El Debate de las Ideas
Una aproximación al pensamiento de Dalmacio Negro
En el pensamiento de Negro, el concepto de «tradición liberal» es una corriente profunda que toma su origen de fuentes antiguas y que, con el tiempo, ha adquirido márgenes muy anchos
Intentar exponer el pensamiento de otro siempre es una operación de alto riesgo. Pero cuando además ese pensamiento que se intenta exponer es el de alguien cuya erudición e inteligencia sobrepasa con mucho a las de aquel que intenta exponerlo todo apunta a que ese intento está abocado al fracaso. Pero ¿no es acaso esa mi situación cuando yo mismo he señalado recientemente que Dalmacio Negro es el pensador político más importante de España de las últimas décadas? Las posibilidades, pues, de que mis palabras no hagan, sino empobrecer su rico pensamiento político son más que altas. A ello se añade, además, la inevitable subjetividad con que se acoge un pensamiento que no es el propio, pues como asevera el viejo principio escolástico, las cosas se reciben según la forma y manera del receptor (ad modum recipientis recipitur). Lo aprendido del maestro siempre estará definido por las condiciones vitales e intelectuales del discípulo, sean estas las que fueren. Recuerdo bien cómo el propio Dalmacio Negro repetía aquello de que Marx no era marxista, aludiendo con ello a que un pensamiento vulgarizado por los seguidores siempre desvirtúa, en mayor o menor medida, el genuino pensamiento de un autor cuando este es realmente original. Llegados a este punto, ¿qué toca concluir?, ¿acaso que se debe callar y dejar de intentar comunicar la riqueza de un pensamiento como el de Negro, justo en una época de máxima pobreza en España de un pensamiento verdaderamente político, cuando tanto bien haría que este fuese difundido y comunicado? En fin, una auténtica aporía. Pero llegados aquí, toca romper el nudo gordiano y con toda precaución señalaré lo que a mi juicio son algunas de las claves interpretativas del pensamiento de Negro. Y ello en torno a dos conceptos sobre los que en mi opinión ha discurrido su pensamiento y que fueron paradigmáticamente expresados en su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, más tarde editado en forma de libro: La tradición liberal y el Estado.
En el pensamiento de Negro, el concepto de «tradición liberal» es una corriente profunda que toma su origen de fuentes antiguas y que, con el tiempo, ha adquirido márgenes muy anchos. Un discurrir de pensamiento en la historia de Occidente que en el orden del tiempo va desde Platón a Hegel, y de este a Carl Schmitt. Un curso histórico al que se le ha ido incorporando el caudal de innúmeros afluentes, muy diversos entre sí, como el Tomismo, la Ilustración escocesa y el empirismo inglés, o la Escuela Austriaca de Economía. Como lo son igualmente toda la tradición de pensamiento conservador europeo, desde Burke y Tocqueville hasta un Michel Oakeshott o un Bertrand de Jouvenel. Todo ello sin olvidar los afluentes patrios, pues en esa Gran Tradición Liberal, o de la Libertad, vierten sus aguas la Escuela Española de Derecho Natural y la Escuela Tradicionalista y el Carlismo. Tradiciones de pensamiento a la que habría que añadir la más estrictamente liberal-conservadora española del XIX y la de los pensadores encuadrados en el antiguo Instituto de Estudios Políticos, ya en pleno siglo XX. Se trata, sin duda, de una anchura de márgenes que sorprenderá a más de uno. Sucede que uno de los rasgos más notorios de Negro se halla en no asumir fácilmente pensamientos-clichés sobre los grandes pensadores, de un lado; y, de otro, eludir un pensamiento estrecho y no liberal, en el sentido más genuino de la palabra, sin que eso le supusiera caer en un vulgar eclecticismo. Y es curioso señalar que es sobre todo en este aspecto donde en Dalmacio Negro, persona y pensamiento coinciden. Liberal con las ideas, lo fue igualmente con las personas. Ahora bien, si tan anchos son estos márgenes que incluyen a autores tan heterogéneos e incluso muchos de ellos tenidos tradicionalmente como iliberales cuando no por antiliberales, ¿qué queda fuera de la «tradición liberal»? Esta es sin duda una pregunta importante. Y, sin embargo, la respuesta es sencilla: queda fuera toda forma de pensamiento utópico, o lo que, en términos del propio Negro denominaba el modo de pensar ideológico. Queda excluida esa forma de pensamiento que se cree con el poder de transformar la realidad, ya sea esta en sus dimensiones más sociales y políticas o en las más propiamente humanas y personales. Y aquí su obra más paradigmática es El mito del hombre nuevo. Por el contrario, todo autor que intenta o ha intentado atenerse a lo real existente con cierta inteligencia tiene, a su juicio, algo inteligente qué decir y merece, por eso mismo, ser escuchado. Naturalmente de esta atención a lo real surgirá una pluralidad cromática de interpretaciones y acentos. Pero todas ellas poseerán algo de razón en tanto participen de una priorización