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Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

Los tontos bulliciosos

El tonto piensa (es un decir) que los parlamentos pueden dirimir cuestiones acerca de la verdad, la bondad, la belleza o los hechos del pasado

Actualizada 06:29

Calificar como tonto a alguien no es necesariamente un insulto. Puede ser una pura descripción. La tontería puede ser un estado del alma, transitorio o permanente. La primera acepción del Diccionario de la Real Academia define al tonto como «falto o escaso de entendimiento o razón». Más que un insulto es una desgracia. En cualquier caso, siempre queda el recurso de denunciar la tontería y silenciar a su autor. Otra cosa es que el lector avisado lo pueda identificar. Pero eso ya es asunto suyo.

Acerca de la tontería, como en todo, es preciso hacer distinciones, ya que existen tontos inocentes, culpables y dolosos. Unos no tienen la culpa de su estado, ya que incluso desearían no serlo y acaso lo intentan sin éxito. Otros tienen la culpa ya que en su mano estaría el evitar su condición y no lo hacen. Los terceros, por último, lo son a conciencia, vocacionales y con entusiasmo, es decir, son tontos militantes. Y no todos merecen la misma valoración, aunque coincidan en su deplorable estado. Por lo demás, la tontería no se encuentra repartida por igual. Existen grandes desigualdades y agravios comparativos.

Hay que censurar la tontería, incluso burlarse de ella, por tratarse de un grave mal que aqueja a las personas y a las sociedades, pero siempre respetando la dignidad del tonto. Y en este caso, el mayor respeto consiste en omitir su nombre. El tonto, como hombre que es, merece respeto. La tontería, no. Es como el caso del pecador y el pecado. Si no se está alerta ni se previene con la medicina del entendimiento y la razón, la tontería es expansiva y contagiosa. Tampoco conviene hacerse demasiadas ilusiones sobre la posibilidad de erradicarla o paliar sus letales efectos para la inteligencia. Como afirma Ortega y Gasset en el capítulo VIII de La rebelión de las masas, «el tonto es vitalicio y sin poros». De ser cierto el dictamen del filósofo, la tontería no tendría cura. Sólo cabría, si acaso, atenuar sus síntomas más perniciosos.

Para que no se diga que todo esto no es sino elucubración y arbitrariedad, pongamos algunos ejemplos, entre otros muchos que cabría aportar. Al tonto le interesa intensamente la proliferación de muñecos en los semáforos (individuos con falda o pantalón, parejas con la misma prenda o con prendas diferentes) como vía regia para combatir las desigualdades ilegítimas entre varones o mujeres. El tonto piensa que una imagen vale más que mil palabras, quizá por el temor de que la lectura de mil palabras pueda producirle una embolia cerebral. También hay tontos que piensan que el yugo y las flechas son un símbolo franquista, o que un simio tiene más derechos que un embrión humano. Esta última tontería no impide ostentar una cátedra en una de las más prestigiosas universidades del mundo. Se ve que la tontería puede llegar hasta el ámbito académico, otrora recinto de la sabiduría. Hay, sin duda, un tonto universitario, plurilingüe y digital, pero tonto.

El tonto piensa (es un decir) que los parlamentos pueden dirimir cuestiones acerca de la verdad, la bondad, la belleza o los hechos del pasado. Es verdad que esta tontería tiene freno y marcha atrás, pues cuando la ley ya no le gusta, seguramente porque es más acertada y justa, entonces cambia de opinión. Hay que cumplir la ley siempre que sea un poco tonta. Es ésta una tontería voluble.

El tonto nunca está solo. Su especie abunda. La tontería compartida resulta confortable y llega a parecerle inteligente. En fin, existen otros muchos tipos: el tonto lingüístico obsesionado por el género (habría así que hablar del «tonto y la tonta» para no excluir a las mujeres), el tonto tecnócrata y digital, o el que cree que la ciencia es la única forma de conocimiento y que llegará a resolver todos los problemas de la existencia humana.

El filósofo Kierkegaard se refiere en sus Migajas filosóficas, en feliz expresión, a los «tontos bulliciosos». Y es que la tontería no es taciturna sino bulliciosa y locuaz. Tontos los hay en todos los rangos sociales y profesiones. Ninguno está vacunado. Por supuesto, pueden llegar hasta al Gobierno. En este caso, cabría hablar del tonto ministerial. Se trataría entonces del gobierno de los necios, nueva forma de gobierno antiplatónica. Pero en este caso sí conviene plantarse, pues si ya estamos acostumbrados a sufrir a los tontos y convivir con ellos, lo que ya resultaría insoportable es aguantar que nos gobiernen.

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