¿A quién odias más?
Francia, con victoria más corta de Macron que hace cinco años, retrata una falla que está partiendo las sociedades occidentales de manera casi irreconciliable
Jèrôme Fourquet es un geógrafo francés experto en comportamiento electoral. Durante años se tomó la molestia de analizar casi kilómetro a kilómetro el voto de sus compatriotas. Llegó a una conclusión fascinante: a partir de los 20 kilómetros de distancia a la estación de tren de una localidad, en cuando te alejabas del cogollo urbano, el público comenzaba a votar mayoritariamente a Marine Le Pen.
La conclusión que extrajo Fourquet es aceptada hoy universalmente y extrapolable a muchos países occidentales: en realidad Francia alberga dos naciones dentro de una, que cada vez se rozan menos y se detestan más. Hay quien sostenía que para saber quién ganaría este el pulso entre Macron y Le Pen bastaba con responder a una pregunta: «¿A cuál de los dos odias más?». Y es que el pegamento social se ha ido diluyendo, en parte por el retroceso del catolicismo, que suponía una importantísima argamasa, pero también porque los valores republicanos están a la baja (por no hablar ya de los mitos gaullistas). Las personas se van convirtiendo en islas. Votan cada vez más con las tripas. Los puentes de encuentro se dinamitan y se acaba llegando a la historia de Las dos naciones, que describía de manera preclara el agudo Disraeli en su novela decimonónica sobre Gran Bretaña. Macron ha ganado, pero con mucha menos de ventaja que hace cinco años, cuando la había superado en más de treinta puntos. Todo se ha polarizado todavía más.
Las clases medias urbanas y medias-altas, más instruidas y mejor situadas económicamente, se identifican más con el «progresismo». Tienen estudios universitarios, les interesa el debate del clima, viven más o menos bien y alternan en restaurantes y actividades culturales. Logran que sus hijos accedan a una óptima –y cara– educación y no les inquieta el fenómeno de la globalización. Se sienten cosmopolitas y la apelación nacionalista les parece rancia. Son los que algunos estudiosos denominan los «bobos» («bourgeois bohemians»), o «izquierda champán». Su gran paradoja es que se sienten personas sensibles y muy interesadas por los problemas de las minorías, pero lo cierto es que en su práctica diaria tienden a relacionarse cada vez más entre sí, de manera endogámica, y a alejarse de las inquietudes de la gente corriente, esa a la que no le va tan bien y que acumula un legítimo resentimiento. Macron tenía su granero principal entre esos urbanitas y sectores más ilustrados.
Enfrente de los «bobos» se encuentran los enormes grupos de población de lo que era la Francia eterna de la provincia. Se sienten postergados. Notan que su día a día no mejora. La llegada de inmigrantes los desconcierta y se quejan del atasco en los servicios sociales y la criminalidad. Ven como sus poblaciones pierden fuelle con el inexorable cierre de las fábricas, que se fugan a países más baratos y menos proteccionistas del trabajador. Añoran una Francia que idealizan (y que probablemente nunca existió). En política vuelcan su malestar votando a propuestas drásticas, como las de la extrema izquierda de Mélenchon o la derecha dura de Marine Le Pen (que ya lo es menos que la de su padre, pues ha limado sus aristas). Le Pen ha perdido, pero con un apoyo importante: 41,8% del voto, la más suave de sus derrotas. Ha encajado el golpe con entereza, cantando ”La Marsellesa” junto a los suyos y anunciando revancha en las elecciones legislativas.
Tradicionalmente, en Occidente los ricos votaban a partidos conservadores defensores de su hegemonía y los pobres, a socialistas o comunistas. Hoy los ricos se sienten progres y los pobres desertan de una izquierda que ven pija y se pasan a la derecha dura populista, o a la infumable extrema izquierda. Los jóvenes galos de 18 a 24 año votaron en la primera vuelta en primer lugar por el radical zurdo Mélenchon (31 %), un 26 % apoyaron a Le Pen y un 20 % a Macron, cuya insufrible arrogancia detestan los chavales. El flotador que ha hecho posible el nuevo triunfo de Macron es la generación de los «babyboomers», más sosegada. Su apoyo le permite convertirse en el primer presidente desde Chirac que repite mandato. Por su parte, los partidos tradicionales se han ido hacer gárgaras. El PSOE empieza a ser una anomalía española. Su equivalente francés prácticamente ya no existe.
