes esconden la cabeza bajo el ala y hacen el papelón de comparsa que, en las dos últimas legislaturas, ha jugado Compromís: integrar una mayoría gubernamental desentendida de la agenda valenciana. Y eso quiere decir que ya no representan a los votantes, sino a su partido; lo cual tiene mucho que ver con la ley electoral, como luego sostendré.
Vayamos por partes. ¿Cuál es la agenda valenciana ignorada por el Estado central y por la propia Comunidad? Mencionaré solo algunos trazos obvios: el agua, la red ferroviaria y el papel del capital privado. El agua da lugar a dos problemas de signo contrario: la sequía endémica de las huertas valenciana y murciana y las pavorosas avenidas de las cuencas fluviales, que es el asunto que nos afecta hoy -y cómo-. El Estado, a cualquier nivel, sigue sin tomarse en serio las recomendaciones de Urbanismo de no permitir edificaciones en zonas inundables, como el barranco de Chiva o del Poyo. La ciudad de Valencia y las poblaciones del cinturón norte se han salvado de esta riada por las obras del Plan Sur que financiaron el Estado y, en menor medida, los valencianos durante el régimen anterior. Se desvió el cauce natural del Turia a varios km del núcleo poblacional de la ciudad para evitar en el futuro riadas como las del año 57. Si aquel diseño se hubiera seguido ejecutando con otros ríos involucrados -como el Magro-, el desastre sufrido habría sido bastante menor; y también se habría notado la limpieza de los barrancos, a la que se oponen radicalmente los ecologistas. Por ende, el tempo de una legislatura, solo cuatro añitos, no compensa esfuerzos políticos que no tendrán rédito electoral, máxime cuando la polarización, dinamitados casi todos los consensos, empuja a la construcción de muros y a retóricas de odio que, au fond, vuelven a exaltar la guerra civil e impiden consolidar proyectos de calado.
En cuanto a la red ferroviaria, el Corredor Mediterráneo (desde Andalucía a Cataluña) dicen que se sigue ejecutando… para no sabemos cuándo. Mientras tanto, de Valencia a Barcelona, 4 horas de tren. Entre las capitales de Castellón y Alicante, un poco menos, 3 y media. Nuestras tres provincias solo están cerca de Madrid (2 horas), no de Zaragoza, Málaga o Pamplona. El rendimiento vertebrador de las administraciones autonómicas valencianas, de todos los colores políticos, no ha sido como para sentirse orgullosos. Y si hablamos de otro tipo de servicios, menos mal que Amancio Ortega, pese a las burlas de la extrema izquierda, está donando a la sanidad valenciana máquinas de varios millones de euros que salvan vidas -lo sé bien-. Y en Valencia ciudad, el mayor proveedor de servicios culturales y deportivos no es otro que Juan Roig. ¿Pasará lo mismo con la riada?
Hasta aquí más o menos los datos. Pero ahora precisamos explicaciones. Hay una forma de hacer política que conocemos bien, porque la tomamos hasta en la sopa, consistente en hacerse propaganda, denostar al adversario, aprovechar los medios públicos para una y otra cosa. Los vecinos y voluntarios repetían el domingo: «vienen a hacerse la foto», hartos de la hipocresía, ceguera, negligencia y dejación de funciones que están sufriendo. Mazón, la mañana de autos, mantuvo sus dos actos públicos; nadie le aconsejó, al parecer, que se detuviera a pensar en qué estaba ocurriendo y qué había que hacer. Hace ya tiempo, cierto concejal del PP que acabó dimitiendo lo razonaba privadamente así: la gente de la Transición aprendió a hacer política con la vista puesta en ideas. Nosotros, no. Cuando lleguemos al gobierno haremos lo mismo que ha hecho el PSOE porque es lo único que hemos visto hacer y lo único que sabemos. Desgraciadamente el diagnóstico dio en la diana. En ese politiqueo se consumen las mejores energías de nuestros gobernantes. ¿Cuántas horas habrán dedicado Sánchez y Mazón, Mazón y Sánchez, a calcular el coste/beneficio de sus decisiones en términos de opinión pública? No lo sé. Pero sí sabemos que el gobierno de la nación se dedica prioritariamente a desarrollar cada día un argumentario que hostiga y propala «fango» contra el discrepante o incluso contra jueces atrevidos (véanse los bulos de la nueva directora de RTVE, nombrada en un pleno del Congreso
ofensivo para los valencianos); entonces, los demás, con algo más de disimulo, tienden a reproducir miméticamente el modelo porque no saben hacer otra cosa. Y, aunque no sea el momento de entrar en ello, de esta forma de hacer política participa también una buena parte de los jueces y fiscales que tienen puestos centrales en las asociaciones profesionales más influyentes, tan callados cuando el gobierno central primero hizo aprobar dos estados de alarma inconstitucionales, y después se dedicó a legislar mediante decreto-ley y proposiciones de ley (normalmente falaces, porque no las promueven grupos parlamentarios) que omiten cualquier informe de los órganos consultivos.
