Hombres de hierro, héroes sin huella
El terrible naufragio del barco de Terranova, con 21 muertos, nos devuelve la mirada a un mundo que hemos olvidado
España, que se hizo grande con su aventura atlántica, mirando a América, se ha convertido en un país mediterráneo, donde casi todo se juega en la mitad del territorio que va de Madrid hacia el Este. Estamos creando una nación hemipléjica. Asturias, Galicia, Cantabria, el País Vasco, León… ya solo asoman a los titulares para curiosidades, sucesos, gastronomía. Poco más. Todo el noroeste de España, relevante en otros siglos, parece hoy cubierto por un cierto velo de olvido, como si allí nada pasase, como si fuesen territorios de sopor y derrota. Esas regiones se ven opacadas por el impresionante tirón de Madrid; por la eterna cantinela victimista de la muy sobreprimada Cataluña; por el despegue de Valencia; por el feliz éxito de la gran esperanza de nuestro país, Andalucía (una reserva de futuro, que por fin comienza a dar buenas noticias tras desperezarse de décadas de cloroformo socialista).
La España atlántica labró su destino en el mar. Cifró en el océano sus esperanzas y su supervivencia. La epopeya de nuestros pescadores del norte está aún por ser contada como se merece. No ha aparecido todavía la gran novela, película o investigación histórica que le haga justicia (ya saben que nuestros creadores están perpetuamente ocupados con la Guerra Civil y sus rencores). Es una amnesia extraña, pues se trata de una gesta increíble, pacífica y hasta poética en su adusta exigencia. La conquista de los mares grises del Gran Sol, los bacaladeros enfrentados a las gélidas traiciones de Terranova, los balleneros gallegos y vascos, los pescadores andaluces en los bancos africanos, los congeladores españoles surcando las aguas de todo el planeta… Qué odisea.
Ciudades enteras vivieron del esfuerzo de esos marineros (que hacen también que en España comamos todavía el mejor pescado del mundo). Pero aquellos pescadores de hierro, héroes sin huella, pagaron –y pagan– un altísimo precio personal. Semanas sin ver a sus familias, con el inevitable distanciamiento. Una labor sin horarios y de tremendo desgaste físico (mi padre, que luego logró convertirse en armador, conservó siempre aquellas manos como guantes de béisbol, legado de su juventud atando aparejos en cubierta y de su niñez remo en mano en las chalupas de la Ría de Vigo). Terranova, Gran Sol, Namibia, Malvinas… Largas vigilias y sueño a trompicones. Accidentes. Tabaco hasta destrozarse los bronquios y demasiado alcohol. También de una camaradería masculina valiosa –hoy ya casi prohibida–; y respeto a las leyes del mar, libros, valentía, sentido del deber y un esfuerzo sin tasa para sacar adelante a tu familia.
Como telón de fondo, la amenaza insoslayable, la ruleta rusa de la mar: los temporales. Un golpe de mar traicionero, o un fallo de diseño del barco, pueden mandarte a pique en un instante. Mi padre me contaba cómo algunos marineros veteranos de su tripulación, ya muy curtidos, seguían poniéndose pálidos, casi enfermos, cada vez que el Gran Sol se reviraba con furia y parecía que no iba a haber un mañana. Con una sonrisa indulgente también me relataba las anécdotas de periodistas intrépidos que se embarcaban con ellos para hacer un gran reportaje… y eran devueltos a tierra a los tres días en otro barco, porque aquello les resultaba aterrador (y solo los llevaban en verano).
Aunque no solemos recordarlas, todavía muchas familias españolas viven del mar y muchos héroes anónimos continúan peinando los océanos, pagando a veces el precio más alto. Ojalá poseyese yo talento como para poder escribir la elegía que se merecen los 21 tripulantes fallecidos en el temporal de Terranova. Solo puedo mandar desde aquí a sus familias mi pésame más respetuoso y mi oración. Descansen con Dios en el cielo de los pescadores valientes, donde espero que estén también mi padre, mi abuelo, mis tíos, las personas que me enseñaron con su ejemplo que con valor y trabajo siempre somos dueños de nuestras vidas.