Los expertos daban por descontado que este domingo ganaría Macron, y así ha sido. Hace cinco años se llevó el 66% de los votos frente a Le Pen en la finalísima. Ahora un 58,2%. Están vez no hubo sorpresas, como la de Hillary Clinton ante Trump o el Brexit. Pero no hay que desestimar ahora el calado del cabreo francés, reflejado en ese 41,8% de voto protesta que se ha ido con Le Pen. Y eso a pesar de que el balance económico de Macron resulta bastante positivo, sobre todo si se lo comparada con el de Sánchez. Ambos compiten en arrogancia, pero al menos el Rey Sol francés sabe gestionar. La inflación gala es 4,6 puntos inferior a la nuestra, el paro ha caído a su nivel más bajo en quince años (7,4 % frente al 13,6 % con nuestros socialistas y comunistas). Macron ha bajado los impuestos y ha subido el salario mínimo. También ha hecho reformas, pequeñas para un ojo externo, grandes para el intocable paquidermo estadista galo, al que nadie se atrevía a meter mano.
Francia es de facto, como España, un país socialdemócrata, pues destina el 57 % de su PIB a educación, salud, transporte público, programas sociales, subvenciones y ayudas a los hogares. Pero ni con esa –insostenible– inyección de gasto social, superior incluso a la británica, se ha logrado levantar el ánimo del enfermo francés. Y es que el problema de fondo es tan enorme como sencillo: el futuro se ha mudado a Asia. Nuestras sociedades envejecidas y acomodadas ya no tienen empuje. La llegada masiva de inmigrantes, injertos multiculturales con los que tratamos de mantenernos todavía en pie –pues ya no queremos ni tener hijos–, crean fricciones y tardan tiempo en asentarse.
Macron, de 44 años, estudió con los jesuitas, pero sus padres no eran creyentes. A los doce años decidió bautizarse como católico. Hoy, en cambio, se declara agnóstico y propone el disparate de que el aborto forme parte de la Carta de Derechos de la UE. Le Pen fue bautizada como católica al nacer. Se ha divorciado dos veces y dentro de su plan para suavizar el partido de su padre, al que ella misma echó de la formación, ha pasado a aceptar el aborto y el matrimonio gay. Le Pen proponía proteccionismo económico, una UE que no sea federal (ya no salir de ella y del euro como decía antes) y un referéndum donde se votaría si se da a los inmigrantes un nuevo estatus de ciudadanos de segunda, con menos derechos. Macron ha enarbolado en su sprint final la bandera del cambio climático, que presenta ahora como su mayor preocupación, y proponía seguir ordenando la economía, por ejemplo con una muy impopular –y muy realista– reforma que suba la edad de jubilación de los 62 a los 65. Su problema era que el cambio climático se la sopla a un norteño que se ha quedado sin empleo porque ha cerrado su fábrica.
Si rascamos un poco su carcasa, a ambos les falta un poco de alma, como bien señalaba esta semana la plataforma cultural Neos España: enarbolar grandes principios morales que eviten caer en la inanidad relativista y que devuelvan a su país el pegamento social. Pero a estas alturas eso empieza a parecer mucho pedir para cualquier político europeo. Como advertía aquel dicho labriego: «Donde no hay mata, no hay patata». Nuestros mediocres políticos son el reflejo de nuestras sociedades de placer instantáneo, esfuerzo ralentizado y pérdida del hambre de prosperar de nuestros padres y abuelos. Nos ha tocado vivir la decadencia de Roma. Y eso no lo arregla ni un figurín tecnócrata ni una nacionalista populista con mentalidad de un tiempo que ya no existe. Pero con estos bueyes hay que arar. Macron seguirá ahí cinco años más, para enorme alivio de Bruselas. Gestionará con cierto tino, no hará locuras, pero desde luego tampoco cambiará el curso del Amazonas: Francia seguirá partida en dos y Europa continuará con su dulce, pero inflexible, declinar.