Una máquina en la puerta del Depósito de Renfe (1953)

Una máquina en la puerta del Depósito de Renfe (1953)La Voz

El portalón de San Lorenzo

La intensa vida del Depósito de Renfe

Allí pululaba todo ese sórdido mundo del estraperlo y el contrabando de las cotizadas medicinas

El 27 de abril de 1859 se celebró en Córdoba, de forma alegre y ostentosa, la llegada del primer tren que unía la anhelada línea férrea Córdoba-Sevilla. Se cumplía así una disposición de la Reina Isabel II dictada tres años antes.

Las obras de allanamiento para la estación donde se le esperaba, que en un principio se llamó Estación de la Agricultura, así como todo el «tendido de hierro» por donde habría de pasar, habían sido ejecutadas por la empresa Arauco Ltda., cuyo representante e ingeniero era don Eduardo Mamby, una de las máximas autoridades en materia de obras ferroviarias de la época.

Antes de la llegada de la «diligencia metálica», como la prensa escrita la llegó a bautizar, se celebraron multitud de actos y manifestaciones por toda la ciudad, incluso con repiques de campanas de las torres de las iglesias. Y al final llegó aquella primera locomotora, que venía desde Sevilla con adornos y flores orlando los escudos oficiales de Córdoba y la ciudad vecina. Se llamaba, como no podía ser menos, San Rafael. El Tren de Madrid llegaría a Córdoba el 14 de septiembre de 1866.

Comenzaba así una intensa relación de la ciudad con el ferrocarril, creándose numerosas instalaciones, infraestructuras y servicios para la reparación y mantenimiento de los trenes, así como otra estación, la de Cercadilla. Córdoba se convertía en todo un nudo ferroviario aprovechando su excepcional ubicación (y es que lo de «nudo logístico», como se dice ahora, no lo han inventado los políticos actuales; ya se dio cuenta, entre otros, Claudio Marcelo al fundar la ciudad).

Así que, con el paso del tiempo, en los años 50 del siglo XX podías cruzar el desaparecido viaducto del Pretorio y presenciar multitud de vías muertas en donde una gran cantidad de vagones, e incluso alguna que otra locomotora, esperaban ser enganchados, intercambiados, o simplemente permanecían a la espera de cualquier reparación.

A esta aglomeración, que contaba con numerosas naves-taller, se le llamaba popularmente «El Depósito». Allí trabajaban caldereros, torneros, forjadores, fresadores, soldadores, ajustadores, carpinteros, electricistas, bobinadores... y todas las profesiones que se puedan imaginar, tanto fijos como eventuales. Como ejemplo, el simpático picador de toros al que apodaban El Catalino, Bernabé Álvarez Jiménez (1885-1958), en una entrevista que le hizo el diario 'Córdoba' a la vuelta de su campaña de América, comentó: «Yo trabajaba en el Depósito de Renfe de calderero y cobraba una peseta diaria de sueldo». Cuando cerraron aquellas instalaciones se perdieron infinidad de puestos de trabajo, que unido al cierre de la «Fábrica las latas» (Metalgráfica) y a la propia «Porcelana» (La Supe) dejaron en cruz y en cuadro el barrio de las Margaritas.

Abundaban también los talleres auxiliares, sobre todo en el entorno de Las Margaritas y Cercadilla. Al final de la calle Doña Berenguela, en la Huerta de la Reina, se levantaba una casa de dos plantas con abundantes habitaciones donde pernoctaban los maquinistas que hacían relevos nocturnos en sus largos recorridos. Aquello era como una gran pensión con servicio de comidas incluido. Allí trabajaron bastante tiempo Antonio Reca 'El Pipas' y José Espejo, 'El Mapa', vecinos del barrio de San Lorenzo, que nos contaban a los chicos todos los pormenores de aquella peculiar casa.

Eran tantas las profesiones que se daban en aquella especie de gran taller ferroviario que llegó a tener su propia Escuela de Aprendices, de las más punteras en Córdoba, junto con las de dos pesos pesados locales como eran la Constructora Nacional de Maquinaria Eléctrica (Cenemesa) y las Electromecánicas.

