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Antonio Pérez Henares
Historias de la historiaAntonio Pérez Henares

Hernán Cortés, el gran conquistador que antes de México no había liderado batalla alguna

Se sorprenderán al saber que a la edad de 35 años apenas había blandido su espada ni enristrado su lanza

Actualizada 11:59

La marcha a Tenochtitlán por Augusto Ferrer-Dalmau

La marcha a Tenochtitlán por Augusto Ferrer-Dalmau

La fama militar de Cortés fue inmensa en su tiempo, se le comparó, con razón, con Alejandro y con Julio César, y lo sigue siendo, eructos aparte, hasta el día de hoy. Por ello se sorprenderán al saber que cuando a la edad de 35 años, al partir desde Cuba hacia México no había combatido jamás ni participado en batalla alguna digna de tal nombre.

El genio de la estrategia militar y decisivo actor en los combates mas cruciales, como en aquella desesperada carga en su caballo Cordobés en Otumba, tras la derrota de la Noche Triste y cercado por decenas de miles de furiosos guerreros mexicas, no parecía en absoluto destinado a aquellas empresas que le convirtieron en un referente mundial.

Porque hasta entonces Hernán apenas si había blandido su espada ni enristrado su lanza, aunque según testimonio de quien fuera soldado suyo Bernal Díaz del Castillo era «Buen jinete y diestro de todas las armas, así de a pie como a caballo, y sabía muy bien menearlas». Pero no había sido en batallas ni campales ni siquiera pequeñas, pues a su participación en una cabalgada en La Española con el luego gobernando de Cuba, Diego Velázquez, no se la podía contar como tal.

Lo suyo con la espada, que no se le daba mal, habían sido otros menesteres y cuestiones bastante menos gloriosas, pues en lo que estuvo enredado fue en una continua serie de peleas y duelos personales por asuntos de faldas, que de esos en su juventud y ya no tan joven tuvo bastantes.

De hecho, la única herida sufrida y que le había dejado una marca en el labio inferior se la produjo un puntazo del acero de un marido enfadado. En tales pendencias sí anduvo desde que muy joven, con 14 años marchó a estudiar a Salamanca, donde estuvo varios años en los cuales tuvo algún percance en tal sentido y que no aprovechó demasiado. El que lograra ser bachiller es más que dudoso, pero le alcanzó para aprender latín, leyes y leer algunos clásicos. En cualquier caso su familia decidió su vuelta a Medellín, donde había nacido en una familia hidalga y con algunos posibles, en el año 1485, hijo de don Martín Cortés y de doña Catalina Pizarro Altamirano y pariente, por tanto, aunque lejano, del otro gran conquistador, este del imperio inca, Francisco de Pizarro, con quien llegó a coincidir en La Española.

Sí que le tiraban las armas y de hecho antes de lo de América tuvo idea de marchar a las guerras de Italia y ponerse al servicio del Gran Capitán. Lo desestimó y es cuando pensó en las Indias. Y de hecho iba a partir en la expedición de Ovando en 1502, pero unos días antes de partir para embarcar a Sevilla decidió escalar la tapia de una recién casada para «despedirse» de ella. El muro, perjudicado por un reciente temporal se le vino encima y al ruido salió el marido dispuesto a darle una buena dosis de acero. Lo salvó la suegra que se lo impidió y así pudo escapar de la ira del ofendido, pero a resultas del percance se lastimó una pierna y no pudo partir.

Retrato de Hernán Cortés

Retrato de Hernán Cortés

Esta vez perseveró y dos años después acabaría por llegar a Santo Domingo donde se instaló. Encontró algún acomodo y quehacer en virtud de sus estudios, pero anduvo en estrechez, viviendo alquilado con otros dos jóvenes en parecida situación, y que disponiendo de una sola capa, habían de turnarse los días para salir. Pero Hernán aprovechaba sus descubiertas, según parece, bastante bien.

A poco se vio envuelto en otro asunto amoroso con mujer casada y con casa en la muy principal y mentada calle de las Damas. Sorprendido en la puerta por el marido acabó a estocadas con él y Cortés le alcanzó con una dura estocada que por fortuna no resulto letal. Pero sí tan grave como para que tras pagar algunos dineros para arreglarlo y poner mar por medio para volver a España hasta que se calmara la situación.

Cuando regresó allí ya no había conquistas que hacer. El hijo del Gran Almirante, Diego de Colón era el virrey y muy pegado a él andaba Diego Velázquez de Cuéllar con quien Cortés participó en alguna pequeña acción en el cacicazgo de Higuey que le valió una pequeña recompensa en tierras de indios y un cargo de escribano en Azua. Muy poco para su ambición. Así que cuando a Velázquez se le encomendó la conquista de Cuba marcho con él.

Pero no fue a peleas y campañas a lo que se dedicó. Esas fueron oficio del sobrino del gobernador, Pánfilo de Narváez, con quien luego habría de chocar, y que en ellas empleó en ocasiones una extrema violencia y crueldad. Con él iba Bartolomé de las Casas, a quien Cortés conoció ya allí. El que luego sería dominico y gran defensor de los indios tan solo alcanzó a hacer algún reproche, al ser testigo presencial de alguna atrocidad de Narváez, pero cargaría luego su pluma de adjetivos negativos contra Cortés.

No era precisamente Pánfilo un líder militar y cuando se las vio con Cortés acabó derrotado en un santiamén y con un ojo quebrado. Luego cuando marchó a Florida con Alvar Núñez Cabeza de Vaca fue un auténtico desastre y acabó por perder toda su expedición.

