
Blanca Castilla de Cortázar
Blanca Castilla de Cortázar (1951-2025)
Toda una mujer, toda una madraza
Nuestra querida profesora de Antropología Teológica fue rodeándose incansablemente de discípulos y colegas, hasta aglutinar un equipo de investigación internacional e interdisciplinar

Blanca Castilla de Cortázar
Profesora de Antropología Teológica
Profesora Ordinaria de Antropología Filosófica del Pontificio Instituto Teológico Juan Pablo II de Madrid. Doctora en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y Doctora en Teología por la Universidad de Navarra. Honorary Research Fellow (investigadora honoraria) en la Universidad de Glasgow.
En 1997, ingresó en la Real Academia de Doctores de España, en la que desempeñó el cargo de Secretaria General entre 2001 y 2005.
Sin duda vivimos tiempos convulsos en los que parece que la realidad se tambalea, que la verdad importa tanto como la mentira, que el parecer de un sabio es igual al de un indocumentado. Tiempos éstos en los que en nombre de la ciencia se defienden posturas aberrantes, que con un barniz biensonante camuflan la naturaleza más obvia y violentan la realidad. Esta situación, que a duras penas describo, no solo afecta al llamado «cambio climático», o a la información sobre la economía nacional, o a la ausencia de discernimiento entre la ley justa o injusta, sino a lo más íntimo de la persona humana, varón o mujer, que solo puede serlo si asume esa radical distinción: la capacidad para ser padre o ser madre.
El caos mental y vital, que en esta última materia, se ha instalado en nuestra sociedad, lleva décadas cociéndose, ante la ingenua indiferencia de gente docta que, obstinadamente, se ha conformado con la visión, tan raquítica como «tradicional», que proporcionaba la antropología cristiana (en mantillas, por no decir en paños menores) aunque resultara «ontológicamente irritante» a los ojos, cabeza y corazón de cualquier mujer sensata y de no pocos varones. Pues bien, a esta ardua tarea se aplicó una mujer que hace solo unos días partió de este convulso mundo en el que vivimos: Blanca Castilla de Cortázar, la mayor de nueve hermanos, a los que afortunadamente conozco.
Empezó esta andadura partiendo de las reflexiones, estrictamente científicas y de sentido común, que le proporcionaban sus hermanos médicos, con el asentimiento de su padre, también médico: el Adán solitario nunca pudo existir, porque habría sido un hermafrodita. Adán y Eva tuvieron que ser creados en «un único acto» creador. El pasaje de la «costilla» de Génesis 2, 18 - 25 no podía ser interpretado literalmente, con la falsa deducción de que la mujer fue creada para aliviar la soledad del varón, sino en las coordenadas que explícitamente abre Gen, 1, 26-27: … «Y ahora hagamos al hombre a 'nuestra' imagen: y a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (ahí estaba el Único acto creador intuido por tantas y tantos, única forma de garantizar la radical igualdad). «Y díjoles: creced y multiplicaos, henchid la tierra y enseñorearos, dominad sobre las aves de cielo y los peces….» La misión era común a ambos y dictada en imperativo plural: Familia y Civilización eran encomendados a los dos. El primer golpe maestro de la protagonista de este obituario fue demostrar metafísicamente el «único acto creador» y la consiguiente «misión común» dinamitando la subordinación unilateral de la feminidad a la masculinidad y la manida diversidad de «los roles».
Mientras tanto, Juan Pablo II insistía en que «Dios, en su intimidad, no es soledad sino Familia, donde se dan las relaciones de Paternidad, Filiación y la esencia de la familia que es el Amor». Muchas cosas se hacían evidentes. Confieso que con estos dos puntos de apoyo (la demostración del único acto creador y la imagen de Dios Trino en la familia humana) el sosiego intelectual me proporcionó la seguridad de que todo lo demás vendría por añadidura. Pero no fue así para la protagonista de estas líneas que con dos grandes soportes intelectuales - Karol Wojtyla y Leonardo Polo- siguió avanzando con solidez en la explicación de «la diferencia», ahondando en los conceptos de «naturaleza y persona», estudiando a todos (Padres de la Iglesia Oriental, los Capadocios,…) tratando de integrar a todo el que decía algo iluminador en la búsqueda de las claves del Creador. Era obvio que el «arquetipo de la Paternidad» estaba en Dios y nadie reaccionaba con rechazo ante un Dios–Padre que se plasmaba en el arte con barba y un indiscutible fenotipo de varón, y además Dios–Hijo se había encarnado varón, pero… ¿el arquetipo de la Maternidad no estaba en Dios? Y ¿quién es el «Dador de Vida» que no es el Padre? Al compás de esta batalla intelectual nuestra querida profesora de Antropología Teológica fue rodeándose incansablemente de discípulos y colegas, hasta aglutinar un equipo de investigación internacional e interdisciplinar, donde Hispanoamérica está nutridamente representada, EE.UU., Canadá y la vieja Europa desde España pasando por Francia, Italia, países eslavos hasta Rusia.El esfuerzo, la incomprensión y tantas veces una soledad acompañada fueron agrandando un corazón de madre ante el que nadie quedaba indiferente: comprendía, quería, aprendía de todos y trataba de cuidarnos a todos. El cáncer diagnosticado en 2020, en plena pandemia, avanzó inexorablemente. Sin duda influyeron las interrupciones que fueron requeridas: «este tratamiento no me deja pensar y tengo mucho trabajo», era una de sus frases habituales. Le vimos impartir clases con la disfonía propia de la parálisis de las cuerdas vocales: nada se interponía en su quehacer hasta que esas dos pequeñas estructuras paralizadas obstruyeron la tráquea. Con una pequeña pizarra fue escribiendo «todos los temas pendientes» con una vitalidad insólita en un paciente que ya estaba recibiendo morfina. En aquel box de la UCI no había un ápice de nada desgarrador, todo era cariño, admiración, alegría, paz … y sonaba -no por casualidad- música rociera, concretamente «A la Virgen de mis amores» de Enrique de Triana: «Está sin mancha su alma y tan clara su belleza que hasta el Espíritu Santo se prendó de su pureza y le ofreció a la Señora el mejor de sus regalos: su nombre: ¡Blanca Paloma!». Una vez más, la fe popular atinaba más rápido.