Viendo el fútbol

Me contaban Rafael Parras Bermejo y Juan Blanco Pedraz, compañeros de Westinghouse de los Olivos Borrachos, así como el entrañable Paco Luque Obispo, casado con una hermana de mi mujer, que los vagones de tren allí aparcados, concretamente los que daban a las espaldas del estadio América (en Cercadilla, al final en lo que fue el cuartel de Artillería nº42) servían de improvisadas gradas a muchos aficionados para presenciar aquellos partidos pioneros del Córdoba Sporting Club, luego Deportivo Córdoba tras la guerra civil.

Estos aficionados, para no pagar la entrada, se subían a sus techos desde donde se podía ver el fútbol perfectamente. Lo malo es que, más de una vez, con la necesidad de hacer una maniobra de enganche, o por iniciativa de algún maquinista gracioso, los trenes empezaban a moverse, lo mismo en medio de una jugada interesante, con lo que después de bajarse a la carrera de aquel endiablado vagón maldecían al que lo hubiera puesto en marcha sin avisar… Y, pasado el sofoco, buscaban otro vagón para volver a subirse.

El contrabando

Pero el Depósito de Renfe, además de por el trabajo que generaba y su uso como gradas, se hizo famoso en Córdoba como parada y fonda de todo el pequeño contrabando que llegaba por tren, bien desde la zona de Gibraltar o desde Madrid. Por ahí lo mismo te entraba café, que relojes, que chocolate, o que las famosas pastas de tabaco El Kubanito, procedentes de Cuba vía Gibraltar. También llegaba por esos años 50 la primera y escasa penicilina que se empezó a utilizar en la ciudad.

Canasto grande de mimbre que solían llevar colgado del hombro

Canasto grande de mimbre que solían llevar colgado del hombro

El caso es que eran típicos los grandes canastos de mimbre que muchos trabajadores u operarios de la zona colgaban de su cuello con una correa, escorados, por lo general, hacia el costado izquierdo. En teoría se usaban porque a muchos trabajadores, dada la escasez de todo, se les permitía traer algo de carbonilla para sus casas. Pero, como era de esperar, también solían contener muchas veces 'otras mercancías'.

Bodeguilla-tapadera

Por esos años, muy cerca de Santa María de Gracia (en la barbería que había cerrado Juan Navarro 'El Billetes' al colocarse de portero en el Circulo de Labradores), pusieron una especie de «¡bodeguilla»¡ que era en realidad una tapadera donde los amantes del juego de San Lorenzo y de otros sitios daban rienda suelta a su afición prohibida.

Montaron cara al exterior una especie de mostrador para vender cuatro aceitunas mal contadas, algo de vino y vinagre. Y dentro, perfectamente disimulados, habilitaron dos cuartos para jugar, que era lo realmente importante. Alertado por un chivatazo de que aquello lo frecuentaban portadores de los canastos de mimbre, un día se pasó por allí, junto a dos compañeros, un vecino de la zona que trabajaba en la llamada «brigadilla» que perseguía el contrabando.

Llegaron al establecimiento y localizaron los canastos aparcados a un lado, completamente cerrados, ya que sus dueños, estaban jugando en el reservado. Al percatarse de la llegada de gente extraña, el del mostrador, y de acuerdo a lo convenido, pulsó un disimulado interruptor, alertando a los jugadores con el encendido de una bombilla pintada de verde, dando tiempo a que estos pusieran pies en polvorosa por la casa de al lado.

Mientras se aclaró todo, al pobre empleado del mostrador-tapadera, un tal Manolo 'El Bizco', se lo llevaron al cuartelillo, y aquello se cundió por todo el barrio, surgiendo comentarios para todos los gustos. Afortunadamente enseguida para él se aclaró todo, porque al que iban buscando era otro, y a él lo soltaron. Me comentaron que el que instaló aquel interruptor a distancia de la luz chivata fue un tal Páez que tuvo su tienda de electricidad en la calle Jesús Nazareno y posteriormente en el Pozanco.

Primeros botes de penicilina

Primeros botes de penicilina

Aquella penicilina

Atrás habían quedado los tiempos que en los jardines de la Victoria (los Patos), había un simpático avestruz, que era admirado por la chiquillería de Córdoba, y también sirvió para inspirar a las murgas en sus canciones y pasacalles festivos. Sobre todo cuando un día apareció muerta, entonces le sacaron toda clase de coplillas. La murga «Regaera» paseó por Córdoba todo un catálogo de coplas que animaba el cotarro de la risa y la diversión.

