firma invitadaAntonio Morales López

La esencia de lo místico

«No es una mera obra en la que el fondo es atrezo, ahí, todo lo escrito tiene vida propia»

Actualizada 04:30

Cuando digo a la gente que estudio Derecho, la reacción siempre es la misma: ¡Buf! Pero eso es un tostón, tantas leyes y tantas cosas. Cuando estoy leyendo entre horas en la cafetería y alguien se acerca a saludar y me pregunta qué estoy leyendo y digo que leo a Tolkien, la respuesta suele ser la misma. No sé ustedes en qué habrán empleado los dos últimos meses, pero yo he querido dedicarme a leer la obra de J. R. R. Tolkien, en desorden y mal, pero leído queda.

Escuchaba un día una entrevista a Borges, el entrevistador le preguntaba sobre el Ulises de James Joyce —mesiánica obra del autor y pendiente en mi librería—, decía que el Ulises es imposible de leer, que lo máximo a lo que aspiraba era a intentarlo. Pues con la obra de Tolkien viene ocurriendo lo mismo, a pesar de no ser el monólogo interno de un dublinés. Es una mitología, de principio a fin, es consabido cuál era el oficio del autor en la Universidad de Oxford. Es una historia repleta de personajes, principales y secundarios, nombres, genealogías, historias anteriores a la narrativa que mentan como intrahistoria conocida por los personajes que coexisten en esa realidad y tienen su propio pasado. El reproche general al autor es decir que se pasa páginas enteras describiendo el color del pasto, la forma de las montañas y el estado del clima; yo, sinceramente, no lo he percibido.

Es una obra que he navegado totalmente absorto, sin darme cuenta de los pormenores de la épica, tomando notas, marcando cada volumen con asteriscos y sacando anotaciones y citas cada pocas páginas. Si el autor se gusta a sí mismo, describe al micrón las briznas de hierba o cuenta los requiebros de las cumbres y las hojas caídas por el otoño en Lorien, no lo sé. Porque me ha abrazado de tal manera que he sido uno más de la Compañía.

Pero si algo he de remarcar del absoluto, es una mota particular y casi imperceptible al ojo del lector medio, que abre los libros de Tolkien como el que va a leer una simple novela de aventura y fantasía. Esa mota que subyace en toda su obra es la esencia de la Divinidad de su mundo. Tengo oído, que en El Silmarillion habla más profundamente y ya sin encriptar, de los Dioses de su historia, lo descubriré este fin de semana, sin duda. Pero esa partícula de lo sobrenatural, de la más pura magia que sólo lo celestial ostenta, es lo que escapa a la mayoría; es lo que hace que leer a Tolkien sea un completo pestiño. Porque detrás de esas incontables páginas describiendo recovecos del camino que los Hobbits van pisando, detrás de esos encantados bosques élficos, de esas cuevas de Enanos, detrás de esa luenga barba y manto azul de Gandalf, hay una esencia espiritual y profundamente cristiana. Pues es menos sabido que Tolkien, además de filólogo, era cristiano y se crió —junto con su hermano— con el Padre Francis, o Tío Curro: el sacerdote español en Birmingham que acogió y educó a los hermanos.

Si es esa esencia lo que se escapa al ojo poco ávido del lector casual de Tolkien, sus historias no tienen mucho más interés que entretener a los que buscan una buena historia fantástica y deprimir profundamente a los que lo toman como un libro de obligada lectura. Aunque para estos lectores, C. S. Lewis tenía una categoría: el mal lector. Aquel que es un buscador de prestigios, un «leeclásicos» de manual que lee todo lo que se supone que todo ha de ser leído; que se rodea de lo que hay que leer: desde nuestro castizo Quijote, hasta el ruso Dostoyevski. Que luego exhibe sus triunfos como trofeos de caza y presume de ellos en el Club de Campo; en palabras de Lewis: vulgo restringido. Pues si va usted a leer a Tolkien desde esa perspectiva, tiene un claro problema: son muchos libros para obtener muy poco jugo. Si se adentra usted en ese mundo, con la idea de trascender la historia y mirar tan hondo en el horizonte como los personajes hacen, verá usted en lontananza aquello de lo que le hablo. Porque desde el primer zorro que aparece, hasta el último rincón de las cavernas de los hediondos Trasgos, expelen una magia especial y una vida propia.

No es una mera obra en la que el fondo es atrezo, ahí, todo lo escrito tiene vida propia. Y todo lo que tiene vida propia, aún muerto, se sustenta por la mano de lo místico y de un poder creador. Para que entienda usted las famosas cuatro páginas —que yo no he podido encontrar— de Tolkien hablando de la hierba: esa hierba es ser en sí y por sí misma.

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