De este agua no beberéRafael González

La mala educación

Ya he escrito aquí que muchos venimos de una vida anterior más fácil pero sobre todo más decente. Era aquella en la que se respetaban horarios como el de la sobremesa y la siesta, sobre todo en verano, y días como el domingo

Actualizada 05:00

La socióloga australiana Judy Wajcman publicó en 2017 un interesante ensayo titulado Esclavos del tiempo en el que presentaba sus conclusiones sobre cómo afectaba a nuestras vidas ,y al uso y sentido del tiempo, las cada vez más presentes tecnologías de la comunicación y la información, las TIC. El libro, cuyo subtítulo es Vidas aceleradas en la era del capitalismo digital, Wajcman disecciona como la socióloga que es la denominada sociedad de alta velocidad – una mirada más amplia a la sociedad red de Manuel Castells-, la paradoja de la falta de tiempo (¿les suena?), en qué se estaba convirtiendo eso de trabajar con conectividad constante – antes de la pandemia-, cómo la era digital afecta al tiempo doméstico y a la calidad de las relaciones familiares, y una reflexión final que apunta al hecho de 'encontrar' tiempo en esta época caracterizada por la velocidad y la instantaneidad, dos aspectos que nos mantienen ocupados más horas al día de lo deseado.

Diez años antes, en 2007, cuando aún los denominados smartphones no se habían popularizado, Wajcman, entomóloga del ser humano en la era digital, comenzó a estudiar las pautas de uso del teléfono móvil de cara a descubrir si estos dispositivos ayudaban o dificultaban «los esfuerzos individuales para gestionar el tiempo laboral y familiar». Se asomaba la autora, pero sin exponerlo claramente, a lo que poco después formaría parte del régimen jurídico laboral y sobre lo que ya hay jurisprudencia: el derecho a la desconexión. Han sido muchas las empresas que han abusado, y lo siguen haciendo, de la hiperconectividad, saltándose a la torera horarios, cuadrantes y convenios. El problema es que no solo es algo que quede reducido al ámbito laboral.

Ya he escrito aquí que muchos venimos de una vida anterior más fácil pero sobre todo más decente. Era aquella en la que se respetaban horarios como el de la sobremesa y la siesta, sobre todo en verano, y días como el domingo. Nada de eso se tiene en cuenta ya a la hora de enviar un mensaje, o varios atropellados, para cualquier idiotez que sirva para alimentar el ego del emisor o cubrir una urgencia que objetivamente no lo es pero que en estos tiempos histéricos precisan toda la atención del mundo – para los histéricos, claro- sea la hora que sea y el día del año que esté en ese momento en el calendario.

Puedo contar centenares de casos sobre mensajes recibidos a deshoras- a las deshoras de antes del estudio de Wajcman-, que llegan al móvil de un tipo, servidor de ustedes, que ha decidido tener un solo número, el mismo desde 1996, con Airtel y cuando empezaba por 9, ya que se niega a tener dos líneas porque ha preferido hacerle frente a la esclavitud digital. Puedo señalar aquí y en una lista la cantidad de gente que se convierten en tremenda decepción porque han perdido las más básicas normas de cortesía (¿ cómo serán, pues, en su vida privada?) y cómo observo que al final, además de las premuras artificiales, lo que hay es un exceso de egotismo y sobre todo de egoísmo en aquellos del mensaje a la hora que les sale del alma, lo cual no hace sino aumentar mi cada vez mayor desconfianza generalizada hacia el género humano.

Pero sobre todo lo que compruebo, y eso no lo recoge en su ensayo la socióloga australiana, es una falta de educación espectacular, de manera particular en aquellos que, por edad, fueron educados en una España más tranquila y decente, como he señalado antes. Suelen coincidir, curiosamente, con los que en sus perfiles de redes sociales más pontifican, se golpean el pecho, coachizan al personal o citan a Pablo Coelho para castigo de sus seguidores.

Que ya es triste seguir en Facebook según a quién pudiendo abrir un libro como el de Wajcman.

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