El tercer factor que quería abordar es cómo reconstruir o recomponer el Estado. Necesitamos, en primer lugar, un buen diagnóstico de la estructura profunda de los partidos y de su relación con una ley electoral que el gobierno Suárez diseñó, con buen criterio, para una situación inicial donde los partidos políticos apenas existían ni tenían estructura: por ejemplo, con Albinyana y Manolo del Hierro el PSOE valenciano no llegaba ni a 100 militantes en 1975. Los partidos eran poco más que sus comisiones ejecutivas. Estas, con la ley electoral de Suárez, podían elaborar desde un despacho listas a presentar en todas las provincias. Aquello, que era un sistema coyuntural, se eternizó porque, al cabo, parecía favorecer a los únicos dos partidos con capacidad de encabezar el gobierno central. ¿Con qué consecuencias? Quien gobierna el partido decide sobre las listas: recuerden que ese fue el enfrentamiento raíz de Díaz Ayuso con Casado y Teodoro. Ella y todos los líderes territoriales se rodean de leales a los que premian con puestos legislativos, o consultivos o ejecutivos. A resultas de lo cual, los partidos se tornan cesaristas y no toleran la menor oposición interna: Rajoy invitó a Esperanza Aguirre a marcharse del partido; Pablo Iglesias hostigó a Errejón en las redes sociales («asinoIñigo»); Sánchez expulsa a todos los discrepantes, menos a tres, con los que no puede (González, Guerra y Page). Las únicas corrientes de opinión interna que los partidos toleran son las que encabezan coyunturalmente los líderes autonómicos que gobiernan con amplia base electoral. Y nada más, apenas nada más.
Pero el problema del cesarismo partidario es aún más profundo. La forma de hacer política que estoy criticando es psicológicamente incompatible con el liderazgo social porque no generan ni personas creíbles ni proyectos que puedan canalizar las ilusiones y el descontento popular. En voz baja, los partidos de derecha se quejan de que «el pueblo» no se haya levantado tiempo ha contra Sánchez. ¿Pero alguien sabe qué proyecto de Estado, qué idea de España y de la sociedad tiene ahora el PP? Para el 23-J de 2023 diseñaron una campaña electoral facilona creyendo que la marea de las elecciones locales y el desprestigio del gobierno del «Solo sí es sí», los indultos o la despenalización de la malversación, les serviría en bandeja un triunfo suficiente para manejar en su favor la ruidosa algarabía de Vox. Aunque el PP ganó las elecciones, no podía formar gobierno. ¿Se produjo alguna dimisión por aquella campaña que desaprovechó un triunfo que las circunstancias le pusieron fácil? ¿Alguien asumió alguna responsabilidad por el fiasco y los errores cometidos? La respuesta ustedes la conocen: no, nadie. Mientras haya paz interna y los resultados electorales se hayan podido digerir, nadie controla a la cúpula dirigente del partido. Tampoco Sánchez rindió cuentas ante su igualmente sumisa militancia por el fracaso en las elecciones municipales (por no hablar de las dos elecciones generales que perdió por goleada). Nadie en su partido le pidió cuentas a Rajoy por sus incumplimientos del programa electoral ni por haber despeñado una mayoría absoluta, ni por haber perdido antes dos elecciones generales. Abascal se ha cargado a todo su clan de la tortilla sin dar la menor explicación ni a los militantes ni a la prensa canallesca. Él, Sánchez y Puigdemont, coinciden en manejar los calendarios congresuales de sus partidos con idéntico descaro. Y así podríamos proseguir ad nauseam. En suma, la política española cultiva la irresponsabilidad: nadie da la cara ante el votante ni tampoco ante los militantes, salvo en entornos domesticados. A día de hoy, ni el PSOE
andaluz ni el PP valenciano han rendido cuentas satisfactorias por una corrupción pavorosa que el sistema político no habría debido tolerar a tan bajo coste.
