El barbero del rey de Suecia
Contra el hierro, la virtud
Esta «ley de hierro» es un concepto central en la teoría política que sostiene que, en cualquier grupo humano, manda inevitablemente una mínima élite
Dalmacio Negro Pavón (1931-2024) nos legó La ley de hierro de la oligarquía (2015), un brevísimo tratado de primeros auxilios. Esta «ley de hierro» es un concepto central en la teoría política que sostiene que, en cualquier grupo humano, manda inevitablemente una mínima élite. «Quien habla de organización, habla de oligarquía», advertía Robert Michels en 1911. Lo explica Negro: «El poder recae siempre en manos de una pequeña minoría fuertemente organizada e integrada exclusivamente por sujetos individuales o, todo lo más, por pequeños grupos. En esto estriba precisamente la clave última de su superioridad, la razón de su éxito, el secreto que le permite habitualmente imponerse con asombrosa facilidad».
Este fenómeno se manifiesta independientemente de las épocas, los continentes y la forma de gobierno, y no debe interpretarse como una condena, sino como un diagnóstico objetivo. Es inevitable, porque brota de la naturaleza humana y por las condiciones pragmáticas de gobierno. La democracia no es una excepción, aunque «inmaterializa el despotismo», como avisó Tocqueville, y la partitocracia lo eleva a su enésima potencia invisibilizada. Dalmacio Negro solo se explica «la sacralización contemporánea de la democracia —su transformación en una religión—» por «la escasa atención explícita que se presta a esta ley». Estudiarla supone, pues, vacunarnos de panfilismo.
El libro es breve como la punta de un iceberg. Por debajo, nos muestra las raíces históricas de la ley de hierro, desde la Polis griega hasta el Estado moderno, denunciando con gran tino la quiebra esencial que supusieron las monarquías absolutas. Despliega un ligeramente desordenado arsenal de citas y de referencias. Normal que tenga tantos discípulos o seguidores o admiradores, porque, más que un cuerpo cerrado de doctrina abre el campo para las investigaciones a base de sugerencias y esclarecimientos.
Domingo González, agudo lector de Negro, gusta de citar a Charles Maurras: «La desesperación, en política, es una soberana estupidez». La ley de hierro de la oligarquía disecciona el mecanismo, pero para salvarnos de él, en la medida de lo posible, al modo de lo que hace René Girard con el chivo expiatorio. Para Negro, la vigilancia y una comprensión cabal de la naturaleza humana son esenciales para preservar la libertad: «Si la política ha de ser verdaderamente democrática, la ley de hierro es la cuestión central», determina. Con ello, nos convoca a un esfuerzo constante para limitar y controlar la inevitable atracción del poder a concentrarse y a la degeneración (anaciclosis) en pos de los intereses más egoístas de permanencia en el poder y enriquecimiento personal.
Un hilo de esperanza recorre el libro. Hay diversas maneras de embridar las oligarquías. Primero, las organizativas o políticas, que siempre pasan por la separación de poderes. Ya sea por distinguir entre auctoritas y potestas; o «la forma mixta [de constitución, que] era para los griegos el equivalente a la moderna división de poderes»; o la misma división de poderes de Montesquieu, en efecto; o la separación del Estado y la Iglesia, si esta conservase su fuerza moral, esto es, de nuevo, su auctoritas. Desde la sociedad, hay un segundo grupo de diques a la oligarquía de hierro: la familia (por eso la odia todo totalitarismo), la propiedad (ídem), el principio de subsidiaridad (ídem) y la virtud individual, que convierte a cada individuo en un señor de su alma, en un capitán de su destino, con su propia soberanía en los seis pies de su alma, en los que no manda ni canciller ni nadie.
La tercera barrera es moral y transversal a las anteriores. Aunque la ley de hierro sea inexorable, es posible aspirar a una oligarquía de acero inoxidable, es decir, aristocrática, esto es, caracterizada por la virtud individual de sus miembros, su vocación de servicio, su coraje, su respeto a las formas y su prudencia. «La política auténtica tiene que ser una combinación de moralidad y poder», propone Negro Pavón, apoyándose en E. H. Carr. Renunciar al êthos de la política supone, en la práctica, dejarla en manos de los peores.
