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Henry Kissinger

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Henry Kissinger (1923-2023)

Estratega y diplomático

Kissinger nos enseñó a hacer política desde la estrategia, con la coherencia que se espera de un académico alemán

Henry Kissinger icono
Nació el 27 de mayo de 1923 en Fürth (Alemania) y falleció el 29 de noviembre de 2023 en Kent, Connecticut (Estados Unidos)

Henry Alfred Kissinger

Durante tres cuartos de siglo Kissinger nos ha ayudado a pensar sobre política internacional, colocando el listón a la altura de exigencia que la responsabilidad de gobierno merece

Henry A. Kissinger ha fallecido en su domicilio a los 100 años de edad. Estamos hablando de alguien que nació en Alemania antes de que Hitler accediera a la Cancillería y del inicio de la II Guerra Mundial. Su familia decidió huir a los Estados Unidos ante el auge del nazismo y, como inmigrante, supo lo difícil que para su familia resultó empezar de nuevo. Vivió la II Guerra Mundial como soldado de inteligencia y fueron las Fuerzas Armadas las que financiaron sus estudios universitarios. Cursó Ciencias Políticas en la Universidad de Harvard y acabó convirtiéndose en un destacado miembro de su claustro.

Con John F. Kennedy se produjo una interesante renovación de la élite gubernamental, que iba mucho más allá de lo puramente generacional. A la capacidad de gestión se sumaba ahora la exigencia de un alto nivel intelectual. Los «cabezas de huevo» aportaron un nuevo estilo y la esperanza de un nuevo tiempo en la política norteamericana. Henry A. Kissinger fue convocado a ese entorno, conocido como Camelot, aunque no llegó a ocupar ningún puesto de referencia.

Con la llegada de Nixon a la Casa Blanca fue nombrado consejero de Seguridad Nacional, puesto desde el que ejerció una gran influencia tanto sobre el presidente como sobre el secretario de Estado. El mito había comenzado. Se convirtió en un personaje popular en todo el mundo, aportando a la toma de decisiones una fundamentación histórica y doctrinal excepcional. El ideal platónico del intelectual o sabio asumiendo la tarea de tomar decisiones parecía hacerse realidad. Del Consejo de Seguridad Nacional pasó al Departamento de Estado, compatibilizando durante un tiempo ambos cargos.

Para mi generación Kissinger representó un modelo de gestor en el ámbito de la diplomacia, aquél que accede desde la cátedra y no desde el partido o la política nacional, con una muy sólida formación en la materia. Se llegaba al poder con la lección aprendida. El modelo cuajó, pues su sucesor en el Consejo de Seguridad Nacional fue el profesor Zbigniew Brzezinski, una figura con un perfil semejante, pero que no llegó a tener la influencia de su predecesor, ni su presidente la talla de Nixon.

El prestigio de Kissinger crecía al tiempo que la diplomacia norteamericana se hundía. Si Kennedy comenzó la guerra de Vietnam, Nixon la cerró con una derrota humillante. Kissinger ofició de maestro de diplomacia gestionando la retirada de la manera menos bochornosa, como también lo hizo con la más brillante de las maniobras de aquella Administración: la apertura a China. Kissinger comprendió la importancia de separar a la Unión Soviética de China y, tras una primera fase de discretos contactos organizados por el general Vernon Walters, se pasó a la negociación dirigida por él. El resultado supuso un formidable aporte de estabilidad para la sociedad internacional, al tiempo que se consolidaba un limitado entendimiento con Moscú para impedir que las tensiones propias de la Guerra Fría desembocaran en un holocausto nuclear. Desarrolló una intensa labor diplomática que culminó en importantes acuerdos de control de armas.

Kissinger nos enseñó a hacer política desde la estrategia, con la coherencia que se espera de un académico alemán. La política norteamericana se podía explicar con relativa facilidad porque respondía a una visión y a unos fines. Era una diplomacia hecha desde el rigor.

