Gil González Dávila, el explorador que abrió caminos para la conquista de América
La historia le reservó un papel secundario: explorar nuevas tierras para que otros las dominaran definitivamente
El descubrimiento del océano Pacifico por Vasco Núñez de Balboa fue un acontecimiento extraordinario de consecuencias inesperadas. En las provincias peninsulares, donde llegaban y se expandían las noticias con más celeridad de la que se puedan pensar, nuevos aspirantes a la gloria, el poder y la riqueza comenzaron a soñar con poseer territorios.
Uno de ellos era el piloto Andrés Niño que, sabiendo que solo no iba a conseguir capitulación alguna, se asoció con un rico caballero de La Española llamado Gil González, natural de Ávila, contador en la isla y protegido del obispo Fonseca y al que la historia le reservó un papel secundario: explorar nuevas tierras para que otros las dominaran definitivamente.
Aliados los dos con Cristóbal de Haro, nombrado Gil González Dávila capitán general de la armada constituida al efecto, salieron de Sanlúcar de Barrameda el 13 de septiembre de 1519. Tocaron tierra del continente en Acla y, sin pedir permiso a Pedrarias, desembarcaron. Creían que Pedrarias había sido sustituido por Lope de Sosa, nombrado al efecto. Pero Sosa estaba de viaje y no pudo tomar posesión porque murió a bordo del barco.
Se disculparon ante un Pedrarias malhumorado que no iba a prestarle la ayuda que requerían basándose en documentos reales. Reclamaron los barcos construidos por Balboa, y se los negó. Gil González dispuso construirlos ellos mismos en las islas de San Blas. Dos años luchando en Panamá hasta ponerse en navegación y, cuando ya el rumbo estaba marcado, las vasijas de agua dulce se rompieron y los cascos, atacados por la broma, se iban a hundir.
Volvieron a Chiriquí y dividió en dos la expedición. Unos irían a pie siguiendo la costa y otros, al mando de Niño, se encargarían de reparar las naves y luego los encontrarían. La expedición terrestre, con Gil González enfermo, tuvo que hacer frente a inundaciones que los pararon en un poblado.
Niño lo encontró en el golfo de San Vicente. No podía seguir a pie y lo embarcó para seguir la ruta con dos naos, otra se quedaría custodiando el tesoro que fueron recogiendo en el camino y otra expedición continuaría a pie. Así llegaron al golfo de Nicoya, descubierto poco tiempo antes por Juan de Castañeda, en lo que hoy es Costa Rica.
Había oído hablar de un cacique llamado Nicarao, con fama de poderoso y hostil, cuyo pueblo habitaba la orilla de un gran lago de agua dulce. No hizo caso de las noticias y siguió con fe su camino hasta llegar a lo que hoy se conoce como istmo de Britto (Nicaragua), donde se encontró con el jefe de tan mala fama que, sin embargo, lo recibió con amistad y le entregó una importante cantidad de oro.
Confiado en su fortuna, continuó su exploración por las tierras centroamericanas hasta dar con otro importante cacique, Diriagén. Le prometió lo mismo que a Nicarao: bautismo y protección del rey de España y recibió otra importante cantidad de oro. El americano pidió tres días para pensar la propuesta. En realidad, como escribe Ricardo Fernández Guardia en Historia de Costa Rica. El descubrimiento y la conquista (San José 1905), este Diriagén, que era astuto, solo había querido cerciorarse del número de los extranjeros, y al ver que eran tan pocos, resolvió exterminarlos.
Era el 17 de abril de 1523 cuando un indio amigo le dio al capitán noticia de que se aproximaban tres o cuatro mil guerreros. El español tuvo tiempo de ordenar sus escasas tropas, ponerlas en situación de defenderse y planteó una dura batalla que, tras horas de combate, puso a Diriagén en huida. Quedaban sesenta españoles hartos de padecimientos y luchas constantes. Se negaron a seguir y el capitán cedió.
Al pasar por el pueblo de Nicaragua, el cacique los esperaba para quitarles el oro. Dávila les planteó un combate irregular con unos pocos hombres en la vanguardia que hicieron frente a los indios con armas de fuego, retrocediendo siempre pero sin perder ni uno solo de los combatientes. El cacique, exasperado por no tener éxito, pidió la paz.
La expedición de Gil González Dávila no hizo asentamientos ni fundaciones, solo descubrimientos que luego serían útiles a otros que llegaron después conociendo la geografía y sus habitantes. Se retiró a San Vicente donde le aguardaba Pedro Niño. No contento, mandó pedir a Pedrarias más hombres y pertrechos para poder regresar a las tierras dejadas. Pedrarias le puso excusas, quería que fuera como su teniente, le negaba la gloria como antes hizo con Balboa.
Y, ante todo el oro acumulado por Gil González Dávila que, conocedor de las intenciones del gobernador, alcanzó sigilosamente Nombre de Dios y se embarcó sin dar cuenta a Pedrarias que nunca pudo alcanzarlo. Un explorador sin duda, osado y voluntarioso y que Fernández Guardia describe así: «Gran cazador de oro, pero humano, supo llegar a sus fines sin cometer exacciones ni crueldades».
Sin embargo, su final no fue feliz. Había regresado a La Española y mandado al rey el quinto que le correspondía. Era un hombre rico pero le faltaba algo en su interior: volver a Nicaragua y fundar un establecimiento permanente, tal vez ser gobernador. Así que montó una nueva expedición. Llegó al golfo de Dulce en Guatemala y fundó la ciudad de San Gil de Buenavista. No se pudo recrear en su goce.
Pedrarias había mandado a Francisco Fernández de Córdoba y Hernando de Soto para apresarlo y, aunque los venció, no pudo después con los hombres de Hernán Cortés, que creía tener derechos exclusivos sobre el istmo. El encargado de perseguirlo fue el siempre sospechoso Cristóbal de Olid que acabó traicionando a Cortés. Pero Francisco de Las Casas apresó a Dávila y lo envió encadenado a México y de allí a España para ser juzgado. Murió al poco de llegar, el 21 de abril de 1526.