Hispanoamérica: gobiernos de izquierda, agendas de derecha
Durante años, la izquierda latinoamericana alentó los paros, las huelgas, las protestas y fue ambigua respecto de la violencia. Hoy, cuando está en el poder, el clima que ayudó a crear le hace difícil gobernar y la obliga a actuar en contra de sus instintos
La golpiza sufrida el lunes por Sergio Berni, ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, ejemplifica los agudos problemas que tiene la izquierda latinoamericana para enfrentar la creciente impaciencia de la población con la ola de delincuencia que sacude a distintos países de la región.
Kirchnerista de amplio recorrido, Berni fue brutalmente golpeado por un grupo de choferes de locomoción colectiva indignados por el reciente asesinato de uno de sus colegas.
La ofuscación de los conductores se debe a que ya conocían el método del político para abordar el alza del crimen: Berni acostumbraba a culpar a otros, hacía apariciones espectaculares en helicóptero o en moto, declaraba fuerte contra la delincuencia y, al final, hacía poco por reducirla. Los choferes perdieron la paciencia y lo atacaron: el ministro provincial terminó en el hospital con fracturas de cráneo y pómulo y hundimiento de la órbita ocular.
El hartazgo con Berni es representativo del cansancio de la opinión pública de diversos países con gobiernos de izquierda que parecen especialmente mal preparados para enfrentar una coyuntura que les resulta especialmente incómoda: la creciente inseguridad ciudadana causada por una delincuencia rampante.
La mayoría de los gobiernos de la región está hoy en manos de líderes de izquierda. Sin embargo, en casi todas partes la agenda política está marcada por la inseguridad ciudadana, un área donde tradicionalmente la derecha es percibida con mayores capacidades que la izquierda. La contradicción puede resumirse de esta forma: gobiernos de izquierda, agendas de derecha.
La paradoja no es casual. Porque la izquierda populista latinoamericana ayudó a crear las condiciones que ahora la inquietan. Aprovechando la existencia de un divorcio entre una élite ensimismada y una vasta mayoría que fue acumulando frustración al ver que sus demandas no eran atendidas, la llamada «nueva izquierda» aprovechó lo que el exvicepresidente boliviano Álvaro García Linera y el fundador de Podemos Íñigo Errejón denominan «el hecho revolucionario» para conquistar el poder a través de la radicalización de las demandas sociales y un discurso divisivo.
Con afán refundacional y permanentes coqueteos con la violencia y el desgaste de las instituciones, partidos como Perú Libre o la coalición colombiana Pacto Histórico promovieron y respaldaron huelgas, paros, protestas e incluso estallidos que allanaron su llegada al gobierno. Al mismo tiempo generaron un ambiente donde priman la falta de respeto a la ley y sus agentes, lo cual crea vacíos de poder que están siendo ocupados por el crimen organizado y la delincuencia común.
El caso actual más evidente es el de Chile. El país que alguna vez fue modelo de transición democrática pacífica y ordenada, sufrió en octubre de 2019 un «estallido social» que pronto derivó en un festín de violencia. Aunque se trató de un movimiento sin liderazgos claros, la izquierda radical no tardó en plegarse a él. Tanto el Partido Comunista como el Frente Amplio –la coalición de agrupaciones entre las que se encuentra Convergencia Social, la colectividad del presidente Gabriel Boric— cosecharon en el desorden. El triunfo que llevó a Boric al Palacio de La Moneda hace un año fue consecuencia del terremoto social de 2019 y sus réplicas. Las actuaciones y declaraciones de Boric y sus socios en contra de las policías, su ambivalencia frente a la violencia, sus llamados a la desobediencia civil y sus denuncias contra el «modelo de los 30 años» (el período 1990-2019 en el que se produjo la transición a la democracia) les permitieron conquistar el poder, pero también ayudaron a crear las condiciones que hoy les hacen difícil gobernar.
Algo parecido ocurrió con Pedro Castillo y Dina Boluarte en Perú y con Gabriel Petro en Colombia, quienes también celebraron cuando se produjeron paralizaciones y desórdenes en sus países y utilizaron discursos que promovían el resentimiento y la división social, aprovechándose de manera oportunista de la molestia de sus sociedades con las élites.
