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César Wonenburger
Crítica de MúsicaCésar Wonenburger

La Netrebko «incendia» el Real con su homenaje a Puccini

La diva de nuestros días, la soprano rusa Anna Netrebko, puso al público del Teatro Real en pie en un concierto de intensas emociones, coronado por interminables ovaciones

Actualizada 14:30

Anna Netrebko en la inauguración de temporada del Teatro Real

Anna Netrebko en la inauguración de temporada del Teatro RealTeatro Real

Cuatro cambios de vestido (el último un Oscar de la Renta), palmas batidas a ritmo al más puro estilo francés, ramos de flores lanzados al escenario, algún «te quiero» dicho en ruso, todo el teatro, incluidos Lomana y Gabilondo, puesto en pie…, en fin, la repera.

El regreso de Anna Netrebko al Teatro Real, para inaugurar su nueva temporada, se tradujo en un triunfo absoluto para la apreciada artista, sin más fisuras que los reparos que puedan ponérsele a un acto musical que en modo alguno resultó perfecto (¿alguno lo es?), y que sin embargo para nada empañan el jolgorio final ni matizan la felicidad de quienes, a toda costa, como agarrándose a un último clavo ardiendo, venían buscando esa mezcla ideal de glamour y grandes emociones que solo pueden dispensar las genuinas estrellas. Y la Netrebko es una de las pocas que mantienen, ahora mismo, tan privilegiado estatus.

Esta vez no hubo protestas ni dentro (sin extravagantes conceptos escenográficos, la voz de la soprano se desplegó en plenitud), ni fuera: hasta los partidarios ucranianos que en otros momentos hicieron lucir sus pancartas en la puerta para protestar por la presencia de una artista de ideas próximas a las de Putin, al menos en el pasado, parece que ya se han cansado. O quizá fuesen convenientemente disuadidos por las fuerzas del orden: por la tarde había delante del teatro un furgón policial, y esta vez los monarcas no acudieron, así que no era por ellos.

Aires festivaleros para un Teatro Real casi lleno

Desde el inicio, se respiraba un cierto ambiente festivalero, quizá porque Madrid carece de unos de esos grandes certámenes musicales que animan el estío europeo, y por las propias fechas escogidas, con la gente aún luciendo bronceado marbellí.

En lugar de comenzar directamente con una ópera, esta vez se adelantaba el calendario (a costa de pillar aún a algunos entre Biarritz y Sotogrande) para servir otra parada más a la gira que la pareja formada por Netrebko y su exmarido, el tenor Yusif Eyvazov, han estado llevando a cabo durante estos últimos meses con algunos percances menores: en Alemania sí que se produjeron algunas protestas, mientras en Italia ha habido quejas del embajador ucraniano porque a ella se le permitirá cantar Tosca en el nuevo curso romano.

En Puccini y España, un reciente e interesante libro de Isabel Rosal, se nos vuelve a contar, con profusión de datos, cómo en los primeros años del Teatro Real, los aficionados podían recrearse con la presencia asidua en ese escenario de los mejores cantantes de su tiempo: las Rosina Storchio, Hariclea Darclée, la Tetrazzini…

Hoy esos tiempos han pasado. Netrebko se reserva las apariciones operísticas habituales para otros coliseos (su reciente Turandot en La Scala, por ejemplo, cuya próxima temporada inaugurará ella misma en diciembre).

Por eso, a falta de una presencia periódica en Madrid, sus esporádicas actuaciones en el foro se reflejan sobre todo en conciertos como el que ya había ofrecido aquí mismo, con el propio Eyvazov, hace un par de veranos: son más rentables, cómodos y el público se muestra en todo caso, más que resignado, complacido ante la posibilidad de tenerla en casa, al precio que sea.

Su nueva presentación tenía además una percha adecuada, al insertarse como parte de las conmemoraciones del centenario del fallecimiento de Puccini, que por cierto bastante deslucido está resultando en España.

Con un programa algo deslavazado en el orden y las elecciones, se eligieron bloques consagrados a algunos de los títulos señeros del compositor, en lugar del típico desfile de arias, un planteamiento más interesante porque al final resulta la impresión de haber asistido casi, durante una misma cita, a varias óperas en la voz de la artista favorita.

Algunos cantantes de la casa se sumaron a la fiesta

Esto se logró, además, incorporando a algunos de los cantantes habituales de la casa (como el siempre excelente Mikeldi Atxandalabaso) y otros que venían de la mano de la pareja (la soprano Daría Rybak y el barítono Jerome Boutllier, cumplidores sin más), sumados a las fuerzas del propio teatro (Sinfónica de Madrid y Coro Intermezzo), a los que se unió también la presencia del Coro de la RTVE. Al frente de todo estuvo el director Denis Vlasenko.

El gran Alfredo Kraus solía decir que para estos conciertos no se puede contar con grandes maestros, que prefieren lucirse ellos mismos con otras cosas, por lo que hay que intentar apañarse con alguien que al menos no moleste.

