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Panes

Panes

Gastronomía

Los caminos del pan

El elemento gastronómico que ha alimentado a generaciones ancestrales

Cuanto conocimiento, cultura e historia se convoca alrededor del pan. Pero también, y alrededor de él, cuanta poesía, cuanta supervivencia, cuantas hambres calmadas, cuanto gozo y placer al oler la hogaza en el horno o al percibir el crujido de la corteza al romperse.

El pan de cada día, que durante milenios nos ha alimentado como civilización, flexible como el libanés. O de miga prieta y candeal, al estilo romano. Incluso en forma de finas tortillas y roscos o crujiente. Y crujiente en lascas delicadísimas de regañá andaluza. Panes salpicados con aceite de oliva virgen extra, rociados de sal gruesa, condimentados con romero y tomillo, o panes de masa crujiente rellenos de nueces y almendras, de pistachos o pepitas de calabaza. Negros y blancos, integrales, con semillas, ligeros como nubes o esponjosos y sólidos panes catetos para mojar en alguna buena salsa.

Podríamos hablar de cientos de panes a lo largo de nuestra historia, en formatos casi siempre sencillos, que han sido tradicionalmente los más satisfactorios. Esos increíbles panes de ojos asombrados mirando el mundo pasar. Lleva milenios con nosotros, (asómbrense, al menos 14.000 años) ese trigo que da forma a los panes que fueron uno de los primeros platos de las cocinas prehistóricas. Primero en forma de guisos con el cereal completo, después con granos rotos para dar forma a platos de gachas, y más tarde en forma de cervezas. Sí, cervezas antes que panes, eso es lo que nos dice la investigación. Los intentos por dominar aquel satisfactorio cereal iban avanzando hasta que la molienda supuso un paso importante para la elaboración de un paso superior, las primeras tortas de pan, al principio sin leudar. Probablemente algún caluroso día se despistó un trozo de masa de trigo sin elaborar, y algunas levaduras naturales hicieron su efecto sobre el gluten, mientras la bola de masa creció y se esponjó. Y por la mañana, la (casi probable) cocinera observaría asombrada aquel extraño engendro, cuando al colocarlo en un horno o en un recipiente caliente todo cambió. Corteza crujiente, miga esponjosa y blanda, increíbles aromas… todo un espectáculo de sabor que mejoraba con creces lo que ya conocían.

Así se construye el progreso, con la observación, mediante pequeñas mejoras o grandes descubrimientos. Y si grande fue el descubrimiento del trigo, más lo fue el del pan, de los panes. Imaginen el Medio Oriente en pleno Neolítico, con gente trabajando en los campos en los que aún se desperdigaban cultivos a pequeña escala, repletos de malas hierbas, mientras ellos observaban cuales eran los mejores granos, seleccionando, aplicando a la búsqueda el arma más efectiva de los seres humanos: la inteligencia.

Y con la inteligencia el grano, y con el grano las tortas de pan, la cerveza y las levaduras. La civilización en el campo, en el horno, en la mesa. La primera de las culturas, la agricultura, que nos condujo hasta alimentos tan básicos, satisfactorios y universales como el pan. Como el bendito pan cuya falta fue el fermento de muchas revoluciones, y que ha alimentado a generaciones ancestrales. Siempre que veo una hogaza de pan recuerdo el esfuerzo, la cultura, el conocimiento que hay detrás del más primario, patrimonial y atávico de los alimentos, el pan. 

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