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Francisco Rosell
De lunes a lunesFrancisco Rosell

Sánchez resucita a Franco para ser caudillo en lugar del caudillo

Hoy ya no es un añorante franquista de ultratumba quien revive a Franco, sino Sánchez quien lo vivifica en el 50º aniversario para entronizarse Caudillo con un coleccionable de 100 entregas

Actualizada 09:37

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante su intervención el primer acto por el 50 aniversario de la muerte de Franco

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante su intervención el primer acto por el 50 aniversario de la muerte de FrancoEFE

En uno de los estremecedores cuentos del escritor serbio Danilo Kîs en «Una tumba para Boris Davidovich», un personaje alude a la tradición judía por la que, antes de sacar al difunto de la sinagoga, el rabino se inclina ante él, lo llama por su nombre y le advierte: «¡Debes saber que estás muerto!». Con igual empeño, algún antifranquista se armó de valor y disimulo para rondar en noviembre de 1975 la capilla ardiente de Franco a fin de certificar con sus ojos la muerte del dictador tras morir en la cama ante la frustración de sus opositores. Un fracaso que Pedro Sánchez festeja en vez del éxito de una Transición sin ruptura que facultó el mayor y mejor tiempo de libertad de España, pero de la que reniega asumiendo la falsificación de la historia de quienes le aúpan en La Moncloa. Nada que ver con quienes hicieron del olvido una forma de memoria.

Con una Transición obstruida por el golpismo y acribillada por los socios etarras de Sánchez, pocos las tenían todas consigo. Tanto que un confeso franquista como Vizcaíno Casas se dio el gusto de burlarse del pavor reinante novelando el regreso de Franco con «…Y al tercer año resucitó». Hoy ya no es un añorante franquista de ultratumba quien revive a Franco, sino Sánchez quien lo vivifica en el 50º aniversario para entronizarse Caudillo con un coleccionable de 100 entregas. Agita su fantasma yendo del pesar ojeroso de Arias Navarro con su «Españoles, ¡Franco ha muerto!» a su pendenciero «Españoles y españolas, ¡Franco vive!» para arrogarse los atributos cesáreos del Vigía del Pardo.

Por eso, cuando el miércoles inauguró su Año Franco con una desopilante versión de «Libertad sin ira», la canción del grupo Jarcha con la que Diario 16 apareció en los quioscos en octubre de 1976, mis catorce años en un periódico clave de la democracia me hicieron sentir como el protagonista del artículo de Manuel Vicent en el que narraba la liberación personal de quien, por temor a ser tachado de reaccionario por sus camaradas, había transigido en todo con sus vástagos hasta verse arrinconado en su hogar. Todo saltó por los aires el día en el que, queriendo leer sin poderlo hacer por el zumbido ensordecedor de Led Zeppelin o The Police proveniente del cuarto donde su hija estaba de cuchipanda con una caterva que había irrumpido en su casa sin decir ni hola saqueando la nevera y poniéndola patas arriba, la niña de sus ojos invadió su córner y arrambló con la Sinfonía número 40, de Mozart. Propulsado por un resorte, quien había completado los ritos del buen comunista con carné desde antes del Sábado Santo de 1977, se abalanzó hacia ella gritando: «¡Mozart, no! ¡No pongas tus sucias manos sobre Mozart!». Vociferado lo cual, le pegó un guantazo de padre y muy señor mío que nunca concibió dar y que redimió a quien no comprendía por qué la izquierda se había dejado arrebatar ciertos valores.

Mismamente como Sánchez merece el repudio de los demócratas por plantar sus sucias manos -y tanto- sobre aquella «Libertad sin ira» que no dejaba de ser en aquellos meses inciertos la expresión de un deseo que pudo verse abortado como aquel rotativo contra cuya sede atentó en junio de 1977 -mes de los primeros comicios democráticos- el Grapo. Si aquel 14 de marzo de 1980 pasó a ser la fecha de redención del protagonista de Vicent, este 8 de enero de 2025 debe servir de reacción de los demócratas contra la malversación del ayer por un impostor que arrastra a España de aquella aspiracional «Libertad sin ira» a esta otra «Ira sin Libertad» que retrotrae a la «República sin republicanos» que abrió de par en par las compuertas del infierno. Su antifranquismo retrospectivo mueve a la rabia con la que el expresidente checo Havel, combatiente contra el comunismo, observaba cómo los más obsequiosos con la tiranía empezaron, a la caída de ésta, a poner en el punto de mira a los disidentes a los que no perdonaban que la historia les hubiera dado la razón.

