Ley de Eficiencia Procesal: la alfombra nueva para el mismo polvo
«Los abogados llevamos tiempo encargándonos de buscar acuerdos y evitar los pleitos siempre que es posible»
Podría empezar este artículo hablando del asalto al poder judicial con el que Pedro Sánchez ha escrito su propio capítulo en el manual del cacique contemporáneo: leyes exprés para exculpar a su mujer, indultos a medida para los suyos, jueces incómodos que son pasto de reformas a golpe de decreto. Pero, sinceramente, ya me aburre. Ya hemos visto tantos episodios surrealistas que uno no sabe si está viendo la realidad o un spin-off de «La casa de papel», pero esta vez con la toga como protagonista.
Así que hoy me apetece cambiar de escenario, aunque no de tema: otra vuelta de tuerca al sistema judicial. Hoy, la estrella invitada es la nueva Ley de Eficiencia Procesal. Vaya oxímoron, dirán los optimistas y los que aún conservan algo de esperanza en la lógica. Porque esta ley no va a traer eficiencia ni va a aliviar nuestros saturadísimos juzgados. Va a hacer lo que se ha hecho siempre: desplazar los problemas hacia adelante, como quien barre el polvo debajo de la alfombra y, de paso, cambia las cortinas para que el salón parezca nuevo.
La premisa es simple: como los juzgados están colapsados y los juicios se dilatan tanto que a veces el propio justiciable se olvida de por qué demandaba, vamos a fomentar los llamados MASC, o «Mecanismos Alternativos de Solución de Conflictos». Dicho de otro modo: vamos a intentar que la gente resuelva sus diferencias sin molestar al juez. La idea, en abstracto, no suena mal. Pero si la analizamos con un poco de detenimiento, empezamos a ver las costuras.
Los MASC son un bonito decorado que queda fenomenal en los powerpoints del Ministerio. Mediación, negociación, conciliación… Todo muy pacífico, muy consensuado, muy del tipo «vamos a llevarnos bien». Pero, ¿en la práctica? Los abogados llevamos tiempo encargándonos de buscar acuerdos y evitar los pleitos siempre que es posible, porque un buen abogado sabe que ganar es evitar el juicio cuando se puede. Ahora parece que quieren burocratizar algo que ya hacíamos, haciéndonos perder más tiempo en trámites innecesarios. Imaginemos a un deudor profesional de esos que deben hasta el aire acondicionado de su oficina. ¿De verdad alguien piensa que se va a sentar a negociar de buena fe cuando sabe que su objetivo es ganar tiempo y esquivar el embargo? Por no hablar de las controversias más complejas, donde los intereses enfrentados no se resuelven con buenos gestos y apretones de manos, sino con un juez que diga alto y claro quién tiene razón.
Por supuesto, en el discurso oficial se nos vende que esta ley descongestionará los juzgados. Durante este año y el próximo, veremos titulares hablando de la reducción de los casos ingresados. Pero lo que no dirán es que los asuntos pendientes no se han resuelto mágicamente: simplemente se han desviado temporalmente por la vía del rodeo. Los conflictos que no se resuelvan en estos MASC acabarán en el juzgado igualmente, pero llegarán más tarde, más complejos y, en muchos casos, con intereses y agravios acumulados. Estamos hablando de una huida hacia adelante en toda regla.
Y aquí llega la parte más sangrante para los que nos dedicamos al noble (y cada vez más quijotesco) oficio de la abogacía. Porque la ley también nos convierte en una especie de terapeutas legales, forzándonos a agotar estos mecanismos antes de interponer ciertas demandas. En muchos casos, esto significa más trabajo burocrático, más reuniones inútiles y, por supuesto, más excusas para que la administración diga que todo va viento en popa. Pero no nos engañemos: el barco sigue haciendo agua por todos lados.
Por supuesto, habrá quien diga que los abogados debemos abrazar el cambio, que debemos ser parte de la solución. Y estoy de acuerdo: podemos, debemos, ser parte de la solución. Pero lo que no podemos hacer es sostener un sistema que, lejos de darnos herramientas útiles, nos sobrecarga con más procesos previos sin dotarnos de recursos ni tiempos adecuados.
La realidad es que la gran mayoría de los MASC no funcionan bien porque requieren algo de lo que el sistema judicial español carece: confianza mutua entre las partes, incentivos reales para pactar y un respeto al principio de seguridad jurídica que, en ocasiones, parece haber desaparecido del mapa. Si esto no se soluciona, lo único que se consigue es que el ciudadano de a pie se canse aún más del sistema judicial y busque otras vías, a veces tan poco ortodoxas como lamentables.
Así que, estimados lectores, cuando lean que la Ley de Eficiencia Procesal va a acabar con los retrasos judiciales, recuerden que es otro episodio más de la serie «Vamos a maquillarlo y que no se note». Los problemas seguirán ahí. Los jueces seguirán desbordados. Los funcionarios seguirán escasos. Y los ciudadanos, cansados y hartos, seguirán esperando.
¿Y mientras tanto, qué hacemos los abogados? Pues lo que siempre hemos hecho: lidiar con la maraña legal, explicarle al cliente que su juicio se retrasará porque ahora hay que intentar mediar, y aguantar estoicamente cuando algún lumbreras desde su despacho diga que con esta ley, «todo es más eficiente».
Pero no se preocupen. Al final, los juicios llegarán, aunque sea con más retraso. Y, como siempre, los abogados estaremos allí, con nuestras togas y nuestras leyes bajo el brazo, intentando hacer nuestro trabajo lo mejor posible. Porque, a pesar de todo, aún queda algo de dignidad en esta profesión.
Por desgracia, parece que quienes legislan desde sus despachos climatizados han decidido que la justicia se parece cada vez más a un trámite burocrático y menos a un derecho fundamental. Y es que la verdadera eficiencia procesal no se consigue con parches ni con discursos grandilocuentes, sino con inversión real, digitalización efectiva y, sobre todo, con respeto hacia los profesionales que, día a día, mantienen vivo este complicado engranaje.
Así que no se dejen engañar. Esta ley no es la panacea. Es solo otro intento de maquillar un sistema roto y de trasladar el problema a los despachos de los abogados. Pero, como decía mi abuelo, «aunque el burro lleve cascabeles, sigue siendo un burro».