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Carmen Sánchez Maíllo

Genealogía, familia e identidad

El recuerdo de cada hito familiar es parte del camino por hacer. Es un recordatorio de que nunca estamos, ni estaremos solos del todo, pues cualquier camino ya lo paseó otro, a su manera, a su ritmo y del que se puede aprender

Actualizada 10:06

Una realidad que se desvela lenta, progresiva e inexorable a lo largo de la vida es la identificación de los rasgos singulares de parientes cercanos que aparecen en los hijos. Que si ese color de ojos, que si esa manera de moverse, que si esos lunares, que si esa inteligencia práctica, que si ese carácter recio…

En casa, mi marido y yo somos aficionados a sacar esos parentescos. A los niños cuando eran pequeños les sorprendía y les gustaba. Parecerse a tal o a cual era una forma de pertenencia adicional como la de ser de un equipo u otro. Está la pertenencia presencial, pero también una pertenencia silente, desconocida de alguna forma que también pesa en el carácter, en el modo de conducirse en la vida. Advertir de la misma, es una invitación a conocerse, a descubrir que somos una suma de rasgos, que esa suma tiene un carácter aleatorio, pero también voluntario. La suma de esos rasgos aleatorios se produce con la concepción de cada hijo, con esa decisión de convocar a la vida. No todo es aleatorio, esa convocatoria es un sí conjunto de dos personas y a un acto concreto: uno de amor.

Tener conciencia de este proceso, de estas implicaciones, identificar la forma en que esos rasgos se manifiestan ayuda a dibujar e identificar el ser concretísimo de cada hijo, del modo en que la existencia les aporta moldes y como ellos tienen el reto de asumirlos integrándolos o confrontarse con ellos.

Tener en cuenta esas dos herencias es entender un poco mejor el fenómeno humano. Una hibridación de biología e historia, de genes y cultura

No se trata solo de escrutar la herencia biológica que está ahí, también existe una herencia paralela y no menos valiosa, la de la conducta, la del ejemplo, la de las virtudes, la de los dones que hemos visto en la historia familiar. Que si la enorme bondad de la abuela tal, que si la generosidad del abuelo cual, que si la entrega de la tía A., que si la rareza singular del primo B. Cada historia familiar contada, repetida, exagerada es un lingote de identidad precioso, un hilo rojo más que conforma el ser, un refuerzo ante una realidad que otros antes que yo, aprendieron a navegar. El recuerdo de cada hito familiar es parte del camino por hacer. Es un recordatorio de que nunca estamos, ni estaremos solos del todo, pues cualquier camino ya lo paseó otro, a su manera, a su ritmo y del que se puede aprender.

Tener en cuenta esas dos herencias es entender un poco mejor el fenómeno humano. Una hibridación de biología e historia, de genes y cultura. Un proceso que se remonta al pasado y cuya progresión no está escrita, pero cuyos raíles bien naturales o bien de cultura no es posible ignorar sin riesgo de desarraigo, confusión y dolor.

Mis hijos tienen en herencia dos abuelos, dos hombres buenos, de convicciones diversas, de trayectorias distintas. Ambos tuvieron una dimensión pública. Se conocieron, se entendieron y se apreciaron. Sus dos abuelas tuvieron, sobre todo, un empeño común: se dedicaron, en cuerpo y alma a su familia. No se conocieron en vida, pero estoy segura de que se hubiesen entendido muy bien y se hubieran reído juntas. Su historia y su biología les unen perpetua y gozosamente en mis hijos, lo puedo ver: en los ojos de M, en la ironía de A, en la sonrisa de V, o en la voz y en los labios bien dibujados de R. Su presente y futuro no están, ni estarán nunca desvinculados de su herencia biológica e histórica, saberse conscientes de ella, valorarla con justicia, asumirla con prudencia y con imaginación forma parte de la tarea de su vida, de su biografía por hacer.

Ya nos dijo Miguel Hernández: «Besándonos tú y yo se besan nuestros muertos, se besan los primeros pobladores del mundo».

  • Carmen Sánchez Maíllo es secretaria académica del Instituto de la Familia de la Universidad San Pablo CEU
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