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El catedrático emérito  de Filosofía del Derecho de ha sido reconocido por su dilatada trayectoria

El catedrático emérito de Filosofía del Derecho de ha sido reconocido por su dilatada trayectoriaUSP CEU

El Debate de las Ideas

Debemos a Dalmacio Negro

Hay que dejar de llorar y quejarse. No queda tiempo para memes ni chascarrillos que difracten nuestra energía

«Hay que hacer política». España necesita política, una política grande, nacionalizadora, en el sentido de Costa, Maeztu, Ortega y Gasset y José Antonio, compatriotas a quienes, junto a otros ingenios desparejos posteriores, tanto debe, aún hoy, la persistencia de una idea inteligible de España. Hay que dejar de llorar y quejarse. No queda tiempo para memes ni chascarrillos que difracten nuestra energía. Es hora de apretar los dientes, como decía Giménez Caballero, embocando ya la república, después de su viaje imperial por Europa de finales de los años veinte. La España que hoy nos duele no es muy diferente a aquella contra la cual, distinta, sí, pero la misma, fulmina Costa su conferencia del 3 de enero de 1900 en el Círculo Mercantil de Madrid: España, nación de eunucos, «que le piden el hijo, y lo da; que le roban el voto, y lo aguanta; que le quitan la finca, y se deja; que le ponen sobre los lomos la inmensa carga de parásitos, y la lleva mansamente como caballo de simón; que le dan una administración africana a precio de europea, y la toma; que le mandan los mismos que la privaron de Patria, y obedece».

En 2025, a pesar del efecto galvanizador que sobre la idea de España y nuestro problematismo español o, más bien, sobre la hispanidad o lo hispánico han tenido estos últimos años el cine documental de López Linares, la pintura de Ferrer-Dalmau, la noble divulgación histórica de Roca Barea, el ensayismo político de Ortí Bordás o el columnismo literario superior de Ruiz Quintano o Hughes, no es difícil seguir reconociéndose en aquella España humillada que se caía a trozos, despojada de todo en nuestro siglo horrible, el XIX, al que el nuestro empieza a parecerse mucho ya («España, objeto de la política internacional»). ¿Pasadismo, «amor amargo», cansera? Tal vez. Sin embargo, antes de que una generación entera de españoles, partida en dos por la Guerra Civil, se estampillara con el «Amamos a España porque no nos gusta», Ramón y Cajal se anticipa a todos los que en el siglo XX han querido a España con voluntad de perfección: se respeta y admira a la patria por sus buenas cualidades, pero solo se la ama por algunos de sus defectos. No es nueva, pues, esta actitud, en la que encuentro un saludable y deportivo sesgo generacional.

Los días posteriores a la muerte y exequias de Joaquín Costa (8 de febrero de 1911), toma la palabra en El Heraldo de Madrid Ramiro de Maeztu. Entonces da a los tórculos una serie titulada «Debemos a Costa», recogida el mismo año en un pequeño libro. Debemos a Costa los españoles «la escuela y la despensa como métodos, Europa como ideal». Pero, sobre todo, afirma Maeztu, «la posibilidad de un patriotismo popular». Eso es la vida toda de Costa, el contenido de su predicación política, su evangelio, su secreto anhelo intelectual. La desaparición de Costa excita automáticamente la pluma de los mejores españoles (Ortega se encara con «La herencia viva de Costa») y, como puede verse en las primeras planas de los diarios y en los folletones periodísticos del momento, esa muerte agita la opinión política y remueve la pesadumbre popular. ¿Qué buen español no querría ver empinarse a España?

También estos últimos días posteriores al 23 de diciembre, sobre el paisaje de nuestra España mansa «como caballo de simón» y políticamente enervada, arrasada por la corrupción —la «gasolina de la democracia» solía decir Aquilino Duque—, conocida la muerte de Dalmacio Negro, han aparecido aquí y allá, particularmente en la prensa digital, dos veces efímera, numerosos obituarios y artículos memoriales recordando al hombre y perfilando su pensamiento político. Veinte o treinta. Anticipos de otros futuros más reposados. Un observador extranjero —si es que a un chileno se le puede llamar forastero en España— me ha hecho ver lo inaudito del caso, tratándose de un solitario de la cátedra, de un profesor que, como don Dalmacio, siempre ocupó, por voluntad propia, una posición excéntrica. Lo excéntrico, según el diccionario de la Real Academia, es lo raro y extravagante. No era este su caso, sino, más bien, lo que en la segunda acepción de la misma voz se define como aquello «que está fuera del centro, o que tiene un centro diferente».

