Nina Stemme exhibe los restos de su gran voz en una pálida jornada wagneriana
El Coro del Teatro Real, en cambio, se luce y triunfa merecidamente con «La cena de los apóstoles», una obra poco interpretada del gran compositor alemán
El tema de la redención está presente en prácticamente todas las óperas que compuso Richard Wagner. Y quién sabe si con la programación de un concierto en el que la soprano Nina Stemme, que hasta ahora había sido una de las grandes intérpretes de este autor en los últimas décadas, el Real pretendía «redimirnos», o al menos, consolarnos por el más bien precario reparto reunido para los recientes «Maestros cantores» (con la salvedad entre los protagonista del barítono canadiense Gerald Finley, que ha sido un soberbio Hans Sachs). En cualquier caso, la apuesta solo ha logrado convencer a medias porque la prometida «gran noche wagneriana» como colofón a estas semanas de fantástica inmersión en los «Maestros» ha resultado, en conjunto, una velada algo decepcionante.
Tempus fugit, y el empeño por abordar insistentemente un repertorio que, puramente en origen, no era el natural para unos medios esencialmente líricos de partida (otra cosa es que ahora se encuentre todo como «rebajado», y las sopranos ligeras canten Mimì mientras tenores con voces justitas para abordar el Don Octavio se suban al carro de Siegmund, como acaba de ocurrir estos días con un ascendente tenor francés), ha terminado de pasarle lógica factura a la otrora deslumbrante cantante sueca. Ya se habían apreciado signos de evidente decadencia, por ejemplo, en sus recientes funciones de «Elektra» en Covent Garden, donde casi acaba pidiendo la hora, y en este preciso instante ha podido volver a comprobarse en Madrid; aunque seguramente de un modo menos evidente.
Destellos de una intérprete de notable profundidad dramática
«Quien tuvo retuvo», suele afirmarse en estos casos, y la personalidad dramática de la Stemme, sumada a la solidez de su registro más grave, hondo y penetrante, más algo de su reconocible, distinguido fraseo salvaron en parte sus más bien destempladas aproximaciones a dos de las más importantes creaciones femeninas del compositor alemán: Isolda y Brunilda.
Ya Mina Wagner advertía a los jóvenes compositores que la cortejaban sobre una de las armas esenciales de su marido, en la ópera se entiende: «Chicos, tened siempre en cuenta que lo fundamental son los finales de acto». Y en eso, el autor de El holandés errante poseía escasos rivales.
No importa si alguno de los asistentes ha dormitado plácidamente durante el transcurso de alguna de las pesadas charlas conyugales entre Wotan y su esposa, Fricka, si luego los últimos veinte minutos de La Valkiria se encuentran entre lo más elevado, musicalmente concebido, por la mente de un ser humano aún no contaminada por los estragos de la Inteligencia Artificial.
El coro dio lo mejor en la infrecuente «Cena de los apóstoles»
Lo que sucede es que para apreciar mejor esos sublimes «remates» resulta fundamental haber asistido a toda la travesía previa. La catarsis no se puede producir del mismo modo cuando por fin se liberan todas las tensiones, que cuando se administra a sorbos, por más que se trate del más exquisito espumoso. Algo de eso ocurrió el otro día, y quizá por ello lo que la asistencia celebró como mayor logro de la tarde fuese la interpretación de una obra que se suele programar muy poco (hay que contar con un coro formidable, no sirven agrupaciones provinciales), por su carácter definitivo, de partitura cerrada, tal que «La cena de los apóstoles».
Andrés Maspero, el anterior responsable del coro Intermezzo, ya dejó el listón muy alto, y ahora la agrupación ha vuelto a elevarse, por encima de la Sinfónica de Madrid, en la contundente, colorista, expresiva interpretación de esta pieza, algo enfática, en la que Wagner ya parece apuntar hacia las celebraciones de los caballeros del Grial, en el divino «Parsifal».
Cosechó el coro, merecidamente, las mayores ovaciones del evento, aunque luego, al final de la jornada, el público situado en las alturas (el más entendido habitualmente) se animase por fin a vitorear a la Stemme, más por lo que ha representado esta artista que por sus actuales prestaciones. Casi lo mejor fue la canción, Sueños, de los «Wesendonck lieder», susurrado como propina con poético énfasis, cincelando cada palabra con exquisito sentimiento y algo del abandono que en cambio se había echado en falta en sus otras intervenciones, desprovistas de arrojo (el agudo resulta ya un pálido reflejo de lo que fue).
Gimeno, el nuevo titular de la casa, más artesano que artista
El próximo titular musical del Real, Gustavo Gimeno, se medía con un programa de esos que requieren, más que de aplomo y seguridad, de hondo conocimiento para plasmar en las lecturas ese sello de la personalidad intransferible, que ni se compra ni se vende. No se apreciaron ahora ninguno de esos detalles particulares. Quizá tampoco dispusiera, Gimeno, del tiempo necesario para adornarse con florituras de gran maestro (aunque algunos, a lo largo de los años, hemos podido comprobar cómo unos pocos iluminados transformaban una agrupación rutinaria en una formidable centuria con apenas cuatro indicaciones, recabadas de la experiencia, más que de una mera intuición).
En ese sentido, su acompañamiento resultó canónico, meramente artesanal en las páginas reservadas a la cantante. Faltó fluidez y tensión en el modesto «Liebestod», como antes en el pálido preludio, y la «Inmolación» careció de la épica de las grandes ocasiones: cuando al final reaparece la melodía de la bendición de Sieglinde, por ejemplo, lejos de recrearse en ese instante, concediéndole toda su relevancia (la que en buena medida otorga su significado final al «Anillo»), pasa de puntillas, como si se tratara de un instante más, renunciando a la búsqueda de la mayor emoción (no hace falta irse hasta Solti, Thielemann, ahora mismo, sabe dotarlo de su justa trascendencia).
Hasta en un concierto es preciso echar el resto…
Era un concierto… ya, pero hay que darlo todo siempre, si es posible, como sin ello te fuera la vida. Lo contrario es la rutina, ruina del Arte. Tampoco se apreció nada destacable en las páginas individuales, extraídas de ese maravilloso fresco sinfónico que es el «Ocaso»: de nuevo a la despedida de Siegfried le faltó ese punto de íntima desesperación que nos debe remover ante el fatal destino del héroe. Cierto que no tenía bajo sus órdenes a la Orquesta del Festival de Bayreuth, pero la Sinfónica de Madrid ha dado muestras de saber de sobra integrarse en el espíritu wagneriano, como por ejemplo ocurrió con el «Tristán» que dirigió aquí mismo Semyon Bychkov (otra liga, desde luego).