En Cuba, Narváez, sobrino predilecto de Velázquez iba a ser su rival, aunque tardarían cinco años casi en chocar. Porque lo que resultó es que Cortés a lo que se dedicó fue a comerciar, hacer negocios, explotar encomiendas y criar ganados. Y le salió todo tan bien que a nada era el más rico de la isla, alcalde de Santiago, dueño de una hermosa mansión, y casado aunque no fuera a gusto precisamente, sino que hubo de hacerlo por orden y amenaza de prisión tras haber seducido a Catalina Suárez, dama de compañía de la mujer de Narváez, que falleció y este se lio luego con la hermana de la amante de Cortés a quien la suya le había dejado de gustar.

Pero se tuvo que casar, aunque se resistió a llevarla al final hubo de hacerlo. No le dio hijos y sí muchos disgustos después de muerta, pues ya en la cima de la gloria Cortés y no habiendo querido saber nada de ella desde que abandonó la isla, la señora murió y años después quiso acusar a Cortés de haber inducido su muerte que aunque no hubo herida por medio se dijo que no había sido natural.

La vida de Cortés en Cuba era la de un refinado potentado. En una de las expediciones que realicé con De la Quadra por México tuve el privilegio y el honor de conocer a su mejor biógrafo, el catedrático e historiador mexicano, Juan Miralles, quien nos dio una lección magistral sobre él. Su retrato del personaje, comparando los testimonios de López de Gómara, De las Casas, Fernández de Oviedo y Díaz del Castillo son la mejor y más documentada aproximación al espíritu, carácter, pasiones y metas del gran conquistador.

La Llegada, de Augusto Ferrer-Dalmau

La Llegada, de Augusto Ferrer-Dalmau

Al cabo de cinco años en Cuba, se había convertido en uno de los más ricos, sino el que más, de la isla. «Y como cualquier banquero del renacimiento, muy emprendedor». Vestía como un príncipe, «era un elegante natural», con su jubón negro y dos medallas al cuello, una de la Virgen siempre y unas lazadas de oro, era alcalde de la ciudad de Santiago, la más importante entonces, y a quien muchos acudían, pues había ganado también fama de ser hombre de mucha inteligencia, buen consejo, mejores formas, y con la fortuna de cara a cuyo arrimo se podían mejorar siempre.

Gran conversador, con fino sentido del humor, de habla fácil y elegante. Reposado en sus tonos, ordenaba con voz pausada y en tono bajo que hacía a los otros callar y aguzar sus oídos para escucharlo. Era de buena estatura, bien proporcionado y nervudo. Ancho de pecho y espaldas, aunque algo estevado de piernas. La cara no muy alegre, pero ojos muy expresivos, aunque de mirar grave. Le fallaba la barba, que le raleaba un poco.

No era dado en absoluto a la bebida, ni a dar voces por ella como solían hacer los soldados, y aguaba el vino para que no le afectara, pero era un apasionado del juego, tanto de naipes como de dados, una gran pasión en la que sobresalía y donde más que perder ganaba.

En cuanto a su afición a las letras, señala Miralles: «Tenía vena de poeta y versificaba con facilidad. Aunque no tuviera un título universitario que exhibir se echa de ver que era hombre de gran cultura. Sus batallas las libró lo mismo con la espada que con la pluma».

Porque, aunque aún no hubiera tenido la ocasión de participar en ningún combate no dejaba de practicar continuamente con las armas y gran amante de los caballos no dejaba la ocasión de montarlos y ejercitarse con ellos.

Su vida era ya la de un potentado y su rango el de un señor con el camino expedito hacia mayores poderes y cargos de aún mayor relumbrón. «Y como cualquier banquero del renacimiento, muy emprendedor», tenía y poseía lo que todos ansiaban. Pero algo le rebullía y le escocía en su interior. Él no había venido a las Indias para eso. Le faltaba algo. Su vida no podía ya por siempre ir transcurriendo así. Su desasosiego era cada vez mayor.

La ocasión se presentó y él avisado y alerta la aprovechó. Las expediciones de Hernández de Córdova y Grijalva al Yucatán habían regresado muy maltratadas, habiendo dejado muchos muertos y sufrido cruentas derrotas, pero habían traído la noticia de grandes ciudades, de templos, de riquezas sin cuento y oro por doquier. Velázquez entendió que no había tiempo que perder y se dispuso a enviar hacia allá un potente escuadra y un número suficiente de hombres de armas que pudieran avanzar por ella.

Su sobrino Narváez hubiera sido el elegido, pero estaba en España y no había tiempo que perder. No está muy claro el porqué se decidió por Cortes, pero él aceptó de inmediato y se puso de inmediato manos a la obra. Empeñó su fortuna, alistó a los mejores soldados, consiguió caballos y barcos, cinco de los que partieron eran propiedad suya y se dispuso a partir. Velázquez quiso volverse atrás, pero era tarde, cuando lo quiso detener Cortés había zarpado ya.

Dejaba atrás a su mujer Catalina sin el menor pesar, aunque al decir de Juan Miralles sí dejaba también en la isla un gran amor, la «mujer que más quiso en su vida» y cuyo nombre ha sido desconocido hasta hace muy poco. Se trata de una prima suya, una Pizarro, de nombre Leonor, con quien había tenido una hija, bautizada como Catalina Pizarro, en 1515 en Santiago de Cuba. Pero tampoco ella iba a retenerlo allí. No tardaría mucho en encontrar a Malinche.

El potentado era ya historia, acababa de nacer el conquistador.

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