Durante tres cuartos de siglo Kissinger nos ha ayudado a pensar sobre política internacional, colocando el listón a la altura de exigencia que la responsabilidad de gobierno mere-ce. Naturalmente no siempre he estado de acuerdo con él. De hecho, han sido muchas las ocasiones en que he considerado que se equivocaba. Tampoco él ha estado siempre de acuerdo con sus propias posiciones. Con la perspectiva que nos proporciona el paso del tiempo, posiblemente la obra escrita de Kissinger sea más importante que su brillante y reconocida gestión diplomática. Es, sin duda, un monumento a la escuela realista analizada a lo largo de la historia. Interés nacional, estabilidad estratégica, comprensión de la dinámica intelectual y política de cada uno de los actores son referencias continuas en sus escritos, así como la desconfianza respecto de los ideales y utopías.

Quisiera detenerme en un aspecto que siempre me ha interesado mucho de su pensamiento. Me refiero a un planteamiento extraño en un pensador norteamericano y muy característico de uno alemán. Si todo gira, o debe girar, en torno al interés nacional. ¿Cómo podemos establecer qué lo es y qué no y sobre todo quién lo determina? Leyendo su obra la deducción lógica sería las élites gobernantes. Esto nos lleva a otras preguntas. ¿Están las élites preparadas para ello? ¿Han recibido la formación suficiente? ¿Han tenido la experiencia de vida necesaria para tener ese criterio? El propio Kissinger se quejaba en aquellos días de que eran muy pocos los senadores que disponían de un pasaporte. Ciertamente no sentía un gran respeto por su capacidad analítica y su criterio. Pero Estados Unidos es una democracia que lidera un conjunto de democracias. La democracia es el sistema político que garantiza la soberanía nacional. Un senador es un representante de la ciudadanía. Si el elector no se siente correctamente representado votará a otro candidato en la siguiente ocasión. ¿Puede el ciudadano comprender dónde reside el interés nacional? ¿Está dispuesto a emplear el tiempo y el esfuerzo necesario para ello?

Nos encontramos frente al fundamento de la democracia representativa. Los ciudadanos delegamos la toma de decisiones importantes en personas a las que reconocemos competencia y valores afines, porque no disponemos del tiempo ni del conocimiento suficiente para poder tomar una decisión sobre cada tema que se plantee. Aquí reside la fortaleza y la debilidad del sistema. Delegamos en un acto de confianza. Cuando ésta se pierde se produce una quiebra política. La política exterior requiere tiempo, «paciencia estratégica». A menudo va unida al sacrificio derivado de un conflicto militar. La guerra puede prolongarse durante mucho tiempo, poniendo a prueba la paciencia y el compromiso del ciudadano. Afectado por la actividad de los medios de comunicación se cansa de un conflicto, de la misma manera que lo hace respecto de una serie de televisión. En una democracia, a fin de cuentas, el ciudadano manda y es él quien decidirá si una acción es de interés nacional o no. De poco vale la autoridad intelectual de la élite cuando el ciudadano decide poner fin a una aventura. El tiempo, el efecto de la información, de la propaganda, de la demagogia… son elementos que acaban condicionando el comportamiento del pueblo soberano.

Este problema nos lleva a otro que plantea igualmente dificultades al discurso de Kissinger. Me refiero a la relación entre valores e intereses o en qué medida un valor es parte del interés nacional. A mi entender Kissinger siempre ha tenido problemas para adaptar el pensamiento realista a una democracia avanzada como la norteamericana, precisamente por la cuestión de los valores. Una sociedad se moviliza más fácilmente y es capaz de resistir más y mejor los sacrificios que se le pide si están en cuestión valores compartidos y reconocibles. El interés nacional, aislado de valor alguno, puede no ser reconocido fácilmente y, en consecuencia, el sacrificio no sería considerado necesario o pertinente.

En el fondo Kissinger coincide con Ortega en lo fundamental, el convencimiento de que la democracia sólo es posible si las masas delegan en las élites y si éstas están a la altura de las circunstancias. Lamentablemente esto no suele ocurrir, de ahí la tendencia hacia el tacticismo y la falta de continuidad estratégica, en los casos en los que hay una estrategia. Una pregunta pertinente en nuestros días es ¿Cuántas democracias tienen una estrategia que de sentido a su acción exterior?

Nos ha dejado un hombre que nos impresionó con su capacidad diplomática, pero, sobre todo, un maestro que nos enseñó a pensar la política exterior desde la historia y la estrategia. Su obra se ha quedado con nosotros y con ella sus contradicciones, las nuestras, esas que dan sentido a nuestro tiempo.

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