Ricardo Bofill (1939-2022)
Crónicas mediterráneas de un arquitecto con fama de irreverente
Antes de cumplir 40 años, las obras de Ricardo Bofill ya aparecían en los ensayos teóricos más autorizados fuera de España como paradigma de las metáforas vernaculares contextualizadas años atrás
Ricardo Bofill Leví
Un rebelde con causa
Fue una estrella de la arquitectura española, con fama de irreverente y de formar parte de una casta rebelde y cultista. Fue expulsado de la escuela Superior de Arquitectura de Barcelona en 1957 y prosiguió estudios en la de Ginebra. Era doctor honoris causa por la Universidad de Metz, Francia.
A principios de la década de los ochenta fui invitado como moderador a un curso de la UIMP cuyo reclamo era traer a La Coruña a una estrella de la arquitectura española, con fama de irreverente y de formar parte de una casta rebelde y cultista creada por un grupo de intelectuales de todas las artes: la Gauche Divine. En su templo y meeting point, Bocaccio, «estaba todo», en palabras de uno de sus creadores, en aquella España tan cerca de Europa, de finales de los sesenta, donde se daban cita los poetas del grupo Novísimos: Juan Marsé, Agustín Goytisolo, Tusquets, Terenci Moix. Filósofos, artistas, literatos, actores... pertenecientes, en general, en su mayoría, a una alta burguesía catalana, con honrosas excepciones, como las del asturiano Gonzalo Suárez, pero todos ellos bendecidos por la elegante pátina intelectual de una izquierda consciente de que los tiempos estaban cambiando, abriendo las puertas al socialismo que llegaba de Europa.
Antes de cumplir 40 años, las obras de Ricardo Bofill ya aparecían en los ensayos teóricos más autorizados fuera de España como paradigma de las metáforas vernaculares contextualizadas años atrás. Su fama libertaria de alumno expulsado de la Escuela de Barcelona, de hijo pródigo, hizo que los apologetas del MM de la Escuela Mediterránea -Coderch, Sert... lo convirtieran poco a poco en un lobo solitario, en un nómada de la arquitectura, como él mismo se definió años después.
Su participación en aquel curso, al que también asistían dos brillantes teóricos de la Arquitectura –Francesco Dal Co, director de la Escuela de Venecia, y Carlos Sambricio, historiador del Arte, que avalaban la presencia del díscolo arquitecto más cosmopolita de España–, garantizaron el overbooking de aquel encuentro que se celebraba en el palacete municipal de la calle Durán Loriga, con una llamativa ausencia de arquitectos locales.
Es cierto que la personalidad carismática del arquitecto catalán venía envuelta en el aura de la polémica, alimentada sin duda por la torpeza de la directiva de un colegio profesional envidioso y resentido por la aparición de un intruso, que intentó por todos los medios dinamitar la propuesta de intervención urbana sobre los obsoletos muelles, una impresionante exposición de su idea neo renacentista para abrir la ciudad al mar, a la manera de la flamante ciudad Condal, pero con la imagen de una nueva Cartago. El caso es que las oficiosas y desafortunadas declaraciones por parte del Decano y su junta directiva iban a pasar una factura de muy negativas consecuencias para el colectivo profesional, condenado, no sin razón, al ostracismo por parte de la gestión municipal durante varias legislaturas.
Años después coincidieron en una especie de concurso memorable, dos de las figuras más interesantes de la época: Ricardo Bofill, y el francés Jean Nouvel, que vino a presentar personalmente su propuesta a la ciudad. Ese día sí que estaba llena de arquitectos una sala del Tryp María Pita. Curiosamente, muy pocos sabían que Jean Nouvel admiraba a su competidor desde sus intervenciones en Francia durante el Gobierno de Mitterand. Con su intuición ante los posibles resultados negativos para su estudio, y ante una sala sobre la que, parafraseando a Tom Wolfe, flotaba una densa neblina marxista, Nouvel lanzó una frase de mal disimulada humildad: «Yo soy un gran perdedor de concursos»... Acertaría de pleno.
El autor de La hoguera de las vanidades, en su ensayo de la Bauhaus del año 1981, incluye a Ricardo Bofill entre los racionalistas más destacados de la época, al lado de Aldo Rossi y de los hermanos Krier. Lo hace con su habitual sarcasmo, comparándolo con los «Blancos» y sus ingenuas ideas de «volver al origen», pero puntualizando que preferían retroceder al siglo XVIII o, mejor aún, al Renacimiento, para huir del capitalismo que estaba corrompiendo a la Arquitectura en EE.UU. con la llegada de los Dioses Blancos.
Tom Wolfe disponía en su delirante recorrido por la historia de la arquitectura contemporánea, de la investigación anterior del teórico y crítico neoyorquino Charles Jencks, que se había atrevido a desmenuzar entre los posmodernos, sus confusos historicismos y sus metáforas. Entre todos, empezaron a reconocer a Ricardo Bofill junto a los más brillantes posmodernos: Venturi, Denise Scott Brown, Charles Moore o Robert Stern... Además, Jencks destacaba que Bofill, no solo se había interesado en sus primeras obras por lo vernacular, sino que utilizaba la arquitectura como lenguaje, atendiendo a la memoria y a su contexto local.
La Muralla roja, el mediático proyecto construido en la costa de Calpe, es una indagación metafórica sobre el conjunto administrativo musulmán de los núcleos habitados antes del siglo XIII.
La Nomenclatura de los críticos de arquitectura y arte, en España, seducidos por las ideas sagradas e impolutas del MM, y su aversión visceral a cualquier oratoria formalista denostada por Adolf Loos, no podía tolerar el acercamiento al clasicismo del arquitecto tras su brillante trayectoria con el Walden 7, La Muralla, o Sant Just Desvern, descalificándolo como si dejase de ser «Uno de los nuestros», por lo que consideraban decadentes flirteos new clasicistas en sus intervenciones en Montpellier y Antigone (1977). La influencia y escolástica generada por el lenguaje renacentista, o greco romano para otros, en un barrio destinado a una alta burguesía, ha sido considerado paradigma de la posmodernidad; el lenguaje inconfundible de sus obras próximas al helenismo, permitieron que se proyectase y construyese el primer rascacielos de un arquitecto español en EEUU. En un tour arquitectónico por el río en Chicago, la ciudad que creó los premios Pritzker, aparece en el número 77 de Wacker Drive la presencia neoclásica inconfundible de la firma de Ricardo Bofill, un arquitecto que recorrió el mundo con su inagotable creatividad en constante conflicto entre satisfacer los epatantes requerimientos de sus poderosos clientes, y la honestidad sincera de la arquitectura popular.
El pensamiento de este humanista y visionario está en sus películas, Esquizo, Cercles, antes que en la arquitectura. Y en su sueño de volver siempre al desierto, al espacio vacío e infinito –sembró el norte de África, Argel, Marrakech... con su insaciable nomadismo–; está en su densa bibliografía, en su cuna de padre arquitecto y madre veneciana, en su interesante apariencia entre Dustin Hoffman y Al Pacino, en el mensaje mediterráneo de sus imágenes.
Solo hace unos meses, en plena actividad profesional, presidió el jurado del prestigioso premio Fad. El premio otorgado a las intervenciones en la Chacarita durante la Bienal de Paraguay, hace honor a esta interesante personalidad que supo cabalgar entre los dos mundos. Buen viaje Arquitecto.
- Arturo Franco Taboada es doctor arquitecto y escritor