El lector de Dalmacio Negro comprende, con gratitud, que frente al enrichissez-vous! (¡enriqueceos!) de Guizot, que despojó de moral y sentido del deber a la vida pública y privada, la respuesta debe ser ennoblissez-vous (¡ennobleceos!), aplicado personalmente y en familias y en cada grupo o asociación. En el fondo, no hay otra manera de mantener la libertad frente al hierro de las oligarquías.
Aquí algunas esquirlas de este ensayo breve e inagotable:
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Sin libertad política no existe la Política.
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La realidad política es de suyo polémica y el verdadero pensamiento político no es científico en tanto que discurre en plena beligerancia.
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La opinión de cada individuo es una mezcla confusa de ideas-creencia, ideas-ocurrencia, necesidades, pasiones, sentimientos, emociones, deseos miméticos e intereses, con frecuencia contradictorios o, por lo menos, contrarios.
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[Tocqueville:] «El apego que uno tiene por el poder absoluto es directamente proporcional al desprecio que siente por sus conciudadanos».
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[Un dictum de Carl Schmitt contra la excesiva teorización de la política:] En política, «quien escribe se proscribe». [Que podría complementarse con otro dictum más gramsciano: «En cultura, quien escribe, prescribe»; y así daríamos a cada uno lo suyo.]
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[Joseph Ratzinger:] «La fe cristiana ha destruido el mito del Estado divinizado, el mito del Estado paraíso y de la sociedad sin dominación ni poder. En su lugar ha implantado el realismo de la razón». [Cuando a menudo nos quejamos de la cristianofobia de las democracias occidentales, olvidamos esta rivalidad original entre el cristianismo y las utopías y las demagogias.]
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Leo Strauss diría, seguramente, que la incapacidad de comprender el pensamiento antiguo –o la falta de atención al mismo– constituye una causa principal del desconcierto del pensamiento político.
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La moderación es la virtud que atribuía Montesquieu a los regímenes aristocráticos.
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Pareto era muy duro con la socialdemocracia que, como indica su nombre, pretende monopolizar la democracia. En su opinión, […] los líderes socialistas italianos eran «una aristocracia de bandidos».
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Hegel definía el fanatismo como «la anulación de toda diferencia».
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La democracia no favorece solo el protagonismo político de los mediocres, sino el de los temerarios, resentidos, ignorantes, tontos, dementes y tarados, desalmados, etc.
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Mandar políticamente consiste [debe consistir] en servir al pueblo, no en dominarle, entremeterse en su vida normal o natural o explotarle; y obedecer consiste en cooperar con el poder con confianza, lealmente —de acuerdo con la ley—, sin servilismo.
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El objetivo teórico de la democracia es la desinmanentización de la oligarquía, aunque, en la práctica podrá solo contenerla o disminuirla en la medida en que sea efectiva la libertad política.
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La oligarquía es aceptable mientras no rebase los límites, ciertamente imprecisos, de lo tolerable según el êthos; depende del estado de las virtudes.
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«Lo cierto es —decía Francisco Javier Conde en 1952— que uno de los instrumentos más manejables es el hombre mismo. La prensa, la radio, la televisión, la maquinaria de los partidos las drogas, el ejército, la fábrica, el cine [no existía todavía internet], son instrumentos con los que el hombre ejerce poder sobre los demás. Es una nueva manera de apoderamiento».
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El aburrimiento, cuya gran fuerza histórica suele pasarse por alto.
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El pacifismo democrático es siempre contra algo o alguien, como se ve paladinamente todos los días.
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El pensamiento utópico es un modo de pensamiento de muy mal gusto, decía Jouvenel, puesto que elude la realidad.
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Como la ley de hierro de la oligarquía es trascendente e inexorable al ser una ley de la naturaleza humana, los problemas políticos no tienen solución: solo cabe el compromiso. […] El compromiso no es el consenso político […], consiste en «una coordinación de moralidad y poder».