Pero, si el PSOE pretende volver allí donde no estuvo aquellos años, una derecha desubicada y acomplejada no debiera enajenarse de su mejor obra cuando Adolfo Suárez bajo la égida de Juan Carlos I y el diseño legal de Torcuato Fernández-Miranda forjó la Transición de la Dictadura a la Democracia. Aquel «chusquero de la política» afrontó gallardo el desafío frente a quienes se escondieron bajo del escaño en el «tejerazo» del 23-F de 1981 tras incriminarle estar presto a entrar en las Cortes a la grupa del caballo del general Pavía. No es de extrañar que el mal del Alzhéimer se apoderara de su cerebro cubriéndolo de la sombra más sombría, pero su enfermedad biológica no debiera convertirla en enfermedad política la oposición frente a un sanchismo que hace irreconocible el pasado. La Transición no fue oficio de cobardes, sino de audaces, en una España que creyó desembarazarse del propósito que Cánovas quiso, irónicamente, fijar en el frontis de la Carta Magna de 1876: «Son españoles aquellos que no pueden ser otra cosa».

Empero, el PSOE desde Zapatero en adelante prefiere ser hijo de la Guerra Civil más que padre de la Transición en un giro copernicano que explicó hace fechas la hoy comisionada del Año Franco, Carmina Gustrán. Como el antifranquismo fue cosa del PCE, al PSOE sólo le interesó la memoria histórica como arma contra Aznar pese a la larga estadía de Felipe González en La Moncloa, no impulsando hasta 1999 una condena del franquismo. Recauchutando el «contra Franco vivíamos mejor» de la izquierda desencantada con el felipismo, Sánchez perpetua las «dos Españas» en este «país de los muertos», según Kant.

Recobrando la mórbida necropolítica de Zapatero y su aprecio por dictaduras como la venezolana, Sánchez acomete no ya una maniobra de distracción para escamotear sus concesiones inadmisibles a sus socios y su corrupción, sino recrear una democracia orgánica en la que, como argüía un conspicuo presidente de las Cortes franquistas, los tres poderes democráticos tornan en simples funciones al servicio del líder supremo. De ahí que su ardid no quepa contemplarlo como mera cortina de humo cuando el origen de éste es la quema de las instituciones.

De hecho, como primera medida de su Año Franco, Sánchez se dispone a amnistiar por anticipado a su familia empezando por él -nada de «Ley Begoña»- y a sus secuaces, amén de a sus aliados, negando a los jueces la potestad de juzgarlos, así como atando de pies manos a la Prensa y a las acusaciones populares claves ante la inacción de una Fiscalía General relegada a servicio doméstico de La Moncloa. Ya el Tribunal Supremo, al oponerse al indulto gubernamental que anuló la pena al golpismo catalán, avisó de que esa discrecionalidad entrañaba un autoindulto de Sánchez al sustentarle en el machito.

Ante esa deriva, la Constitución queda al ras del franquista Fuero de los Españoles mediante esta proposición de ley socialista que interviene a la Justicia y a la Prensa en un momento crítico para su permanencia en La Moncloa. Si en las turbulencias, Franco recurría «manu militari» al estado de excepción suspendiendo el artículo 18 del Fuero de los Españoles («Ningún español podrá ser detenido sino en los casos y en la forma que prescriben las Leyes»), ahora «Maduro» Sánchez obra lo propio con la Constitución, pero de modo permanente, en pro de su impunidad.

Por ello, suena a sarcasmo que, con cara de cordero degollado, avise a los jóvenes sobre una nueva dictadura como la de Franco cuando, en una época donde las papeletas se utilizan con la efectividad que las balas para arruinar las democracias, el mismo constituye una amenaza en sí al mando de un gobierno despótico que hostiga a los que no son de los suyos y borra las sentencias contra sus conmilitones y sus cuates. Nadie descarte que, como colofón del «Año Franco», al igual que el Caudillo tras los XXV años de Paz, Sáncheztein auspicie urnas plebiscitarias como el referéndum del «Franco sí» de 1966 con una opinión publica desarmada y cautiva que se coloca las cadenas que debía evitar. A Autócrata muerto, Autócrata repuesto.

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