Ya por estas fechas y a pesar de los bloqueos y otras secuelas de la guerra, con la llegada del presidente americano Ike, cambiaron las cosas para España. La leche en polvo, el queso y la mantequilla americana, fueron unos alimentos que vinieron muy bien para la dieta joven de los españoles. Con aquel reforzamiento de las vitaminas, iban desapareciendo las pupas y los sabañones en los chiquillos y mayores. No obstante esta actitud solidaria de los americanos, el pueblo español a nivel popular se quejaba en sus coplas de: «En el Cielo manda Dios/ y en la tierra los humanos,/ y en nuestro aceite de oliva/ mandan los americanos». Esto no fue nada más que otro de los embustes que se inventaban las emisoras que atacaban al régimen de Franco.

Por otra parte, los americanos siguieron llegando a España y se instalaron en la Bases, dando riqueza y trabajo alrededor de ellas, pero a pesar de ello, aquí todavía hay gente que quiere que los americanos se vayan. Si los americanos se marcharan de España y cerraran sus bases, supondría un paro equivalente al cierre de la mayor parte de nuestros Altos Hornos.

Nuestra sanidad

Tras la guerra civil, la sanidad pública española era, como había sido desde siempre, muy precaria. Lo poco que existía funcionaba de forma aislada, sin apenas coordinación entre mutualidades, sindicatos, igualas, parroquias, asociaciones caritativas o médicos particulares. Gran parte de la cobertura asistencial aún pertenecía a la llamada «beneficencia», tanto a nivel local como provincial.

A principios de los años 50 comenzó, poco a poco, la mejora. El ambulatorio 18 de Julio fue inaugurado en la calle Hermanos López Diéguez, en lo que fue el jardín posterior de la casa de los Cabrera de San Andrés. Otros centros asistenciales que recuerdo de esos años fueron el Policlínico de las Cinco Calles y el que hacía esquina con la calle Montemayor, enfrente de la Trinidad. También estaban los clásicos, como el Hospital de Agudos (hoy facultad de Filosofía) y el de Incurables.

Más de andar por casa era la Casa de Socorro, situada un par de casas más arriba de la del famoso torero Guerrita, en la calle Góngora. Menos mal que la cobertura infantil contaba con el Hogar y Clínica de San Rafael (San Juan de Dios), pero todo era muy básico.

La mayoría de los médicos de entonces tenía consulta privada en sus propias casas, y así podemos citar a don Pedro Pablos, Nicolás del Rey, Emilio Aumente, Fernando Ansotorena, Emilio Luque, Rafael Pérez Soto, Fernando Marín, Antonio Hidalgo, Manuel Pastor, Francisco Calzadilla, Rafael Pesquero, Antonio Manzanares, Antonio Kindelán, Segundo López Mesa, José Chacón o Carlos Aguilar, entre otros.

Estos grandes profesionales tenían que lidiar con unos medios escasos e incompletos, sin apenas medicinas específicas y, sobre todo, sin la novedosa penicilina, que sólo llegaba por Gibraltar, donde el duro bloqueo impuesto después de la guerra y los altos precios limitaban su entrada en España. Por eso nada nos puede extrañar que en esos años 50 siguieran haciendo estragos entre la población infantil las calenturas de Malta (brucelosis), la poliomielitis o la meningitis, entre otras. La meningitis, por ejemplo, provocó la muerte en Córdoba de unos 45 niños en 1950.

Esto era el caldo de cultivo ideal para que gente sin escrúpulos, aprovechándose de la desgracia ajena, tratara de hacer negocio con el contrabando de penicilina, lo mismo que se muestra en esa gran película de Carol Reed con Orson Welles llamada 'El tercer hombre'.

De esta forma, el Depósito de Renfe de la Estación de Cercadilla se convirtió en un auténtico centro farmacéutico donde pululaba todo este sórdido mundo del estraperlo y el contrabando de las cotizadas medicinas. Y si bien había gente con algo de conciencia, que se limitaba a intentar sacar un poco de beneficio de su actividad ilegal, o incluso lo hacía de forma desinteresada, proliferaban los canallas que traficaban hasta con productos falsificados o adulterados, con lo que las familias que recurrían a ellos, tras entramparse para pagarles, se encontraban con que esos productos no les servían o incluso agravaban el estado de los enfermos.