Eso es justo lo que ha saltado por los aires en la visita de las autoridades a la zona 0 de la tragedia. Fue gente real, de carne y hueso, la que se encaró con los reyes y su comitiva (que previamente cerró los accesos y trató de impedir la llegada de voluntarios, no fuera cosa que…). Por culpa del sistema electoral proporcional, los españoles nunca podemos confrontarnos ni siquiera hablar (¡no es pecado hacerlo!) con nuestros representantes; solo de forma simbólica, en encuestas o colegios electorales, o sea, sin hablar. Con el sistema mayoritario de Reino Unido y USA, cada candidato tiene que comparecer directamente ante sus electores, ha de comprometerse con qué votará en tal o cual caso y volver a ese mismo distrito al menos cuatro años después. No es posible limitarse a obedecer las instrucciones de la dirección del grupo parlamentario. Existe un lazo representativo entre los electores y el electo que, por consiguiente, no puede ya calcar mecánicamente las instrucciones de su dirección, cuyo papel necesariamente se ve debilitado. Y, por cierto, en UK el gobierno responde en el Parlamento, cara a cara y sin apenas papeles, o sea, que contesta a las preguntas que le hacen, sin limitarse al juego infantil de los despropósitos («este me ha preguntado por el precio del pan y aquella me ha contestado que el Barça ganará la Liga»). Y los gobernantes dan ruedas de prensa reales -¡menudo papelón el de la prensa española!-, no comparecen una y otra vez «sin preguntas» para leer un comunicado que bien podrían haber colgado en una página web.
Lo que hacemos los electores españoles en cada convocatoria no es nada más que un plebiscito sobre listas globales y su número 1. ¿Está usted de acuerdo en que siga gobernando Pedro Sánchez, con una coalición inconfesable, ya veremos cuál, o prefiere que lo haga Feijóo, inevitablemente con Vox? ¿Quiere usted que siga mandando en la Comunitat Valenciana el tripartido de izquierdas o prefiere que vuelva el PP, con apoyo de Vox? Los programas se han vuelto casi irrelevantes, expuestos a «cambios de opinión» incontrolados. A eso se reduce en último término nuestra ceremonia electoral. ¿Quién conoce más de tres nombres de la lista que introduce en la urna? La democracia no consiste solo en votar, como bien explicaba Pettit, uno de los inspiradores teóricos de R. Zapatero. Consiste también en responder a las críticas ante los electores, la oposición y una prensa notoriamente más independiente. En presentar a pública discusión proyectos que resuelvan problemas, como el de las avenidas de Valencia. Estamos inmersos en una democracia más plebiscitaria que representativa, que, además, la mayoría Frankenstein está convirtiendo en un sistema iliberal, que desactiva los mecanismos de control del gobierno.
La masacre de Atocha produjo un cambio de gobierno. La de Paiporta, Chiva y demás localidades hundidas en el luto y el barro ha causado, de momento, un número similar de víctimas y una pérdida colosal, incomparable, de bienes privados, negocios, casas, vehículos y todos los enseres personales. Es imposible ser valenciano y no conocer a nadie en esa situación. Solo profilácticamente, deberían producirse, no uno, sino dos cambios de gobierno. Mazón y Sánchez han perdido, ambos, la legitimidad de ejercicio. Deberían, de forma ordenada buscar sucesor, aunque sea dentro de su propio partido. Cambiar de presidente, ¿para qué? ¿Puede la tragedia de Valencia despertarnos y promover un cambio de rumbo en el sistema político? Propongo (soñar es libre) que se forme un gobierno de concentración, perfectamente acorde con los resultados del 23-J, con apoyo PSOE-PP, que intervenga en la catástrofe con algún grado de eficacia para aminorarla, con capacidad y liderazgo para movilizar a la población y al capital, público y privado; un gobierno que pacifique la división de bloques; que convoque, como sucedió en la Transición, un proceso participativo que ayude a repensar este país, con las mejores energías de la sociedad civil, profesionales, profesores de universidad y empresarios. Una nueva
mayoría parlamentaria que cambie el sistema electoral y la legislación para que la democracia sea, con arreglo a su esencia, el gobierno de las mayorías, no el fruto de pactos palaciegos hurtados al cuerpo electoral, donde las minorías ejercen un poder desproporcionado y a veces destructivo de la comunidad política. Quiero pensar que el Rey, tras la catástrofe de Valencia y el choque de realidad de Paiporta, está legitimado, por la función arbitral que la Constitución le encomienda, para convocar a los partidos del arco parlamentario -los que quieran acudir, que no son tantos- y, cuando menos, ponerles deberes, instarles al diálogo y a la reflexión.