Constantino III, el último gran usurpador que gobernó en Hispania
Tras ser elevado al trono comenzó un proyecto bastante ambicioso, y es que todo apunta a que el usurpador pretendió emular en su proceder político dinástico a Constantino el Grande
La usurpación, como tantas otras maniobras políticas, formaba parte integral de la manera romana de transmitir el poder; y, precisamente por ello, no fue siempre necesariamente algo tan destructivo como pudiera parecer a simple vista (aunque, claro está, sin dejar a un lado su habitual ligazón con los conflictos armados).
A comienzos del siglo V, las tropas acantonadas en Britania, temerosas por las noticias de las invasiones que estaban por llegar, y sintiéndose abandonadas por el desgobierno del Emperador Honorio, se amotinaron. Elevaron al trono imperial a Marco, al que casi de inmediato depusieron y asesinaron, para ser sustituido por Graciano, quien sufrió la misma suerte que su predecesor tan sólo cuatro meses después.
Estas mismas tropas alzaron Emperador a un soldado raso llamado Constantino
No sabemos si por causa del azar, si es que es cierto que a la tercera va la vencida, o si, como decía el historiador hispano Orosio al hablar de los motivos de su elección fue «sólo por la esperanza que su nombre infundía, y no por sus valores», pero el hecho es que, en el año 407 d.C., estas mismas tropas alzaron Emperador a un soldado raso llamado Constantino, el tercero también en su nombre, y que sería por fin en su persona donde fraguaría (al menos, durante unos años) la usurpación ansiada por las tropas amotinadas.
Tras ser elevado al trono, Constantino III comenzó un proyecto bastante ambicioso, y es que todo apunta a que el usurpador pretendió emular en su proceder político dinástico a Constantino el Grande, como muestran los nombres de sus hijos (Constante y Juliano), partícipes también en la usurpación, y sus planes estratégico-militares, similares a los llevados a cabo por Constantino I con Majencio.
El 'Imperium Galliarum'
Pero, sin duda, lo más significativamente ambicioso en Constantino III, y lo que lo diferencia de los anteriores usurpadores británicos, es que verdaderamente tuvo la intención de poner en marcha un proyecto político (el Imperium Galliarum) a imitación del que ya existió en el siglo III. En aquel entonces, lo que verdaderamente se reclamaba era, ni más ni menos, la figura de un Emperador romano en el sentido más ordinario del término. Y la situación que, dos siglos después, vivían las provincias occidentales, Britania, Galia e Hispania, no era muy diferente.
De este modo, tan pronto como obtuvo el poder, Constantino partió con sus tropas desde la isla hasta Bononia (Boulognesur-Mer), el puerto más cercano de la costa gala, para así hacerse con el control de la Galia (cosa que le serviría para asegurar Britania, evitando disturbios en el territorio vecino, y para reclutar bárbaros deambulantes que sirviesen en su ejército, aún de escasos efectivos). Honorio, residente en Rávena, incapaz de hacer frente a todos los frentes que tenía abiertos, tomó a Constantino y a su ejército como el verdadero problema a combatir, y, así, hizo que Estilicón enviase tropas para derrocarlo.
En un primer momento, se logró poner en jaque al usurpador, asesinando a Justino (su general) y a Neobigastes (su magister militum). Constantino y los suyos se vieron obligados a refugiarse en Valentia, y, tras siete días de asedio, el atacante se retiró, temeroso de la fama guerrera de los nuevos generales que Constantino III había nombrado: el franco Edobinco y el británico Geroncio. Con la suerte de nuevo de su lado, Constantino siguió su camino hacia el sur, hasta recalar en la estratégica Arelate (Arlés), donde estableció su capital. Desde allí, por fin podía acometer la ansiada empresa: completar su dominio de las provincias occidentales, la Prefectura de las Galias (a falta de Hispania) y así ser reconocido por Honorio como coempreador.
Tras siete días de asedio, el atacante se retiró, temeroso de la fama guerrera de los nuevos generales que Constantino III había nombrado
No es ningún secreto que Hispania estuvo, desde el primer momento, entre los planes de Constantino III. Es por ello que, tan pronto como hubo llegado a la Galia, envió a la península ibérica magistrados (iudices), que fueron admitidos por las provincias obedientemente y sin dificultad. Sin embargo, y aunque buena parte de la población se mostró favorable a este nuevo orden (muy posiblemente no tuviesen nada que perder, ante la amenaza exógena y la impasibilidad del gobierno imperial, que había permitido la desaparición de tropas regulares en Hispania), nunca llueve a gusto de todos.
En Hispania, el recuerdo de Teodosio todavía era fuerte, y, con él, los lazos de parentesco que todavía unían a su hijo Honorio con cierta parte de la élite hispana. No se trataba de una aristocracia terrateniente en el sentido clásico del término, sino más bien de gente con amplias propiedades y sin cargos, cuyo poder residía en sus relaciones con los círculos políticos y de la corte.