En efecto, el «centro» de don Dalmacio era diferente al del resto de intelectuales políticos o políticos intelectuales que saturan nuestra vida pública, nos fatigan y aún nos aburren, plomos genuinos cuyo parloteo envuelve a la nación, a la que imponen su venal compaña, pero a la que no sacan luego de su soledad. El lugar de ese «centro» es algo que solo la muerte puede revelar; acaso ahora podremos conocer verdaderamente y en profundidad, con la relectura de su obra, al autor de El mito del hombre nuevo. El «centro» dalmaciano hubo quien lo despreció, considerándolo marginal, a principios de los años noventa. Sin embargo, los frutos de una dedicación incansable y el cultivo de lo aparentemente inactual —las «formas políticas», una rareza de la academia española—, han colocado a los detractores de don Dalmacio fuera de todo margen. Sin pretenderlo él, pues nunca dedicó ni un minuto de su tiempo a estas maniobras.

Desvelado el «centro» políticamente irradiante, como si hubiera cambiado el campo de fuerzas de la noche a la mañana, salieron casi todos los actores del encuadre, centrifugados. Estos recibieron los premios y los gajes políticos, la dirección de los grandes institutos científicos nacionales, una vida muelle de mandarín socialista (o socialpepero), de burócrata maniobrero de la cultura. En otros términos: el espaldarazo… del mismo sistema que les ha consumido como intelectuales orgánicos y ahora les empuja a toda prisa al olvido. Querían ser, ser algo, alguien, pero sin gasto. Ministros o ministrables, florones del sistema; aunque se hubieran conformado con cualquier cosita brillosa, con la calderilla del régimen, con la precepción y el regimiento de príncipes, con marquesados siderales o con los Premios Nacionales… En 1985 vi yo deambular el ectoplasma de un héroe nacional cubano, el doble medallista olímpico en Montreal 76, Alberto Juantorena, en una recepción de la dictadura en el palacio de la Revolución de La Habana… Pues algo así de gastado, lo de esa gente, pero en la España del socialfelipismo fijada literariamente por Francisco Umbral.

Y no puede ser. Sin el esfuerzo y el sacrificio no puede ser. No puede ser Cervantes sin el cautiverio de Argel y no puede ser la Arendt sin la persecución y el exilio. La vía del dolor tiene muchos nombres: la Verdad, insoportable siempre, es el primero; la soledad, sin ser tan extremosa como el dosier de la «Oficina Rosenberg» contra Schmitt, es también uno de ellos. ¡Qué melancolía! Los hombres de estas promociones en pelota del régimen han de ver ahora menguar su «prestigio». En un contexto equivalente de «circulación de las élites», describía lúcidamente una situación terrible el excomunista anticomunista italiano Ignazio Silone: «Se creen a la vanguardia de la historia, pero son moscas en un coche fúnebre».

El «centro» dalmaciano está en lo político. Es su magisterio público (la «cátedra de don Luis», como él llamaba a su cátedra complutense; la cátedra del CEU; el sillón de la Academia) y privado (cuatro décadas de seminario particular), lo que ha hecho vibrar en nuestra conciencia de españoles «lo político». Tiempo habrá para las bibliografías y los exhaustivos inventarios de sus conceptos para una España futura, más España y mejor que esta, que se presiente ya cercana, en medio de tantos peligros. Los que se crían en medio de la estupidez y la debilidad de nuestra clase dirigente. Bastaría ahora, para no perder el rumbo, recordar por encima, levemente, lo que debemos a Dalmacio Negro.

Debemos a Dalmacio Negro no una doctrina política, sino un magisterio. Un magisterio más espiritual, incluso que historiográfico o filosófico. Nos ha enseñado a mirar, ha educado nuestro ojo clínico-político (farmacológico), permaneciendo siempre, como recuerda Carlo Gambescia, «a guardia dei fatti», ojo avizor. Su vis docente era extraordinaria. Todo en él, hasta ciertos pequeños gestos, era «enseñanza» e inconsciente ejemplaridad, pues en eso consistía su vocación. No era un profesor mercenario e interesado, sino antiutilitario y desprendido en el que magisterio y amistad se manifestaban, muy pronto, como las dos caras de una misma realidad: la del efusivo amor por la verdad.

