Avería y redención
No me gustan las canciones de amor, y sí, mucho, las que van desde la cima a la caída y la asunción de la pérdida. Eso lo aprendí de las novelas de la Generación Perdida, las que me descubrió mi amigo Joaquín y luego amplié en la música con Quique González. Todo fue rápido, sutil y extraño, pero me adentraron en un universo que, con el paso del tiempo, reconozco como una preparación.
Todo estaba por venir, pero no lo sabía. Y el momento exacto llegó con una columna sobre un disco de Quique González (luego serían todos). Tocaban los Taxi Drivers en Ajuste de Cuentas los grandes éxitos que cantaba Quique y, en aquel directo, retumbaba en el pecho Y los conserjes de noche.
En aquel momento no lo entendí, pero había un secreto en aquella canción, que me emocionaba sin respuestas a las preguntas que no sabía formular. Luego llegó Avería y Redención y, entre la joya y rareza que convivía en aquel disco, seguían las preguntas sin enunciado y las respuestas por venir.
Cuatro años después cambio mi vida para siempre. Fue una noche definitiva de agosto cuando me enamoré por segunda vez en mi vida y el cambio de rumbo fue tan rápido y con el suspense que aguarda en el latido de aquellas canciones. Y fue el tiempo en que Madrid se convirtió en mi segunda casa o, quizá, en la primera.
Había un bar al lado de la calle Hortaleza, donde hice lo que nunca pensé y le pedí que se casará conmigo. Visitábamos aquel sitio con frecuencia y un día estaba allí, Quique González, acompañado por Leiva, cuando era menos famoso. Después, ella se vino a Córdoba, o me la traje sin saber lo que me iba a arrepentir de dejar aquella ciudad que me abrumaba y, como un veneno, me atrapaba en cada esquina.
Y los conserjes de noche cobró todo su sentido y lo vi cuando ya era demasiado tarde. Hace una semana volvimos allí y me odié por habérmela traído, pero estábamos allí y, aunque no me gusten las canciones de amor, le tarareé una a la ciudad que me hizo feliz.