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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

El diablo dijo no

Hay alguno que vista su hoja de servicios va a ir directo al purgatorio de la historia de la política, o incluso más abajo

Actualizada 10:58

Siempre me han gustado los grandes humoristas judíos que alegran la historia del cine estadounidense: los hermanos Marx, Ernst Lubitsch, Woody Allen; hasta Mel Brooks, a ratitos y a su nivel chocarrero. En las películas de Allen nunca falta alguna pepita dorada, incluso en las mediocres. En Desmontando a Harry, Woody viaja al infierno y ve allí a un hombre sufriendo espantosos suplicios. «¿Qué hizo usted para acabar aquí?». El condenado le responde compungido: «Inventé los muebles de metacrilato».

Lubitsch, que se murió de un infartazo en Hollywood con solo 55 años, era un pequeño genio de la comedia sutil. Una de sus buenas cintas es El diablo dijo no (cuyo título original es El cielo puede esperar). La película, que es encantadora, hoy no pasaría el cedazo de la corrección política. Cuenta la historia de un mujeriego impenitente, que llega al infierno convencido de que ese será su destino para toda la eternidad. Pero el diablo le pide que antes de decidir si lo admite en el averno le cuente su historia, a ver si realmente ha contraído méritos suficientes. Tras escuchar el relato de su vida, el diablo le ordena que tome el ascensor y suba «arriba», al cielo de los buenos.

Cuando algún personaje que ustedes y yo conocemos afronte el juicio de la historia –y esperamos que sea dentro de muchísimos años y tras una vida larga y feliz–, me temo que no va a acabar en el ascensor que sube a los pisos altos, sino ubicado en la zona donde pena el inventor de los muebles de metacrilato. Imagínense la gran hora de la verdad, con el cuestionario del diablo y las respuestas del recién llegado al más allá:

–Buenos noches, caballero. Para empezar la entrevista, cuénteme, ¿qué tal te fue con la economía?

–Bueno, hicimos lo que pudimos. Creo que bastante bien. En el año en que despuntó la covid logramos ser el país desarrollado con mayor caída del PIB. Luego prometimos que saldríamos de la crisis «más fuertes», pero llegado el comienzo de 2022 todo iba de pena. La inflación se disparó, muy por encima de la de Francia y Portugal, y la cifra anual de crecimiento que habíamos prometido, del 7 %, tuvimos que bajarla al 4,3 %. Además, casi nos cargamos el sistema de pensiones, porque para comprar votos me empeñé en subirlas al ritmo del IPC, sin caer en la cuenta de que podía volver la inflación y quebrar la caja. Por último, estábamos tan verdes que ni siquiera fuimos capaces de dar salida en tiempo y forma al inmenso maná de los fondos europeos. No se nos ocurría nada. Fue como un Plan E con más pasta y más lento.

–Veo que la cosa no fue muy allá. Pero miremos la botella medio llena: tengo entendido que usted siempre ha alardeado de una formidable gestión frente a la pandemia…

–En esta hora del gran juicio ya no puedo mentir más. Le voy a contar la verdad, aunque no sea lo mío. Al principio no quise ver el problema, cuando era harto evidente, porque en la vecina Italia ya tenían el virus hasta las orejas y varias ciudades cerradas. Reaccioné muy tarde. Después me pasé de frenada, con el confinamiento más duro de Europa, lo que me valió dos condenas del Tribunal Constitucional. Luego di por terminada la pandemia, porque había unas elecciones autonómicas y me venía bien, pero no era cierto. En cuanto rebrotó el virus, pasé de todo y le empaqueté el problema a las comunidades. Además no tuve empatía alguna con el dolor de mis compatriotas. Me negué a declarar el luto nacional cuando morían miles de personas, me escabullí de todos los lugares donde podía palparse el sufrimiento y hasta me negué a facilitar la cifra real de muertos para salir más guapo en la foto.

Uff, me lo está poniendo usted bastante fácil para enviarlo abajo. Hablemos de política exterior, una material siempre pródiga para el lucimiento, a ver si por ahí mejoran sus opciones.

–Conseguí que España retornase a la irrelevancia internacional. Enfadé absurdamente al país más poderoso del mundo, que jamás se fio de mí, y metí la pata hasta el cuello en las relaciones con Marruecos y Argelia. Pero tengo unas fotos guapísimas con Macron, luego si quiere entramos un momento en Instagram y le enseño.

–¡Qué barbaridad! Cuanto más hablamos, más le admiro, porque hacerlo tan mal es muy difícil, no deja de tener su mérito. ¿Algún pecadillo más que me ayude a tomar mi decisión?

–Ay, tengo unos cuantos. Me sostuve en el poder pelotilleando y dando dádivas a partidos que tenían como programa destruir el país que yo gobernaba. Me alié con el partido sucesor de una banda terrorista que había matado a doce compañeros de mi propio partido. Emporqué la calidad de la democracia, mintiendo a diestro y siniestro y sometiendo a mis intereses partidistas las instituciones independientes del Estado. Practiqué el nepotismo sin cortarme un pelo, llegando incluso a inventarme un puesto en la Administración para darle un buen sueldo a mi mejor amigo, un arquitecto en paro. En general, me comporté además como un chuleta altivo. Confundí el interés nacional con mirarme al espejo y verme guapo. Por último, intenté constreñir desde el poder las libertades de mis conciudadanos, obligándolos, por ejemplo, a estudiar la historia desde una óptica única impuesta por el Gobierno y estableciendo cordones sanitarios contra otros partidos por el mero hecho de que no sintonizaban con mi ideología, que yo quería que fuese la única y obligatoria. Si quiere sigo…

El diablo se mira las uñas azorado, emite largo un suspiro, y por fin habla: «Oiga, ¡usted es casi peor que yo! Entre en el ascensor y marque, por favor, la tecla del sótano. Le espera una larga temporada en el purgatorio de la historia, o incluso más abajo. Qué vocación la suya. Que tío, es usted un entusiasta del error».

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