Aún hay esperanza
«Desde los parvularios hasta las academias de peluquería, todos tienen su graduación. Que no falte. Y todo en detrimento de la de verdad, la universitaria»
Las ceremonias de graduación se han prodigado en los últimos años con la misma fertilidad que Halloween. Cualquier motivo es bueno para ponerse sobre los hombros la banda con el color que sea y tocarse con el birrete cuadrado, en muchos casos hecho de cartulina negra. Da igual.
Desde los parvularios hasta las academias de peluquería, todos tienen su graduación. Que no falte. Y todo en detrimento de la de verdad, la universitaria, que ha perdido la emoción primigenia debido a la devaluación del acto hasta convertirlo en un rito de paso más.
El otro día estuve en una graduación en un instituto público. De tiros largos los alumnos y los padres emocionados. El salón de actos acogió la ceremonia que parece haber fijado un ritual standard: discursos institucionales, alguna actuación musical, el desahogo de los alumnos en claves que sólo entienden ellos, algún vídeo y la entrega de becas, fotografías, birretes o lo que sea. Parece que ya está definido el modelo.
El instituto, repito, es público y me sorprendió gratamente el desarrollo del acto. Al comienzo intervino una tutora y la presidenta del AMPA y sus palabras estaban adobadas de términos falsamente inclusivos que dificultaban la comprensión de lo que estaban diciendo. Mucho ‘alumnado’ y ‘profesorado’ por aquí y por allá que me hicieron, con toda la razón del mundo, temer lo peor en las casi dos horas que duró la graduación.
El discurso del director de centro estuvo más asequible, ya que no abusó, ni mucho menos, de la terminología políticamente correcta. Un par de pinceladas para contentar a los más exaltados y se acabó.
La sorpresa vino con las intervenciones de los alumnos. Lo hicieron dos por clase, por lo que fueron ocho en total los que subieron al escenario y ni uno solo de ellos hizo el más mínimo alarde de inclusividad. Esta terminología, que sólo ha calado en políticos, sindicalistas y docentes, tiene como finalidad adiestrar a las nuevas generaciones y a la vista de lo visto esta semana salí de allí con la satisfacción de ver que aún hay esperanza.
Aquellos adolescentes, con el beneplácito de sus compañeros que aplaudieron a rabiar, hicieron su balance del curso, hablaron de sus profesores y lo salpicaron todo con anécdotas sin flaquear en ningún momento y sin soltar, por ejemplo, lo de ‘alumnado’ y ‘profesorado’. No había intencionalidad alguna en sus palabras, ya que, a la vista estaba, todo se desarrollaba marcado con esa alegría y espontaneidad que acompaña de forma indisoluble a la adolescencia.
Terminado el acto, salí de ese instituto -público, repito- no sólo con la satisfacción de haber asistido a la graduación y de haber disfrutado en esas casi dos horas, sino de haber descubierto sin esperarlo que el adoctrinamiento a los alumnos está haciendo aguas.