Ana Karenina y Campanilla, las penúltimas heroínas de ficción a las que han cambiado de raza
En la nueva versión teatral de la novela de Tolstoi también la condesa Vronsky es negra, lo mismo que en Disney ya lo fue la Sirenita
Ya no es noticia que los protagonistas de las obras clásicas cambien de raza sin motivo. En Los Bridgerton, conocida serie de televisión catalogada como «drama histórico», la misma reina de Inglaterra es negra. Aquello llamó la atención en un confuso capricho 'woke', que lejos de ser una particularidad se ha convertido en una costumbre. En la serie Vikingos aparece una vikinga negra, una licencia que va más allá del capricho y se adentra de lleno en la mentira. La «costumbre» tiene lugar con tanta ligereza que ya ni siquiera se explica el por qué de estos cambios absurdos que producen una lógica y, lo que es peor, premeditada confusión.
Los nobles y la realeza británica del XIX no eran negros. Ni por supuesto los vikingos. Casi parece una tomadura de pelo, y lo es, bajo el manto sibilino de la obsesión 'woke' que afecta al arte y a la historia, y con ello a la sociedad. Los penúltimos atrevimientos han sido con la Ana Karenina de Tolstoi y la Campanilla de Disney, aunque esta última ya no llama la atención por la deriva «inclusiva» de la compañía donde El Libro de la Selva es una película nociva. Ya hay una Sirenita negra y es de esperar que esa dirección continúe sin remedio ante la atónita mirada de un tembloroso ratón Mickey por lo que le puedan hacer.
La nueva Ana Karenina que se representa en el Royal Exchange Theater de Manchester, es una idea de la dramaturga Jo Clifford. Clifford se define como «padre» y al mismo tiempo «orgullosa abuela», lo cual se entiende tanto como su Ana y su condesa Vronsky negras. En las críticas y reseñas de la obra en los principales medios británicos no aparece ni una sola mención al cambio de raza de protagonistas tan significativos. La normalización de estos cambios parece aceptada sin resistencia alguna en una interpretación que va más allá de la versión. Porque la versión es unitaria y en este caso ya está institucionalizado el «sistema», como si una representación fiel de Ana Karenina ya no tuviese espacio.
La vida de la dramaturga Clifford puede ayudar a entender de algún modo su «visión» artística. Según relata ella misma, nació niño, pero descubrió que no era un hombre cuando empezó a interpretar personajes femeninos en obras teatrales en el colegio. A pesar de lo que define como «un ambiente completamente ignorante, hostil y lleno de prejuicios», Clifford, el niño que descubrió que no era un hombre, «tuvo la suerte» de enamorarse de una mujer con la que convivió durante más de treinta años y con la que tuvo dos hijas. Su pareja, Sue Innes, periodista y activista feminista, falleció en 2005, y fue entonces cuando Clifford «dio los pasos necesarios para formalizar su identidad femenina y cuando comenzó a redescubrirse como actriz e intérprete».
Un cambio de roles, de identidad personal, que trasciende a su obra por confesión propia y alcanza las de los clásicos, más allá de la inspiración, con un componente ideológico social, un activismo que vulnera, despedaza o descompone la visión original (y real) en aras de una reivindicación personal e impropia de la desigualdad y una revolución social como objetivo último del que no tiene la culpa Tolstoi (ni los lectores de Tolstoi), quien dijo en el prefacio de Guerra y Paz que escribía sobre aristócratas porque era lo que conocía, con cierto desdén de época hacia los que no eran de su clase, un desdén del que parece que Clifford, y muchos otros como Clifford, incluido Disney, parecen querer vengarse en una extemporánea e invisible ira revisionista de amplio espectro contra los que ya no pueden defenderse y ya casi no tienen quien les defienda.