Angela Rayner, la peor pesadilla de Boris Johnson
El primer ministro está cada cada vez más acorralado por la interminable revelación de escándalos. La encargada de rematar la faena en el Parlamento es una política desacomplejada a quien todo la opone. Empezando por su trayectoria
«La baronesa, o la honorable lady Nugee, o como se llame...». De esta forma despectiva se refirió, en 2018, Boris Johnson a la sazón ministra de Asuntos Exteriores, a la diputada laborista Angela Rayner, de sólida trayectoria política y profesional, a la vez que mujer del alto magistrado sir Christopher Nugee. De ahí las referencias a los tratamientos. Al oír esas palabras, John Bercow, speaker (presidente) de la Cámara de los Comunes, le frenó en seco, advirtiéndole de que no volvería a permitir comentarios sexistas en sede parlamentaria: «I'm not having it in this Chamber...», zanjó, visiblemente irritado. El hoy primer ministro se disculpó inmediatamente. Sobre todo, aprendió la lección.
Pero no solo: la diferencia con la situación anterior es que el miedo, si es que alguna vez lo hubo, ha cambiado de bando, No por un nuevo reglamento, sino por la nueva «contrincante» parlamentaria de Johnson. Angela Rayner, líder adjunta del Partido Laborista desde 2020, no se para en barras cuando canta las verdades del barquero al primer ministro. Lo hace cada vez que le toca sustituir en los Comunes al líder del partido, sir Keir Starmer; éste ha dado positivo por Covid dos veces desde octubre.
Es lo que ocurrió, por ejemplo, en la sesión de preguntas al Gobierno del pasado 5 de enero, la primera del presente año. Tras haber acorralado a Johnson sobre una variedad de asuntos que abarcaba desde las restricciones impuestas por la pandemia hasta la inflación, sin olvidarse de las polémicas –¿e ilegales?– fiestas celebradas durante el confinamiento en el número 10 de Downing Street, culminó sus diferentes intervenciones con un «no se trata de peinar su pelo, se trata de peinar sus actos», inconfundible alusión a la nueva apariencia del primer ministro. Thornberry, desagraviada cuatro años después; Johnson, pidiendo la hora. La pelirroja había hundido al rubio platino.
Muchos pensaran que los banderillazos de Rayner son fruto de una estrategia cuidadosamente elaborada por sus asesores de imagen. La realidad es otra: el desparpajo es una manifestación de su naturaleza genuina. Aunque también le ha jugado alguna que otra mala pasada en fechas recientes. En otoño arremetió contra la élite del Partido Conservador, calificándola como «un montón de escoria integrado por homófobos, racistas, misóginos, ex alumnos de Eton, dignos de una república bananera». La dirección laborista evitó defenderla en público, tanto por la violencia verbal empleada como porque algunos de ellos pudieron darse por aludidos. Al menos en lo tocante al muy selecto Eton. Rayner tardó varios días en retirar sus palabras.
Tamaño descargo de resentimiento social se explica por los orígenes humildes de la diputada, venida al mundo el 28 de marzo de 1980 en Stockport, suburbio obrero del cada vez más desindustrializado Manchester. Es decir, zona de alto desempleo en un país que aún no se había convertido en referente de la economía de servicios.
En ese ambiente, propio de una película de Ken Loach, creció Rayner antes de abandonar el instituto de su barrio a los 16 años, sin certificado de estudios, para dar a luz tras un embarazo prematuro. Su formación se limita a diplomas básicos de asistencia social y lengua de signos. Lo suficiente para obtener plaza en el ayuntamiento de Stockport; y, faltaría más, para afiliarse al todopoderoso sindicato Unison cuyos peldaños fue escalando poco a poco hasta desempeñar la presidencia de la federación del noroeste de Inglaterra.
La atalaya idónea en la cultura de izquierdas británica para iniciar un itinerario político en las filas laboristas. Pero en el viejo laborismo, que sir Tony Blair y los suyos nunca colonizaron por completo a todas las capas del partido. La apuesta le salió redonda: primero fue seleccionada para ser candidata a los Comunes por el distrito de Ashton –under–Lyne, cercano a su Stockport natal, y en los comicios de 2015 no solo mantuvo el escaño en el redil laborista –lo es de forma ininterrumpida desde 1935– sino que aumentó los votos, pese a la paliza padecida a nivel nacional a manos de los conservadores de David Cameron. Era mayo de 2015, un año antes del Brexit.
Rayner supo desenvolverse en Westminster y también en las procelosas aguas de un laborismo, por entonces, de capa caída. Lo hizo repitiendo, hasta resultar cansina, los tópicos obsoletos de la izquierda –más gasto, más intervencionismo, más impuestos– pero teniendo claro donde estaba el poder. Y de nuevo funcionó el peculiar mejunje: fiel a Jeremy Corbyn hasta el último día, apostó por Rebecca Long-Bailey (su compañera de piso en Londres) frente a Starmer. Más ganó la elección para ser líder adjunta. La convivencia entre ambos, de momento, funciona, pese a la diferencia de ideas, orígenes, trayectoria y estilo. Solo queda por ver si es la fórmula segura para llegar a Downing Street.