Vlasenko cumplió sobre todo acompañando a las voces con propiedad al frente de una orquesta solo solvente y un coro que lució su buena preparación, con momentos inspirados.

En la primera sección, consagrada a Turandot, se echó en falta la esencial escena de los enigmas, en lugar de la hollywoodiense conclusión. Pero la Netrebko sacó a relucir sus armas ya desde ese mismo inicio con la tremenda In questa reggia, que no parece tener secretos para ella: no apabulla como una Dimitrova o su sucesora la Guleghina, pero deja constancia de un poderío que resulta seductor por la belleza del timbre y una dicción penetrante, esmerada.

Aunque no fue en esta primera parte, en la que ofreció un Sola, perdura, abbandonata en el que se echó en falta algo más de garra, de abandono, donde concitó las mayores muestras de aprobación.

Su magnética personalidad, las dosis de inconfundible carisma que infunde a sus interpretaciones, se hicieron más evidentes en cuanto el canto, algo más refinado en su casi ideal Mimí, se tornó más íntimo.

Dominó a placer toda la amplia escena del melancólico tercer acto de Bohème, pero el aria Donde lietá uscí resultó particularmente de un patetismo conmovedor, pleno de sutilezas y sortilegios, aquilatando una interpretación pródiga en pianísimos de la mejor ley.

Concesiones a la galería, que no proceden en Puccini

No hay faceta del canto que esta soprano no domine a su antojo, a partir de un instrumento rico en graves y fáciles ascensos al agudo: pleno, vigoroso, con punta, es capaz de recrearse profusamente en colorear esta o aquella palabra para proporcionarle el significado preciso; en ese sentido, «dice» como pocas, casi nadie ahora.

Pero su expresión, de una sensualidad cautivadora, cede a veces a requerimientos plebeyos, como cuando destrozó, en buena medida, la magia de su insuperable Vissi d’arte al prolongar una nota pensando más en la exhibición que en el arte verdadero.

Un efecto que luego, durante su único bis, llevaría hasta extremos difícilmente aceptables tras ofrecer una de las mejores versiones que puedan recordarse de aria tan manida como O mio babbino caro.

En su maravillosa interpretación parecía escucharse por primera vez, hasta que se decidió a emborronarla con un alarde de respiración infinita (como si alguien tuviera dudas de su estupendo «fiato»).

Eso quizá valdría para la opereta, pero en Puccini está siempre de más, no importa la ocasión. En cualquier caso, la apelación circense le resultó, porque el público, en uno y otro caso, le dedicó las mayores ovaciones, interminables (después del Vissi d’arte hubo quien le reclamó con insistencia que lo bisara, mientras la artista sonreía complacida, repartiendo besos, desplegando encanto a uno y otro lado del escenario, con cortas carreras, pero sin conceder, como debe ser).

Si para este concierto se hubiese contado con un tenor como Roberto Alagna el resultado habría sido histórico, con los protagonistas llevados seguramente en volandas hasta Sol, como ocurría en otras épocas.

Pero hoy vivimos el reinado de las parejas, se busca el cómplice bienestar en lugar de procurarse la máxima excelencia, y los programadores ceden ante las exigencias porque de lo contrario se arriesgan a perder a unos artistas para los que siempre existirá algún Dubai que les consienta.

El tenor, escasamente elegante, convence por su vehemencia

Aunque Eyvazov y Netrebko ya no están juntos, seguirán cantando así más veces, porque parecen llevarse bien, se conocen y pueden abordar el mismo repertorio. El tenor no es un dechado de elegancia, desdeña las sutilezas: cualquier atisbo de poesía, de juvenil abandono en una página dotada de tanto encanto como Donna non vidi mai de Manon Lescaut escapa a sus intenciones y posibilidades, como se pudo apreciar.

Pero en cambio, a la larga, resulta casi siempre un intérprete que puede convencer por la vehemencia de su canto, su consistente arrojo, sobre todo cuando se trata de exhibir fuerza, virilidad, empaque.

Es en la solidez de su registro agudo, más que en un centro descolorido, titubeante, donde su pobre timbre parece adquirir resonancias vibrantes.

Lo demostró en los dúos de la propia Manon Lescaut, con un lirismo ardiente, desprovisto de fantasía, y en el de Madama Butterfly.

Este último, con una Netrebko absolutamente pletórica, yendo hasta el fondo del personaje, constituyó toda una enmienda a la totalidad de las representaciones de esta ópera ofrecidas recientemente por el propio teatro: la auténtica emoción, sobre todo en un conspicuo surtidor de las mismas como Puccini, surge de las voces. Por más que nos empeñemos en sesudos análisis de corte pseudo-psicológico, no hay más. Ni menos. O Netrebko, o (con honrosas excepciones) casi la nada.

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