La culpa fue de Walt DisneyBlas Jesús Muñoz

El campo bueno y el campo maldito

Actualizada 05:00

Ayer estuve repasando, con la buena voluntad que a un padre se le supone, la definición de palabra homófona y la de la polisémica. Aquello me trajo recuerdos de mi EGB y lo mucho que, ya por entonces, me gustaban las palabras. Esas que te dan la libertad o te la quitan, depende del caso.

Así, recordando los años de cole y cómo me gustaba que una palabra tuviera distintos significados, me vinieron a la mente los campos de Priego de Córdoba y su mar de olivos, así como el campo de fútbol del Córdoba. Y dirán, no tiene sentido. Pues la verdad es que para un ser normal no, pero para mí sí.

Y es que me acordé de una rueda de prensa de esta semana en la que el presidente de la Diputación hablaba de las zonas rurales y de cómo son un tesoro para algunos de sus habitantes, como fue el caso que le sucedió con unos australianos que estaban en Priego y que no querían que en el campo se construyera nada, solo disfrutar de su silencio y del trinar de los pajaritos.

Esa escena vale más que un poema y, ante todo, porque refleja la calidad de vida de las zonas rurales. Y lo dice alguien que sin asfalto y nicotina no alcanza la paz interior.

Luego está lo del otro campo, que en lugar de olivos está rodeado de arena (y no del desierto de Baréin) y cuya estructura es una mole de hormigón caduca. Es, más que una estructura a medio hacer, la viva imagen de la Córdoba inconclusa. Esa que comenzaron a deconstruir los comunistas y que en el campo de fútbol encuentra su icono.

Cuando voy de copiloto por la A-4, por más que pase, no dejo de pensar que el estadio podría ser la viva imagen de un edificio anclado en plena zona de guerra, con su hormigón marchito, sin tabicar y con ese aroma de eficio abandonado cuando, en una inspección, descubrió el técnico de turno la aluminosis.

Luego recuerdo que, hasta mis 16, iba a otro campo, más antiguo, pero mejor, mucho mejor. Al menos en él, no comenzaron a salir grietas cuando estaba recién hecho; no se veían agujeros de obras inacabadas; no había losas sobre las que balancearse; y tampoco tornos cubiertos con lonas de la liga con más herrumbre que los utensilios de una vaquería.

Claro que en aquel tiempo, hace poco más de 30 años, hasta la feria parecía una feria y no un recuerdo decadente de la ciudad que fue, quiso ser y nunca llegó.

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