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Segundo Concilio de Nicea

Segundo Concilio de Nicea

Picotazos de historia

Cuando Carlomagno estuvo a punto de volverse un iconoclasta por culpa de una rabieta

El Rey de los francos se sintió ofendido por no haber sido invitado al Concilio donde se discutiría sobre el culto a las imágenes religiosas

En el año 768 falleció Pipino el Breve, dejando su reino repartido entre sus hijos Carlomán y Carlos. Tres años después (771) falleció Carlomán y Carlos se quedó con su reino saltándose los derechos de sus sobrinos. Dos meses después de estos hechos fue elegido nuevo Papa un miembro de la nobleza romana que tomó el nombre de Adriano I. Carlos, inmediatamente, se apresuró a consolidar las buenas relaciones entre el papado y los reyes francos que se habían iniciado durante el reinado de su padre.

En el 773, Desiderio, último Rey de los Lombardos, puso sitio a la ciudad de Roma y el Papa Adriano I llamó en su auxilio al más fiel hijo de la Iglesia (en ese momento). Carlos se apresuró a movilizar su ejército en ayuda del Pontífice y, tras una breve campaña, absorbió el reino lombardo acabando Desiderio sus días encerrado en un convento. Finalizada la campaña –en Pascua del 774– Carlos (quien pronto sería llamado Carlomagno) se plantó en Roma, donde fue recibido con todo honor y respeto. Era la espada y escudo del Papa.

Carlos, quien pronto sería llamado Carlomagno, era la espada y escudo del Papa

En Oriente, los bizantinos se desgarraban en una pugna teológica –su pasatiempo favorito y que antes nos dejó el dicho de «la de Dios es Cristo»– en torno a las imágenes de los Santos, la Virgen María y el propio Dios. Los partidarios de las imágenes (iconodulos) y los opositores (iconoclastas) alternaban el apoyo de los emperadores. En el 787 la Emperatriz Irene, actuando como regente de su hijo menor de edad, convocó el VII Concilio Ecuménico en Nicea para aclarar el espinoso asunto.

En defensa del culto a las imágenes

Adriano I envió una nutrida y bien preparada delegación que defendió, con vehemencia, el culto a las imágenes. El concilio se clausuró apoyando la postura defendida por la delegación papal. Desde hacía mucho tiempo el Imperio bizantino y el papado no habían estado en tan buena armonía. Pero esta bonanza diplomática, que presagiaba una unión más estrecha entre Oriente y Occidente dio lugar a una pequeña crisis por el motivo más pueril: Carlomagno tuvo un ataque de celos. Vamos, que le dio una pataleta.

¿Por qué no se había invitado al Rey de los francos al concilio. No era, acaso, el más fiel hijo de la Iglesia?

Al principio nada pareció suceder pero era evidente, para los legados papales, que en la corte franca la evolución de las relaciones con los bizantinos no era del agrado del gran Carlos. Pronto se mostró el descontento, primero con el cambio de actitud de la corte franca y, después, con el envío a Roma de una carta llena de recriminaciones. ¿Por qué no se había invitado al Rey de los francos al concilio? ¿No era acaso el más fiel hijo de la Iglesia? ¿No había, acaso, ratificado y aumentado con liberalidad las donaciones y privilegios dados por su padre? ¿Acaso no había ordenado que las iglesias de sus muchos reinos no copiaran el modelo de las iglesias romanas, en culto y forma?

Adriano trató de aplacar al picajoso monarca endulzando sus respuestas con bellas palabras, que no suavizaron al Rey franco. Lo siguiente fue el envio de un texto que contenía una argumentación contra las conclusiones del concilio titulado Capitulare adversus synodum. No debió parecerle suficiente a Carlomagno ya que encargó una argumentación más contundente: los cuatro tomos del Libri carolini.

Los Libri carolini u Opus Carol regis contra synodum, atribuidos a Teodulfo de Orleans (que en realidad era de Zaragoza) y a Algiramo, obispo de Metz, se aferraban a un error de traducción de las actas del concilio –donde se traduce «adorar» lo que debería haber sido «reverenciar»– para dar lugar a una larga, complicada y farragosa argumentación teológica, tan del gusto de los bizantinos (también tenemos el dicho «discusiones bizantinas» refiriéndose a argumentaciones eternas y que no llevan a ninguna parte). Cuando los autores presentaron los cuatro libros al Rey, Carlomagno ya estaba mucho más calmado. Con la cabeza más fría, Carlomagno debió de considerar que el texto no era ya oportuno –en política todo es tan mutable–, al contrario, podía ser peligroso ya que le presentaría como un campeón de la iconoclastia. Lo que no era en absoluto.

El texto fue archivado y no salió a la luz hasta el año 1549, por el obispo Jean de Tillet, con motivo de los debates sobre las imágenes religiosas durante la reforma protestante. Así fue como, por una rabieta, el gran Carlomagno estuvo a punto de volverse un iconoclasta.

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