Si bien no conocemos sus motivaciones exactas, aunque podemos suponer que se trataría de un temor a la pérdida de su estatus, unido a la defensa de lo que –entendían– eran sus derechos y teniendo en cuenta también factores ideológicos (prestigio, honor, patriotismo), el hecho es que estos personajes pseudonobles organizaron una auténtica resistencia contra el usurpador, encabezada, por un lado, por los hermanos Dídimo y Veriniano, y, por otro, aunque en menor medida, por sus primos Teodosiolo y Lagodio.
No es ningún secreto que Hispania estuvo, desde el primer momento, entre los planes de Constantino III
Para ello, y dado el vacío de poder regular, hubieron de organizar sus propios ejércitos privados, costeados y equipados por ellos mismos, y reclutados entre esclavos, colonos, clientes, pastores y agricultores de sus propias tierras. Ante tales circunstancias, Constantino entendió que debía conquistar militarmente la Dioecesis, y, a tal efecto, elevó a su hijo Constante (recientemente sacado de un monasterio, como precisa Orosio) a la dignidad de césar, y lo envió a Hispania junto con Apolinar, el Prefecto del pretorio, y Geroncio, su mejor general.
Llegado a Hispania, Constante decidió establecer su capital en Caesaraugusta, estratégica por su comunicación con el sur de la Galia y el Mediterráneo, y con una importante carga simbólica.
Aunque las fuentes a partir de este punto no son claras y presentan bastantes contradicciones, la reconstrucción de los hechos es posible. Los usurpadores continuarían su camino adentrándose en las provincias hispanas (para conquistarlas, su principal objetivo) y se dirigirían en dirección a Emerita, importante baluarte. Allí, en Lusitania, tendrían lugar los primeros enfrentamientos con las tropas de la resistencia. Cogidos o no por sorpresa, el hecho es que los ejércitos privados de Dídimo y Veriniano debilitaron a los usurpadores hasta tal punto que se vieron obligados retroceder y reclamar refuerzos a Arelate.
Constante, Geroncio, y sus tropas, esta vez, acabaron definitivamente con los ejércitos privados de los hispanos
Orosio señala cómo, entonces, la resistencia teodosiana pretendió defender la entrada de los Pirineos, de manera que evitasen la entrada de refuerzos (los que Constantino III había enviado en auxilio de su hijo), pero no hubo mucho que hacer. Constante, Geroncio, y sus tropas, esta vez, acabaron definitivamente con los ejércitos privados de los hispanos. Teodosiolo huyó a la corte de Rávena, con Honorio, mientras que Lagodio optó por refugiarse en Constantinopla, con Teodosio II. Los otros dos duces, Dídimo y Veriniano, tuvieron menos fortuna: fueron hechos prisioneros por Constante, antes de ser llevados ante su padre en Arlés, donde serían decapitados.
Sibilinamente, Constantino III, sabiéndose al fin dueño de su propio Imperium Galliarum, aguardó paciente a que la posición de Honorio estuviese lo bastante deteriorada como para reconocerle como colega imperial. Sería poco después de la caída en desgracia y posterior ejecución de Estilicón (408), cuando las circunstancias se lo pondrían en bandeja al usurpador para coger desprevenido al achantado y acorralado Emperador.
Así, envió a Honorio una embajada con eunucos, a principios del 409, solicitando su reconocimiento imperial. Honorio, poco resolutivo per se y desbordado por las circunstancias (no andaban lejos los godos de Alarico, y aún desconocía la ejecución de sus parientes Dídimo y Veriniano), no tuvo más remedio que aceptarlo. Constantino III recibiría de Rávena su ansiada púrpura, y del mismo año data una inscripción de Tréveris que da testimonio del consulado conjunto de ambos. El sabor de la victoria, pese a todo, fue extremadamente breve.
Poco podía imaginarse que, tan sólo unos meses más tarde, su propio bando, encarnado en Geroncio, sería el que lo traicionase
Poco podía imaginarse que, tan sólo unos meses más tarde, su propio bando, encarnado en Geroncio, sería el que lo traicionase. Éste, muy posiblemente, se sintió amenazado por el nombramiento del nuevo general, Justo (o tal vez fuera al revés, y el nombramiento se debió a la falta de confianza en el británico), pero el caso es que se levantó contra Constantino y, establecido en Tarraco, nombró a su propio Emperador: Máximo.
Las luchas que este episodio desencadenó terminarían con el Imperio de Constantino, con la vida de Constante y con la detención y posterior ejecución de Constantino y Juliano por parte de Honorio. Pero, para Hispania, también tuvo unas consecuencias bastante drásticas. Las gentes que habían ido entrando (primero, debido a que Constantino retiró de los Pirineos las vigilancias tradicionales, y después, por las tropas bárbaras probablemente utilizadas por Geroncio contra sus antiguos superiores) hicieron que se vieran cumplidas las dramáticas aunque interesantes palabras de San Jerónimo: ipsae Hispaniae iam iamque periturae (Hier. Epist. CXXIII, 16). No puede decirse que perecieran, pero no puede negarse que cambiaron.