Ahora que están en el gobierno, los presidentes de izquierda de la región miran la realidad desde otra perspectiva. La preocupación ciudadana por la inseguridad generada a raíz de los movimientos que ellos apoyaron e impulsaron los obliga a tomar en sus manos una agenda que no les es propia y que se encuentra muy alejada de su corazón.
Le ocurre a Boluarte en Perú, un país azotado por una larga crisis política e institucional donde la violencia y los saqueos se han hecho frecuentes en medio de manifestaciones que piden la salida de la extremadamente impopular presidenta que reemplazó a Castillo luego de que este intentara dar un autogolpe. También a Alberto Fernández, el mandatario argentino que a los problemas económicos suma ahora la preocupación ciudadana por el aumento del crimen y la influencia del narcotráfico. El reciente ataque mafioso en la ciudad de Rosario contra un minimercado propiedad del suegro de la estrella futbolística Lionel Messi ha dejado en evidencia el poder de los narcos y la profundidad de su presencia en el tejido social argentino.
En Colombia, la rebeldía terrorista del Ejército de Liberación Nacional (ELN) ha quedado de manifiesto luego de un ataque guerrillero contra una patrulla militar que dejó nueve muertos, lo cual ha despertado críticas contra el plan de paz que impulsa un mandatario cuya popularidad también va a la baja. A esta realidad debe sumarse asimismo la presencia constante de los carteles que aterrorizan desde hace décadas a México, una realidad que el presidente Andrés Manuel López Obrador no ha conseguido reducir.
Un problema obvio para la mayoría los gobiernos de izquierda latinoamericana es que por años se ubicaron del lado de quienes rehusaban dar a la policía herramientas para luchar contra el crimen, pues veían en ello un exceso peligroso para la defensa de los derechos humanos, y acusaban al Estado de un sesgo contrario a las protestas y los movimientos sociales.
Ahora, sin embargo, la dirección del viento ha cambiado y la opinión pública que ayer protestaba en las calles hoy quiere cerrar la caja de Pandora que la izquierda colaboró en abrir. Afectada por la inseguridad en sus barrios y casas, clama por medidas que permitan contener la ola delictiva. Lo que ayer era visto como un riesgo inaceptable, hoy es percibido como una necesidad ineludible. No en vano, por lejos, el gobernante latinoamericano que tiene más apoyo popular en su país es Nayib Bukele, quien ha hecho caer todo el peso del Estado sobre las maras y los pandilleros.
Forzados por los hechos a adoptar medidas duras para contener la delincuencia, los gobiernos de izquierda se muestran incómodos y dubitativos.
Algunos ni siquiera saben cómo reaccionar: tras el ataque contra el suegro de Messi en Rosario, Alberto Fernández estuvo obligado a admitir que «el problema de la violencia y el crimen organizado es muy serio», pero se limitó a afirmar que «algo más habrá que hacer». En México, Andrés Manuel López Obrador, quien en su campaña de 2018 prometió «alcanzar la paz y terminar con la guerra» en un plazo de tres años, es acusado por la oposición de ser «un socio de los narcos».
El gobierno de Joseph Biden ha acusado al de AMLO de «no hacer lo suficiente» para enfrentar a las mafias e incluso el secretario de Estado, Antony Blinken, dijo recientemente que los carteles de la droga controlan amplios territorios en ese país. Mientras, en Chile, un Boric impopular y políticamente arrinconado desde su derrota en el plebiscito constitucional de septiembre de 2022, contradice su pasado contestatario y provoca escozor en su coalición PC-FA y en la oposición al ir y venir con propuestas y declaraciones contradictorias sobre cómo abordar la delincuencia, según todas las encuestas la principal preocupación de los chilenos.
El resultado de estas contradicciones es que la popularidad de la mayoría de los gobiernos de izquierda en la región tiende a caer, a veces estrepitosamente. La ciudadanía no parece creer en conversiones súbitas y está harta de promesas vacías en un tema que para muchos es, literalmente, de vida o muerte. Con distintos matices y realidades diversas, les sucede a Fernández, Boric, Petro y Boluarte. Todos ellos prueban hoy el mismo trago amargo: el clima de inseguridad que tanto ayudaron a crear mientras eran oposición hoy les hace difícil gobernar y actuar en contra de sus instintos.
- Juan Ignacio Brito es periodista, investigador del Centro Signos y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de los Andes en Santiago de Chile.