El Teatro Real se lanza a hacer caja con 'Rigoletto'
Un mes de representaciones, con tres repartos diferentes, de la temprana obra maestra de Verdi, llega por Navidad para nutrir las arcas del principal coliseo lírico madrileño
De Juanita Banana, por ejemplo, en la versión camp de Luis Aguilé, a Rigoletito, el sugerente danzón que interpretan Acerina y su danzonera, el tirón popular de la ópera que Verdi construyó sobre los mimbres de El rey se divierte de Víctor Hugo se mantiene intacto, acumulando todo tipo de versiones y referencias, traspasando las décadas sin quebrarse: ya solo le faltarían tres para cumplir un par de siglos desde su estreno veneciano. Y ahí sigue, tan fresca y lozana como el primer día. Su fortaleza es tal que algunos teatros, como el Real madrileño a partir del próximo 2 de noviembre, apelan a su gancho inmarcesible para enjugar las pérdidas acumuladas en la exploración de otros títulos con mucho menos tirón entre la audiencia.
A la hora de sanear la maltrecha caja, el riesgo queda aparcado hasta enero. Ponga un Rigoletto en su vida, o en su programación, y el público seguramente acudirá sin pensárselo mucho. Aunque esta vez el coste de las localidades actúe como muralla disuasoria (hasta 364 euros reclaman por una entrada del segundo reparto, los precios más elevados de Europa); los repartos no alcancen en todo su conjunto la máxima excelencia exigible, o la nueva producción confiada a Miguel del Arco resulte una incógnita que solo se desvelará, como la bondad de los melones, cuando por fin se conozcan sus entrañas.
Ya casi es Navidad. Volver a disfrutar con una de esas obras maestras imperecederas que permiten salir silbando a la calle, con el corazón en un puño si la faena se ha completado con acierto, quizá pueda justificar el dispendio. La vicepresidenta («¿dónde estás, dónde estás, Yolanda…?»), ya dijo en el debate de investidura que es necesario bajar esos precios, una supuesta prioridad para su recién estrenada parcela de gobierno. Es posible hacerlo, incluso elevando la calidad, pero este tipo de brindis al sol, que tan bien quedan expuestos desde una tribuna pública, al final suelen desvanecerse como brisa primaveral.
Como arrojarse a un río…
Zambullirse en Rigoletto, de la que casi todo el mundo podría hasta cantar su número más conocido, La donna è mobile (susceptible de cancelación en estos tiempos delirantes por el negativo retrato que ofrece de las féminas: «la mujer es voluble como pluma en el viento…»), es como hacerlo en el río, o en una de esas piscinas en las que Ned Merrilll (Burt Lancaster) trazaba su autodestructivo trayecto personal en la magnífica El Nadador. No hay pausa que valga.
Verdi, sabedor de que tenía entre manos una de su máximas creaciones, encarnada en la trágica figura del bufón, no da tregua al espectador, sumergiéndolo en un relato que parece cabalgar a toda velocidad, logrando casi por primera vez en su carrera la ansiada fluidez que huye de las pausas anquilosantes de la ópera más convencional para conformar un drama tenso y conciso dominado por la humanidad poliédrica del protagonista principal, ese Rigoletto cuyas múltiples aristas lo convierten en un personaje de dimensión shakespeariana, casi como un vulgar Rey Lear sin corona.
De hecho, los obligados lugares de estacionamiento fueron sugeridos por la tradición cultivada a través de los propios cantantes, a despecho del autor. Por Verdi, la acción no se detendría jamás, ni después de la mencionada «cancioncilla» del tenor, en el último acto. Pero en cierta ocasión a alguien se le ocurrió rematar la faena con un agudo no prescrito, convenientemente alargado, y poco a poco se le fueron sumando otros aditamentos con los que los intérpretes requieren el inaplazable favor del público, pero que tan poco gustan a los directores más defensores de la letra original, como Riccardo Muti. ¿Qué puede esperarse aquí de Nicola Luisotti, responsable musical de las funciones madrileñas de este título? Ya se verá, pero el italiano suele tener mucha manga ancha, a veces propiciando hasta bises nunca solicitados, como ocurrió en el último Nabucco.
Regreso sin el último grande, Leo Nucci
En el Real, ahora, no se podrá volver a disfrutar de Leo Nucci, que sin duda impondría la repetición de la conocida Vendetta (como ya hizo en varias ocasiones en este mismo teatro, la primera vez propiciando el primer bis de su era moderna). Pero al extraordinario barítono boloñés, ya retirado, se le toleraba todo porque él fue uno de los últimos verdaderamente grandes Rigolettos de la historia. Aquí podría haberse contado con uno de los mejores de la actualidad, el onubense Juan Jesús Rodríguez, que por razones ignotas parece tener restringida su presencia en el Real (con lo que solo el público sale perdiendo).
Pero en cambio se ha elegido a tres barítonos foráneos: el intachable Ludovic Tézier, un acreditado verdiano; su compatriota Etienne Dupuis, en principio demasiado ligero para la parte, y el norteamericano Quinn Kelsey, figura emergente del Metropolitan de Nueva York, aunque no siempre con el consenso de los aficionados más exigentes, que lo consideran un mero imitador (sin sus privilegiados medios) del gran Leonard Warren.
