La vaharada
Para explicar la evolución y cómo se producen cambios en los seres vivos por la entrada de un suceso fortuito, se suele poner como ejemplo el de las mariposas de los abedules. Estos insectos eran blancos para confundirse con la corteza del árbol. El hollín expulsado por algunas fábricas durante la revolución industrial hizo que en determinadas regiones la corteza se oscureciera. En poco tiempo las mariposas fueron visibles para sus depredadores, que las exterminaron. ¿A todas? No. Sobrevivieron las que tenían mutaciones oscuras y antes eran las primeras en morir de forma irremediable por un defecto genético que se tornó tabla de salvación.
En el caso del ser humano, hasta hace unos 20 años la cadena trófica estaba clara. El hombre estaba por encima y el perro por debajo. El hombre daba órdenes y el perro obedecía. El perro guardaba la finca. El perro pastoreaba el rebaño. El perro buscaba desaparecidos. El perro detectaba bombas. El perro tiraba del trineo. El perro ofrecía consuelo en los hospitales. El perro era una mascota cariñosa. El perro traía las pantuflas y los últimos periódicos en papel cuando no se sabía que esos periódicos en papel serían los últimos.
Pero en torno a aquellas fechas la burocracia expulsó su particular hollín, el elemento azaroso que trastocó la pirámide: la obligación de recoger las cacas de estos animales. El que era considerado dueño o propietario de perro el día anterior… pasaba a ser al siguiente un pobre diablo con un mojón humeante en la mano tres veces al día.
Alguien puede decir que antes las calles estaban salpicadas de deposiciones. Sí, pero había pocos perros. Entonces empezó una colonización silenciosa que ha llevado a que España vaya camino de los 30 millones de perros o que en Córdoba haya el doble de perros que de niños. La especie antaño subordinada comenzaba su invasión sin dejar de menear el rabo y poner caritas adorables, un verdadero caballo de Troya que a veces porta hasta un lacito rosa y un chalequillo.
La especie que fue dominante se resiste apenas mediante la evolución en los términos. Ya no se habla de dueños o propietarios, mucho menos de amo. Se pasó a compañero o responsable. Algunos tratan a sus perros de peludos, niños o incluso hijos, pero no recuerdo yo que una madre adulta tenga en la palma de la mano la boñiga de su hijo médico, abogado, fontanero o camarero. En los últimos tiempos algunos apuestan incluso por tutor, implicando la sujeción de un ñordo en la tutoría. Otros, ya casi rendidos, indican que son el humano de su perro. Y así es tal cual: son el humano del perro.
Viene al caso esta inversión de valores por la vaharada, palabra en desuso que sin embargo hay que recuperar para describir con precisión el aroma de la ciudad, lejos del azahar en primavera o la dama de noche y el jazmín en verano. Un ejemplo concreto. Se acerca uno ufano al parque Elena Moyano, conocido por los Teletubbies, y llega la vaharada, una ráfaga de olor a mierda que, potenciada por el calor, es capaz de pudrir al instante una pituitaria de ciudadano medio.
Campan allí a sus anchas perros sin correa con sus correspondientes siervos humanos, que no dan abasto para agacharse a recoger los excrementos que perfuman el ambiente. Que además en este parque o en cualquier otro de Córdoba a una familia se le ocurra extender un mantel en la hierba para hacer un picnic resulta impensable, pues acabarían sentándose en alguna inmundicia o, en el caso de arrobados enamorados que se tumban para mirarse fijamente a los ojos, poniendo la mejilla en esa particular almohada conocida científicamente como morcón del quince puesto por un perro de raza peligrosa que va corriendo sin bozal.
Todo parque cordobés está copado por los perros y sus humanos, algunos incluso, en el colmo de la desfachatez, tienen un parque canino dentro, que es ya como una zona vip dentro de sus zonas de ocio. No hay barrio de Córdoba que no tenga el suelo comido por los orines o huela a heces. No hay farola, esquina o árbol sin mear. La situación es más grave en aquellas aceras que tienen pocos portales de viviendas, y se considera cuarto de baño por la raza superior que arrastra allí a sus humanos, o las zonas que tienen soportales (caminar por Ollerías, sin ir más lejos, es una verdadera aventura para la nariz y la vista).
Más de cien mil perros orinan y defecan varias veces al día en las calles de la capital cordobesa. La corrosión del suelo y la fragancia resultante muestran la fuerza inusitada de la especie que se ha impuesto. Ríanse mientras, prácticamente derrotados, aspiran la vaharada, que cuando el gobierno de la nación pacte con el primer partido dirigido por un buldog francés vendrá el llanto y el crujir de dientes.
Renunciamos a defendernos de la conquista paulatina y sigilosa de unos seres vivos que para saludarse entre ellos se huelen el trasero. Y pagaremos por ello, ¡ya lo creo que pagaremos por ello!