epistemológica de lo real existente sobre lo irreal inexistente. Lo que rechazó siempre Negro fueron todas aquellas construcciones mentales irreales y, por ello mismo, irrealizables, ya procediesen estas de una prometeica voluntad de poder o de una ensoñación romántica transformadora de la condición humana, o de una mezcla de ambas. Por el contrario, todos aquellos que han pensado a partir de lo real existente y han intentado atenerse a ello, con independencia y más allá de sus logros, son dignos de atención y estudio, pues todos ellos incrementan el caudal de la gran Tradición de pensamiento occidental. Porque todos, en cuanto pensadores realistas, habrán señalado algo que merece la pena ser considerado y, en su caso, recuperado. No así el pensamiento utópico en tanto que utópico, por cuanto su premisa o punto de partida se halla precisamente en un arrogante desprecio por lo real. ¿Coincide este pensamiento realista con un pensamiento de «derecha»? No parece, desde luego, nada forzado responder con una afirmativa a esta pregunta. Y lo contrario, ¿es el pensamiento utópico, izquierdista por definición? Esa es nuestra idea. En todo caso, existiría, para nuestro autor, una secreta correspondencia entre la tradición (liberal) del gobierno limitado y la tradición de pensamiento limitado (por lo real existente).
Toca ahora hacer alguna observación sobre la segunda gran categoría señalada al principio, la del Estado. Dos escritos parecen haber tenido una especial relevancia en el pensamiento de Negro respecto de esta cuestión. El primero de ellos se corresponde con un artículo de Carl Schmitt que data de 1937, y que lleva por título El Estado como mecanismo en Hobbes y en Descartes. El segundo, más reciente, es obra del jurista-político español Álvaro d´Ors y se titula Sobre el no estatismo en Roma, y es de 1963. Intentaremos apuntar algunas claves partiendo de uno y de otro, comenzando por este último.
Las dos grandes categorías que nos ha legado el pensamiento político de Roma son las de Populus y la de Ius. Respecto de la primera de ellas, lo que conviene aclarar, antes de cualquier otra consideración, es que «Pueblo» no equivale a «Población». En España, por ejemplo, no deja de crecer su Población, y, sin embargo, el Pueblo no deja de menguar. Población posee un carácter cuantitativo, estadístico. Nos habla de números. Pueblo, en cambio, nos habla de comunidad, de vidas entretejidas, de vecindad y de historias compartidas, de mayores y de tradiciones. Un Pueblo, dirá Cicerón, es una pluralidad devenida en unidad por obra del Derecho. Pero de un Derecho entretejido de costumbres (Mores maoirum) que nacen y se conservan con el culto y reverencia debida a los dioses (Fas) y fijadas sobre un puñado de Leges fundamentales que delimitan y ordenan un espacio y un tiempo genuinamente romanos. De modo que, desde una perspectiva romana, el Ius unido al Fas, la Lex y el Mos constituyen las cuatro columnas o puntos cardinales sobre los que descansa la existencia de un Populus. De este Pueblo constituido por el Derecho derivará, a su vez, la existencia de cosas que no son de este o de aquel particular, sino que pertenecerán al Pueblo en cuanto tal, cosas que se constituirán en «cosa del Pueblo», esto es, en una Res publica. A este respecto, Negro siempre retuvo la idea apuntada por d´Ors de la prioridad en Roma del cives sobre la civitas, a diferencia de Grecia donde el término polites era el derivado y el término Polis era el término raíz. Así, pues, solo puede haber República cuando existe un Pueblo jurídicamente vertebrado, pero donde el Derecho descansa sobre la Costumbre, la Ley y la Religión, de modo que estas cuatro categorías conforman un todo inextricable. Un pensamiento iuscéntrico que dominará igualmente el pensamiento medieval. Con el Estado, en cambio, tal y como nos enseña Negro, el Derecho es sustituido por la «Legislación», esto es, por un conjunto de órdenes y reglamentaciones coactivas que proceden de una instancia extrínseca a la Sociedad, y cuya finalidad es proporcionarle a esta una «ordenación» de la que en principio carece. De este modo, la moderna idea de «Estado de derecho» no deja de tergiversar el legado de la tradición, por cuanto el Estado se somete al Derecho, sí, pero a un Derecho —en realidad, legislación— que él mismo crea a voluntad. Asumido que la Sociedad no es más que un agregado de individuos que ocupan un espacio —convertido ahora en no-lugar, en términos de Marc Augé— y que son mera «Población», el Estado, al modo del Dios voluntarista de Ockham, crea un orden artificioso y voluntarista para que esa masa amorfa y maleable a la que se ha convenido en llamar «la Sociedad», categoría abstracta y descolorida, posea un orden específico interno que le sea propio. Podría decirse, por tanto, que el paso de Pueblo a Sociedad significa pasar de algo que viene definido por un endoesqueleto político-jurídico a otra cosa que se define por haber sido dotado de un exoesqueleto estatal.
