Pulso legalÁlvaro Caparrós Carretero

El laberinto sin salida del joven abogado autónomo en España

Actualizada 04:30

En esta nuestra querida España, donde las calles están empedradas de buenas intenciones burocráticas y los jóvenes talentos son tratados como estorbos, el camino para convertirse en abogado autónomo es más parecido a un castigo mitológico que a una carrera profesional. Si Sísifo levantara la cabeza, se sentiría identificado.

Comencemos por el inicio del calvario: el Máster de Acceso a la Abogacía. Un programa que, lejos de facilitar la entrada al mundo laboral, se ha convertido en una traba más. Este máster, obligatorio desde 2011 y que además, exige dedicación exclusiva. Es decir, olvídese el estudiante de compaginar estudios y trabajo; porque, claro, ¿quién necesita ingresos cuando puede endeudarse?

Durante dos años, el aspirante a abogado se sumerge en un plan de estudios que, a efectos prácticos, aporta poco o nada. La formación aunque interesante, si en algo destaca es en sus buenas prácticas. Y como si esto fuera poco, al finalizar el máster, debe enfrentarse a un examen de acceso que, más que evaluar competencias, parece diseñado para retrasar aún más la entrada al mercado laboral.

Superado este periplo, el joven abogado piensa que, al fin, podrá ejercer. Pero no. Aún debe colegiarse, pagando las correspondientes cuotas de inscripción y mensuales al colegio de abogados, que, lejos de ser simbólicas, suponen otro golpe para un pobre bolsillo. Además, está el seguro de responsabilidad civil y otros gastos asociados que se suman a la montaña de inversiones iniciales.

Decidido a ejercer por cuenta propia, nuestro valiente protagonista se da de alta como autónomo. Y aquí es donde la cosa se pone interesante. La cuota de autónomos en España es una de las más altas de Europa, sin importar si se factura o no. Es reconfortante saber que, aunque no se haya ingresado un solo euro, el Estado siempre estará ahí para cobrar su parte. Porque, claro, hay que mantener el engranaje burocrático bien aceitado.

El joven abogado se enfrenta entonces a una realidad aplastante: impuestos desmesurados, trámites interminables y una competencia feroz de grandes firmas legales que monopolizan el mercado. Estas empresas, con recursos y contactos, absorben la mayor parte de los clientes, dejando a los autónomos peleando por las migajas.

Las grandes firmas legales, engullen el mercado con una voracidad implacable. Ofrecen servicios integrales, tienen presencia internacional y cuentan con departamentos dedicados exclusivamente al marketing y captación de clientes. Compitiendo contra ellos, el joven abogado autónomo es como David contra Goliat, pero sin honda ni piedras.

Mientras tanto, los gastos no cesan. Alquiler del despacho —porque atender en la cafetería de la esquina no es una opción profesional—, materiales, software especializado, cursos de formación continua... Todo suma y nada resta. Y si, por casualidad, consigue algún cliente, debe enfrentarse al laberinto fiscal: IVA, IRPF, retenciones, declaraciones trimestrales... Un sinfín de obligaciones que convierten el ejercicio de la abogacía en una carrera de obstáculos administrativos.

Es irónico que en un país con una tasa de desempleo juvenil alarmante, se pongan tantas trabas a quienes quieren emprender. En otros lugares, se incentiva a los jóvenes profesionales, se les facilita el camino, se reconoce su valor. Aquí, en cambio, parece que se les castiga por atreverse a intentarlo.

Y mientras todo esto sucede, las instituciones miran hacia otro lado. Las promesas de reducir la burocracia quedan en papel mojado, las ayudas nunca llegan y las bonificaciones son insuficientes. Se habla mucho de apoyar a los autónomos, pero en la práctica, las medidas son cosméticas y no abordan el fondo del problema.

Es curioso cómo, en un país tan aficionado a los trámites y papeleos, no se haya simplificado el proceso para crear una empresa o ejercer una profesión. Según datos recientes, en España se requieren 13 días y múltiples trámites para constituir una empresa. En países como Estonia, se puede hacer en cuestión de minutos y de forma telemática. Pero, claro, comparar es odioso.

La consecuencia de todo esto es evidente: el talento se marcha. Los jóvenes abogados buscan oportunidades en otros países donde su esfuerzo y formación son valorados. Y los que se quedan, a menudo terminan trabajando para las grandes firmas, renunciando a su independencia y sometiéndose a jornadas laborales interminables por salarios que no compensan.

Es lamentable que una profesión tan noble como la abogacía esté siendo fagocitada por el sistema. Que el espíritu emprendedor sea ahogado por cargas fiscales desproporcionadas y que la meritocracia brille por su ausencia. Se está perdiendo una generación de profesionales valiosos que podrían aportar mucho a la sociedad.

Es hora de dejar de poner palos en las ruedas y empezar a facilitar el camino. De reconocer que los jóvenes abogados no son el enemigo, sino una pieza clave para el desarrollo y la justicia en nuestro país. Si no se toman medidas urgentes, seguiremos viendo cómo el talento se escapa, cómo las grandes firmas monopolizan el mercado y cómo la abogacía pierde su esencia.

Al final del día, no se trata solo de números y estadísticas. Se trata de personas, de sueños, de vocaciones. Se trata de construir un país donde emprender no sea un acto heroico, sino una opción viable y reconocida. Donde el esfuerzo tenga recompensa y donde las trabas burocráticas no ahoguen la iniciativa.

Pero, quizás, pedir sentido común es demasiado en estos tiempos. Mientras tanto, solo nos queda admirar la tenacidad de aquellos jóvenes abogados que, pese a todo, siguen luchando por ejercer su profesión de forma autónoma. Son ellos los verdaderos héroes anónimos de esta historia. Y merecen algo más que obstáculos y desilusiones. Merecen un futuro.

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