El autismo progresista
«Se le antoja que así desentierra a Franco cada mañana y le vuelve a ganar la guerra civil todas las tardes»
«Repliegue patológico de la personalidad sobre sí misma», reza convincentemente la primera acepción según la RAE. No parece mala manera de explicar los rictus y aspavientos de Irene Montero depositada como una excrecencia del sanchopodemismo sobre el banco azul, como expresión de la inquina, la patanería y la porfía de los dos garañones que la pusieron en el machito. Ya pueden Bruselas, la realidad o la inmensa mayoría de las mujeres decretarla errada, ciega, enemiga del bien, contraria a cualquier racionalidad moral: ella continúa en sus trece, llorando de la rabia, aferrada al juguete destructivo –y presupuestariamente saneado—que han colocado a su alcance los citados.
No está sola en dicho síndrome. Un matonismo euskaldún no arrepentido de sus centenares de asesinatos, un catalanismo obcecado en que unas pobres niñas venidas de Argentina sueñen, piensen y se expresen mediante la gramática que inventase Pompeu Fabra, una izquierda que cifra el remedio a la subida del precio de los alimentos en la introducción de economatos y listas de racionamiento, encarnan esa misma posición política y filosófica. Su delirio ha de ser ley, e impuesto por la fuerza. Si va contra los hechos, la experiencia, la utilidad o la cordura, que se fastidien estos últimos. El «progresismo», declarado única religión de España, exige ser mantenido a sangre y fuego, caiga quien caiga, porque les mola cantidad.
El tradicional apego a la sumisión de las manadas carpetovetónicas sin duda coadyuva a que nos definamos como el país más progresista de occidente. Nuestro progresismo no es el de Inglaterra, Alemania o Chequia. Ni tan siquiera se asemeja al de India o Sudán. Es endógeno y cimarrón. Cualquier miasma woke, liberticida o neocomunista que pueda ponerse de moda, ser lanzada desde una zahúrda globalista o escapar de una grieta tóxica aquí la acogemos, radicalizamos e inflamamos con delectación digna de mejor causa. Luego, al seguidismo palurdo, al gusto por lo chusco y desmedido, se une otro factor entre los aplaudidores, sin los cuales esa casta de jefecillos, corifeos y funcionarios, que han impregnado como un virus pestilente las instituciones, no ejercería su diaria actividad. Me refiero al rencor, a ese afán obsesivo de resarcimiento. Con el sostén a cada una de estas barrabasadas y su interiorización mental, se diría que el hombrecillo pintado por Wilhelm Reich se siente realizado y protagonista. Se le antoja que así desentierra a Franco cada mañana y le vuelve a ganar la guerra civil todas las tardes. Que perjudicando a su patria, a sus hijos y a sí mismo se está concediendo un homenaje o cobrando una venganza, obteniendo compensación por tantas frustraciones y complejos.
Tienen especial gracia –o mala sombra-- esos votantes de la izquierda que son gente educada, con sensibilidad escrupulosa y concepciones, pongamos, tiernamente humanistas. Son los que dicen: sí, es por completo indiscutible, todo esto son desafueros, barbaridades, delitos, profanaciones, horteradas; ejemplos de doblez, mediocridad, estulticia, perversidad y corrupción. No lo dudamos ni un minuto; ni lo discutiremos. Pero óigame usted, sabioncete, que lo veo venir y yo no paso por pardillo. Primero, son los míos quienes los perpetran, así que me merecen compasión, ya que no respeto. Segundo, ha habido calamidades parecidas desde que el mundo es mundo, no tiene nada de extraordinario, y apenas requiere que miremos hacia otro lado para seguir siendo felices, biempensantes y éticamente superiores. Y, en tercer lugar, no existe crimen alguno, por horrible que pudiera ser, que no sea mil veces preferible, antes que abrir la puerta a la derecha, tolerar su discurso y sus valores, o admitir que un progresista pudiera estar equivocado. Eso, jamás.