
Ramon Loureiro, periodista y escritor
'La bendición de las estrellas': vivir, soñar, acaso escribir
Ramón Loureiro presenta un hermoso diario que va de lo cotidiano a lo imaginario, entre Pla y Cunqueiro
Creo que solo hay una pregunta más importante y difícil de responder que ¿por qué escribir? Sería: ¿Por qué seguir escribiendo? Es relativamente sencillo encontrar pretextos para empezar a escribir, generalmente en la infancia o la adolescencia, cuando uno no entiende por qué lo hace ni le importa. Bioy Casares cuenta que comenzó a los diez años por enamorar a una prima. Me parece un motivo legítimo, el más loable. La cuestión es que, después de la prima, siguió adelante, hasta el mismo día de su muerte.

Sr. Scott (2024). 124 páginas
La bendición de las estrellas
Cada uno, si ya ha resuelto la cuestión primera (¿por qué escribir?), o al menos se ha hecho una idea vaga, tiene que buscar una excusa para la segunda (¿por qué seguir haciéndolo?). Dice Ramón Loureiro, al inicio de este diario: «No escribo esto solo por no dejar de escribir, aunque lo parezca». Después alega que la escritura es un escudo y un antídoto contra la muerte y que él no quiere estar muerto. Pero lo más convincente está al final, en la declaración que cierra el libro. Allí manifiesta su intención de seguir soñando y viviendo «hasta la última gota de tinta, hasta la última hoja del cuaderno».
En este último párrafo, vida, sueño y escritura se funden. Así que se escribe porque sí, como se vive, se escribe viviendo y soñando, porque no se sabe ser de otro modo. No hay mucha justificación, entre adultos funcionales, para seguir emborronando papeles. Pero ya que empiezas, sigues.
La bendición de las estrellas (Sr. Scott) es la constatación de que Ramón Loureiro (Fene, 1965) quiere seguir haciendo esas tres cosas: vivir, soñar y escribirlo. Es, además, un libro en el que se aferra a ello con nostalgia por el tiempo en que era más sencillo y melancolía por ver cada vez más cerca el acabarse de todo. A este veterano periodista –lleva décadas en La voz de Galicia– le gustan los deportes de fondo: el atletismo y el ciclismo, pero también aquellos en los que todo se juega en pocos centímetros, como el ajedrez. Y así es un poco el libro: de lo más cercano a lo más remoto.Este diario sin fechas es fácil de datar sin embargo. Sabemos que abarca del coronavirus hasta la última Eurocopa ganada por España, es decir, de 2020 a 2024. El autor se refiere a los sucesos del mundo (el volcán Cumbre Vieja, la guerra de Ucrania...) como si los observara desde muy lejos, como Montaigne desde la torre. En algunas entradas, lo que parece una noticia se escapa hacia una ensoñación: «La tempestad ha hecho que miles de palomas mensajeras se extraviasen en toda Europa. Y ahora aparecen en los lugares más insospechados».
Junto a lo general, lo concreto. La vida de un hombre de casi 60 años que trata de volver a correr tras, imaginamos, un problema de salud, sus paseos por la Última Bretaña, ese norte gallego que es el territorio del hombre y el escritor, el detallismo y el apego por un mundo que, en el siglo XXI, Loureiro mira con ojos de narrador antiguo, con Pla y Cunqueiro, reteniendo los olores y los colores que ya a lo mejor ni existen: «Por la tarde, paseando por la ciudad, vi palomares que no había visto nunca. El aire olía a pan, y naturalmente también un poco –ante según qué puertas– a laurel, a bolla de nata, a mermelada de naranja, a hierba de manzanilla y a chocolate recién hecho».
Lo que hace de Loureiro un paseador melancólico es su capacidad de ver lo imposible en las calles de hoy: el pasado, su infancia, su madre, los amigos idos... Y su necesidad de recurrir a lo fantástico y lo simbólico: Merlín, los Reyes Magos, las ballenas, los obispos, los hechos nunca vividos y que a lo mejor ni siquiera existieron. Dice el autor, paradójico, que recordar le ayuda a seguir viviendo, pero añade que también recuerda lo no vivido ni visto.
Premio Julio Camba de Periodismo, autor de una obra vasta en la que destaca Las galeras de Normandía, este escritor en gallego y español persiste en la escritura a través de este diario como ese personaje de Stevenson –seguramente lo estoy imaginando– que se sentaba en el acantilado a contar uno a uno los naufragios.