Entrevista
La anorexia ayudó a esta joven a entender el sentido del dolor: «Dios te quiere tener muy cerca»
Nuria Casas relata su experiencia de sanación personal en el libro ‘La cicatriz que perdura’, que acaba de llegar a las librerías
Nuria Casas carga con dos cicatrices: una física, ya cerrada, que cruza por encima de uno de sus ojos, y otra interna, espiritual, que nunca sanará del todo. Esta segunda herida, más profunda, es la que da nombre al libro que acaba de publicar con la editorial Albada, La cicatriz que perdura: un testimonio en primera persona de cómo lidió con la anorexia y cómo esta batalla le ha abierto la mirada a nuevas perspectivas vitales.
«He descubierto que el sufrimiento y la compasión van muy relacionados», explica a El Debate en una terraza de Barcelona unas horas antes de la primera presentación del libro. Casas, que destaca que siempre ha necesitado escribir «para canalizar el caos interno», vuelca en su primera obra un proceso que duró años y con el que espera ayudar a aquellos que acarreen cicatrices propias, no necesariamente ligadas a un TDAH o un trastorno de la conducta alimentaria.
«La anorexia siempre es consecuencia de algo, no te levantas de repente un día con ella, sino que siempre hay una causa, una herida… y todos tenemos heridas», reflexiona Casas, que estudió Filosofía y trabaja como profesora de secundaria y bachillerato. En su caso, los tres pilares en los que se apoyó para superar su enfermedad fueron el apoyo de familia y amigos, la ayuda profesional y el redescubrimiento de su relación con Dios.
La caída del caballo
La historia de la autora tiene un primer capítulo durante la adolescencia, cuando tuvo un primer episodio de anorexia con 13 años, que ahora califica de «bache». «Soy muy autoexigente y perfeccionista, y canalicé de esta manera mi crisis adolescente», explica, y detalla que este primer episodio terminó cuando vivió su propia «caída del caballo», haciendo un paralelismo con san Pablo.
«En aquel momento yo me había alejado de Dios, porque no lo entendía: pensaba que no existía, o que no me quería, porque no le veía sentido a mi sufrimiento», explica. Todo cambió cuando sufrió un accidente montando en un quad en el que casi muere, y que le dejó como recuerdo perenne la citada cicatriz junto a una ceja. «Lo tomé como una segunda oportunidad, y empecé a reconectar con Dios», recuerda.
No obstante, este impulso vital renovado se vería frustrado de nuevo pocos años después, cuando estaba ya en la universidad. «Llevaba unos meses arrastrándolo, pero cuando nos encerraron por el Covid estalló todo: tuve una recaída y ahí sí fue potente el tema», explica. La anorexia, ve ahora, era su forma de tener algo bajo control —su propio cuerpo—, en un momento donde nada más parecía controlable.
Una ayuda inesperada
Comenzaba así la etapa más oscura de su periplo, agravada por una imposibilidad interna de aceptar ayuda profesional: «Una parte de mí no sabía aceptar ir al médico, no era capaz». Dios, de nuevo, vuelve a quedar apartado: «Era un sufrimiento muy profundo —recuerda Casas—, vuelvo a pensar que Dios no me quiere y que el dolor no tiene sentido».
Una espiral descendente que tocó fondo un día en el que la joven estaba paseando por el centro de Pamplona, donde estudiaba. «Llevaba meses sin hablar con Dios, pensando que era capaz de salir de esto sola… y no sé muy bien por qué, ese día decidí entrar en una capilla de adoración perpetua: allí me rompí», relata. El dique se quebró finalmente y rompió a llorar: «Al día siguiente fui al médico».
«En esa capilla —reflexiona— descubrí que cuando Dios te manda cruces es porque te quiere tener muy cerca, porque cuando tienes una cruz, o la llevas con Él o…», y cita al apóstol de los gentiles: «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad». Casas experimentó en sus carnes el sentido de la fragilidad y la debilidad, pero también la filiación divina: «Al vernos pequeños, descubrimos que o nos ponemos en sus manos o no hay manera».
Culto al cuerpo
A partir de ahí comenzó un proceso de años de acompañamiento personal, profesional y espiritual, en el que fue comprendiendo la naturaleza del culto al cuerpo y las víctimas que deja tras de sí este ídolo. «Tu imagen ideal siempre te está vendiendo la moto: sin que te des cuenta, te va robando tu vida», lamenta.
Todo ello está presente en un libro en primera persona que encarna los célebres versos de Leonard Cohen en Anthem: «Hay una grieta en todo, / así es como entra la luz». Una grieta por la que Casas espera conectar con aquellas personas heridas: «El vértigo de exponerse siempre está ahí, pero —concluye— si logro ayudar aunque sea a una persona, ya habrá valido la pena todo».