Si el Pueblo es sustituido por la Población, en estrecha analogía la Nación histórica será sustituida, por obra del Estado, por la Nación política. Idea de Nación, la política, definida desde la Revolución francesa como un conjunto abstracto de «ciudadanos libres e iguales». Es decir, por un conjunto de individuos sin más atributos que una libertad e igualdad formales, pero carente de historia, de tradición y de jerarquías. Una Nación así concebida, liberada de la tradición, ciertamente se halla en condición de poder autodeterminarse en todo momento, adquiriendo con ello un sedicente «poder constituyente», como si toda Nación por el mero de existir no estuviera ya constituida. En coherencia con esto, nunca creyó Dalmacio Negro en el llamado patriotismo constitucional, una categoría, más bien un eslogan, que a su juicio no pasaba de ser una parodia desvaída y sin vitalidad del verdadero patriotismo, una parodia en realidad incapaz de movilizar seriamente a nadie.
Se trata de una impotencia para el sacrificio que se esclarece cuando se considera que el Estado es rival de lo Sagrado y, en última instancia, de la Iglesia. Una rivalidad que lejos de ser un misterio se comprende fácilmente por cuanto la estatalidad se despliega históricamente como respuesta racional al conflicto suscitado por la Reforma protestante, y la necesidad sentida por las naciones europeas de encontrar un poder erigido por encima de las diversas facciones confesionales en conflicto (Carl Schmitt). Fue justamente su capacidad mostrada para neutralizar la guerra civil religiosa, la que hizo del Estado el gran triunfador histórico sobre la Religión. Desde ese momento, se entendió que la fe en un Poder trascedente y sobrehumano, lejos de ser causa de unidad y concordia para los pueblos, como siempre se había considerado, pasó a ser vista con sospecha. La fe se comenzó a considerar como una fuente de división y conflicto, pues se interpretó que esta había llevado a las sociedades europeas a un grado de discordia, odio y enfrentamiento como no se había conocido hasta entonces. Y por eso la fe, ahora, debía pasar a un ámbito privado sin consecuencias sociales o políticas, como condición indispensable para la paz social. Una paz que se convirtió en el gran objetivo del Estado. Pero esto solo fue un primer paso. Junto a las confesiones religiosas en conflicto, el Estado procedió a desarmar y someter todo otro poder social que pudiera desafiarle, monopolizando para sí tanto la fuerza militar o de policía como el poder de obtener recursos directamente de los ciudadanos, sin tener que pasar por los tradicionales poderes intermedios, ya fuesen estos, poderes estamentales o comunales. A este poder único e incontestable Bodino le puso el nombre de Soberanía. Que el Estado, con el sometimiento, absorción o neutralización de todos los poderes tradicionales —pero muy especialmente de la auctoritas de la Iglesia— era incompatible con la tradición política de la libertad, propia de Occidente, era algo que a Dalmacio Negro no le ofrecía ninguna duda. Sin embargo, de ahí nunca dedujo que lo deseable fuese una supresión del Estado sin más, si es que ello fuera posible. El Estado ha cumplido —¿la cuestión es si la cumple ahora?— una función histórica innegable. Lo que propuso, y nos propuso a quienes atendíamos a su magisterio, fue su cabal comprensión. Lo que de ninguna manera resulta obvio. Si bien no deja de ser cierto, que un fenómeno social o político solo se vuelve enteramente inteligible cuando de hecho se ha cerrado su ciclo histórico.