Don Dalmacio no llevaba constituciones en el bolsillo para explicarlas a sus adeptos, sino que tenía una biblioteca y una crestomatía en su cabeza para estimular e inspirar a sus estudiantes. El Profesor, como le llaman sus alumnos, tengan estos veinte años o sesenta, predica en despoblado mucho tiempo, en la destartalada Facultad de Ciencias Políticas y Sociología complutense de la Ciudad Universitaria. Eso fue casi antes del principio, desde 1985. Pero es entonces cuando este hombre, que conoce, edita y traduce a los clásicos políticos con los ojos cerrados, empieza a carburar políticamente. Ha cumplido ya los cincuenta y solo a esa edad, como nos ha dicho en ocasiones, algo se empieza a columbrar. Pues en política hace falta tiempo y experiencia de la vida para ver el reflejo de la sombra de algo que no sabemos si queda o pasa. Un detalle accesorio: don Dalmacio llega a la cátedra con 54 tacos y en una oposición muy reñida; los socialistas de entonces, en cambio, se las rifan y, a muchos que frisan en la treintena, les caen, las cátedras, en concursos berlanguianos.

El año 1995, aunque el Profesor todavía no lo sabe, signa su superioridad intelectual en la magmática derecha española, alérgica a las ideas... propias. Una «derecha» que prefiere extranjerizar, como los liberalios. Tienen dinero para financiar seminarios e institutos políticos, pero nunca se les ocurre nada: solo saben empezar por John Locke. El ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas no es un accidente, pues está detrás otra gran inteligencia política española, Gonzalo Fernández de la Mora. Otro espíritu egregio marcado por el «No», como Antonio Maura, cancelado por una estúpida «Enmienda a la Totalidad» que ha de volverse contra sus censores.

Con su discurso de ingreso, La tradición liberal y el Estado, despunta el Profesor en su faceta más popular: nos habla, en este orden, de lo político, de la política, del Estado y del liberalismo político, pues no todo liberalismo lo es. Con ello ha transformado nuestras ideas y el contenido de nuestras discusiones públicas. Poco a poco se imponen sus conceptos, reconociendo, eventualmente, ciertos derechos de primogenitura: la distinción entre lo político y el Estado (Carl Schmitt), la distinción entre lo político y la política (Julien Freund) y la distinción entre gobierno y Estado (la más suya de todas).

Desde entonces se ensancha el interés por su obra, desarrollada internamente, según sus propios supuestos por el Profesor y sin interferencias de modas académicas. Pero no solo en España o Hispanoamérica, donde la Universidad Francisco Marroquín funge, ciertamente, como adelantada de los estudios dalmacianos, sino también fuera de la iberosfera. En Italia, el historiador de las religiones Aldo La Fata se ocupó de la traducción y edición de Il dio mortale (Il Foglio 2014), una versión ampliada de Gobierno y Estado. En Francia, por su parte, ha sido Arnaud Imatz, valedor literario en su patria de muchos amigos españoles, quien ha hecho posible la publicación de La loi de fer de l’oligarchie (L’Artilleur 2019). Está en producción en los Estados Unidos una compacta antología curada por Tony Spanakos, profesor de Ciencia Política, para las prensas de la Universidad de Notre Dame, traducción que, por fortuna, don Dalmacio tuvo ocasión de revisar en el otoño pasado.

A pesar de todo, no hay una escuela dalmaciana, salvo que por ello entendamos un modo de pensar político... lo que remite entonces a una estirpe, a una línea inextinguible, a la del «realismo político». Dicho por el Profesor, que considera que las escuelas, como las generaciones, son meras simplificaciones utilitarias de la realidad histórica, no se trata de una pose. No es su humildad lo que le dicta renegar de toda escuela; su actitud, más bien, es consecuencia lógica del concepto que don Dalmacio tiene de sí mismo: el de «transmisor» de la doctrina de sus maestros. Lo dijo él públicamente, sin afectación o falsa modestia, con toda la naturalidad del mundo, en la presentación del Liber amicorum que sus alumnos le ofrecieron por su nonagésimo aniversario (Pensar el Estado: Dalmacio Negro. La política de los hechos y la política de la libertad, 2022).

Sin «escuela» y sin «maestro» en un sentido escolástico, tampoco puede haber discípulos en un sentido convencional. Por tanto, tampoco hay jerarquía. Ni espíritu sectario. Ni «interpretaciones» ni exégesis auténticas.

El pensamiento político de don Dalmacio es patrimonio nacional, pues su obra, como la de otros pensadores políticos españoles, mayores o menores, cercanos o remotos, participa de la sustancia clásica. Por eso, dentro de la tristeza que hemos experimentado estos últimos días, le despedimos del siglo, confiados en la resurrección, en alegre y esperanzada desbandada todos, amigos, lectores y alumnos: los de las primeras horas con los de las últimas, incluso con los de la hora postrera (acabamos de conocer el hermoso testimonio de Esperanza Ruiz). Pues a todos les dio don Dalmacio, generosamente y sin reservas, su amistad y su tiempo, «incipiens a novissimis usque ad primos» (Mt 20,8).

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