Warren, un coloso entre los barítonos que falleció en el escenario durante una función de otra ópera verdiana, La forza del destino, es considerado uno de los imprescindibles referentes históricos del bufón, como antes que él otro norteamericano, Lawrence Tibbet, y más adelante Cornel Macneill, cuya primera grabación del personaje es sencillamente insuperable. Los ha habido también magníficos en Europa durante el siglo XX, desde Tita Ruffo a Piero Cappucilli, e incluso españoles como Manuel Ausensi, Vicente Sardinero, Joan Pons y, más recientemente, Carlos Álvarez. Entre los germanos, Heinrich Schlusnus o Dietrich Fischer-Dieskau, este último «acunado» por la extraordinaria batuta de Rafael Kubelik en una grabación referencial, se ofrecen como representantes más que dignos.
Pero si el sello español ha quedado vinculado para siempre a esta ópera, en el terreno siempre opinable de las interpretaciones cimeras, se debe sobre todo al modélico duque de Mantua que interpretaba Alfredo Kraus, más aristócrata que libertino. En este caso, siempre suele olvidarse el linaje del alter ego de Rigoletto, que en realidad era un rey. En el drama original de Víctor Hugo, el protagonista capaz de violar a la hija de su bufón es nada menos que el Rey Francisco I de Francia. Sin embargo, la censura italiana, que no permitía el más leve ataque a la monarquía, provocó la conversión del licencioso rey en duque, al que Verdi regaló páginas de enorme brillo y dificultades que ponen a prueba a los más acreditados tenores. Dos por encima del resto: el canario Kraus, modelo de perfección en el fraseo y los acentos, y Luciano Pavarotti, cuya voz solar se plegaba como ninguna a la otra naturaleza, franca y extrovertida, del personaje.
El español Xabier Anduaga, al segundo reparto
En estas funciones madrileñas que se desarrollarán durante un mes entero, se ha incluido a uno de los más prometedores tenores de hoy, sobre todo después del resonante triunfo alcanzado en la reciente temporada del Met. Xabier Anduaga, tras haber logrado otro gran éxito en el coliseo madrileño con La Sonámbula –de hecho, si él no hubiese estado presente en este título solo se habría hablado de la otra protagonista, la soprano Nadine Sierra–, se ve lanzado ahora al segundo reparto. Quizá sea una manera de «proteger» al cantante donostiarra en un rol temible, que apenas debuta en esta ocasión, pero dada su personalidad, Anduaga no es artista que se arrugue ante los retos importantes, si no todo lo contrario. El lugar preponderante del estreno lo ocupará el tenor mexicano Javier Camarena, un experto en Rossini que busca a toda costa ampliar su bagaje.
No hay personaje en Rigoletto que no posea su propia miga, por más que Verdi se sintiera lógicamente atraído hacia el bufón, por las posibilidades infinitas que le proporcionaba a la hora de ofrecer un retrato completo, conmovedor y cabal de un ser humano en toda su azarosa complejidad. Pero el círculo de protagonistas se agota en la figura de la hija del sirviente, Gilda, a la que su creador provee de un arco dramático propio, preciso de ricos colores, desde el juvenil impulso amoroso que no conoce barreras hasta la forzosa madurez de la mujer traicionada, que despierta con horror a la llamada del reverso trágico de la vida.
El Real ha convocado a tres sopranos bien distintas para servir al personaje, dos extranjeras, Adela Zaharia y Julie Fuchs, junto a la maña Ruth Iniesta. Perfectamente podrían haberse repartido el rol tres cantantes de aquí, con todas las garantías de éxito. El cartel es largo porque las hay magníficas entre las jóvenes, ahora mismo: Monzó, Bonilla, Sáez, Pérez, Cid y un largo etcétera. No es cuestión de «chauvinismo» ni de barrer para casa, cualquiera de las citadas posee tanta calidad (el único requisito indispensable) como las elegidas, y parece un compromiso atendible fomentar la formación de ídolos patrios, con los que el público pueda llegar a identificarse, como sucede en otros países (Francia sin ir más lejos).
En cualquier caso, lo relevante es que regresa Rigoletto, un título que hace mucho más por crear afición entre los más jóvenes que cualquiera de esos espectáculos líricos, hechos de retazos y textos hilvanados con cursilerías, exclusivamente concebidos para intentar despertarla. La ópera de Verdi es, en primer lugar, teatro musical de primera magnitud, lleno de todos los elementos que sirven no solo para mantener al espectador primerizo pegado a la butaca, si no para suscitar en él el deseo de repetir. La combinación de un drama sin fisuras, que mantiene despierta la atención en cada detalle, y las emociones que suscita una música que en los momentos de mayor intensidad dramática le hablan directamente al corazón, sin rodeos, como ocurre siempre con el mejor Verdi, justifican de sobra su programación durante casi un mes. Si tienen ocasión, no dejen pasarla. Su médico de cabecera se lo agradecerá.