De este agua no beberéRafael González

La acogida

No asegura el éxito. Pero suele haber pocas experiencias más llenas de luz, de calor y empatía

Actualizada 04:30

De la acogida se suele encargar un veterano o alguien con los galones de terapeuta, dependiendo de la asociación o grupo al que se llegue con el naufragio. Porque los acogidos no alcanzan la sala en patera, pero son náufragos que en muchos casos han sido llevados a rastras por un familiar, el único que les soporta, o por ellos mismos y su asumida derrota.

Si esperan a un tipo que les riña como una esposa o una madre o un jefe o un amigo saturado, que les eche en cara su enfermedad y sus reiterados fracasos, la primera sorpresa del acogido es que encuentra a alguien cómo él, que hace muchos años atracó en el mismo puerto de igual manera o incluso peor, porque también en el alcoholismo hay diferentes grados y circunstancias como en la vida misma. La acogida es el único reducto de fortuna entre los escombros y la antesala para la liberación o el regreso al infierno. No asegura el éxito. Pero suele haber pocas experiencias más llenas de luz, de calor y empatía, de encuentro, que cuando se recibe a un hermano que es uno mismo pero con menos días en sobriedad. De diez que lleguen, cinco se marcharán. De los restantes al menos tres cogen la puerta por la que entraron y solo dos permanecen en los días sucesivos, sin más horizonte que veinticuatro horas de gracia y perdón. En manos de Dios, porque ellos solos no pueden hacerlo.

Cuando en estos pasados días la discusión giraba en torno a las verbenas fallidas, a los dineros que no se han ganado y a los posibles votos perdidos, ha sido inevitable pensar en la falta de caridad de unos, en la soberbia de los otros y en el desconocimiento de la realidad de todos, a pesar de que dicen vivir para los demás. Porque de cara a la galería se organizan fiestas benéficas o se firman convenios de ayuda a lo que ahora, eufemísticamente, se denomina tercer sector, camuflando el idioma para esquivar las mentiras disfrazadas de ciertas y las verdaderas intenciones que nunca son las mejores. Aires y desaires de gente imbuida en una importancia que siempre es transitoria, demasiado breve y aritméticamente sustituible por los egos de otros que, como ellos, se creerán elegidos. Se habla de vandalismo y molestias, de meados y ruido. Pero no de alcohol. Hasta el botellón es cero/cero para mutar en definición de fenómeno social y juvenil, de avalancha y rebaño, pero sin gasolina.

Mientras, cada semana se producen algunas acogidas. Sus participantes no emiten comunicados ni organizan ruedas de prensa. Los que reciben son gente anónima que de verdad oculta a su mano izquierda lo que hace la derecha, y que regala gratuitamente aquello que gratis se le concedió en una acogida similar. No quieren ni necesitan subvenciones, ni fotografías ni por supuesto imposturas. Todo eso es lo que emborracha y hace enfermar. El alcohol se suma como un conductor que acaba convirtiéndose en pasajero perenne incluso cuando ya no está.

En la acogida no se juzga. Esto de hoy, sin ir más lejos, es una reflexión, no una crítica. Es lo primero que aprendí cuando a mí, generosa y libremente, también me acogieron.

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