En Córdoba fueron varios los miserables de esta ralea, como un tal Rodolfo López de la calle San Fernando, miembro de una red de estafadores sin escrúpulos, en la que al parecer había implicados practicantes y farmacéuticos.

También había solidaridad

Afortunadamente, muy diferentes fueron otros comportamientos, y a estas personas sí hay que citarlas con todas las letras. Así recuerdo que íbamos a veces a por hielo a la fábrica de la Magdalena para combatir la fiebre y el encargado, Antonio Jiménez María, percatado de esta necesidad, no nos cobraba nada y se ofrecía para todo lo que hiciese falta.

Pepe Lara, por su parte, era un vecino querido en mi barrio, lleno de agrado y simpatía con todos y que llegó a ser presidente del club San Lorenzo. Por aquellos años 50 se cundía boca a boca por el barrio los estragos que estaba haciendo la meningitis, y él, al enterarse de la muerte del hijo de cuatro años de Adalberto López, y de una vecina suya, Pilar de la Torre, de nueve años, sufrió un ataque de ansiedad y se puso a llorar, ya que su hijo de siete años, según el médico don Antonio Kindelán, presentaba todos los síntomas de esta terrible enfermedad.

Necesitaba urgentemente aquellos botes milagrosos de penicilina como terapia de choque. Como un poseso buscó a su compadre Rafael Gordillo, que trabajaba en el Depósito de Cercadillas, y por tanto debería estar enterado del meoll» que se cocía con el estraperlo. Fue a su casa de la calle de los Frailes y le pidió por favor que le buscara nada menos que seis botes de penicilina, porque le había dicho el médico que eran imprescindibles para atajar la enfermedad de su hijo. Rafael Gordillo le dijo que él sólo conocía el mundo del contrabando de tabaco (El Kubanito), pero que hablaría con su amigo Guzmán para ver si podía hacer algo.

Guzmán era una persona importante en el barrio que vivía en la calle de la Banda (hoy Nuestro Padre Jesús del Calvario). Era uno de los maquinistas del expreso Madrid-Algeciras que conectaba con el Peñón de Gibraltar. Rafael Gordillo fue a su casa para transmitirle la petición desesperada del amigo Lara, pero Guzmán le contestó: «Rafael, la única que he conseguido es para un familiar de Pepe Marchena, y se la voy a entregar esta tarde en el bar Plata».

Pero Rafael Gordillo insistió: «Guzmán, búscale como sea a mi amigo seis botes de penicilina, pues su hijo se le muere». El tal Guzmán por toda respuesta le comentó: «Esta tarde me llegaré a ver el relevo y, de paso, me pasaré por el Depósito, a ver si encuentro algo. Lo que sea te lo diré luego a la tarde en la taberna de Armenta».

No hizo falta que se encontraran en la taberna, pues coincidieron esa tarde en el pórtico de la iglesia de San Lorenzo, inmediato a la taberna, donde Gordillo estaba desde hacía horas nervioso esperando impacientemente. Allí vio llegar al maquinista Guzmán que, con alivio y alegría, le entregó los seis botes de penicilina. A Rafael le faltó tiempo para ir a casa de Lara y entregársela. Afortunadamente, allí ya estaba el médico, con lo que pudo empezar de inmediato el tratamiento.

Al siguiente día, más tranquilo y serenado, Pepe Lara se presentó en la taberna de Armenta (luego Casa Manolo) con todo lo que había podido recaudar para pagar aquella costosísima medicina. Nada le hizo falta, pues en la taberna, como en esa maravillosa escena de la película '¡Qué bello es vivir', a instancias del mismo Rafael Gordillo los parroquianos habituales como Alfonso Espejo, Pepe Estévez, Gabriel González, José Torderas, Federico Murrugares o Jerónimo García, entre otros, (Dios mío que buena gente) habían hecho una colecta para intentar ayudarle en el pago, a pesar de que la mayoría de ellos estaban a dos velas. Aquel gesto desarmó a Pepe Lara que empezó a llorar y a dar besos y abrazos a todos sus amigos, porque además su hijo se había salvado, según le había dicho el médico. Esa era la solidaridad que se respiraba en aquellos tiempos tan duros. Todo esto nos los contó emocionado, años después, Pepín Sánchez Aguilera, testigo presencial y además cuñado de esa gran persona que fue Rafael Gordillo Vega.

comentarios
tracking